El sol sana. Es una locura siquiera pensarlo aplastado por el calor en medio del campamento saharahui de Drajla, en medio de ninguna parte. Las mujeres envueltas en sus melfas, las telas de cien colores en las que se visten, cubiertas sus cabezas como las de hombres, de turbantes que sólo dejan adivinar sus ojos, tapados todos de arriba a abajo. Yo, asfixiado. Pero Ahmedi me dice que, pese a todo eso, el sol sana. Pienso en los suecos y en una película reciente que absurdamente me pasa como un relámpago por la cabeza: una mujer cura su depresión con una lámpara para buscar fuerzas con las que orientar su vida.
Ahmedi es enfermero general. Y ha estudiado en Cuba, como su compañero, Ibrahim, el médico al que ha conocido aquí al lado Hernán Zin. Hoy ha venido de vista a la jaima, a ver a su familia. Habla con un leve deje caribeño, porque sus años cubanos dejan huella. En el campamentode refugiados he oído a saharahuis con acentos de Cádiz, de Zaragoza, de Barcelona, de Lugo, de Guipuzcoa. El español tiene cien músicas distintas. En el español de Ahmedi, despacioso, murmurado, muy pensado en la recámara de su memoria de estudiante, le oigo decir que el sol les cura y les defiende, que pese a las enfermedades de los ojos, y a las dificultades respiratorios, el sol le hace más fuerte, más resistentes. Y no es una metáfora. Refuerza sus defensas y acaba con sus anemeigos bacterianos. Menos mal, dice, que existe el sol.
Pero también existe la sal. He tenido que hacer miles de kilómetros para comprobar con los ojos y las manos lo que estudié en el primer colegio, que el Sáhara es un gran mar desecado. Un océano de sal. En este parte del desierto, en este campamento, la tierra, la arena es blanca y sucia. Y esta llena de sal. Por eso sólo crecen piedras. Y, con mucho, mucho esfuerzo, tomates, zanahorias, berenjenas. Hay dos hectáreas de cultivos intensivos alimentados de agua de los pozos y, al tiempo, envenenados por esa misma agua. A poco metros se puede encontrar el agua, y los pozos son relativamente abundantes en esta zona. Con ese agua se riegan esos huertos experimenatales, con goteos, con mucho cuidado. Porque la concentración de sal es tan elevada, tan exagerada que la planta corre riesgos, todos los riesgos, lo mismo que lo alimenta, lo aniquila. Al poco de dejar caer el agua, cuando la tierra se empapa, un borde blanco delata la sal, la amenaza. Hay cosechas desde hace poco más de un año en esos huertos experimentales. Y, pese al esfuerzo enorme, la experiencia se ha extendido y ahora hay más de trescientos pequeños huertos famliares que roban zanahorias a las piedras. Son minúsculas manchas verdes en el campamento, defendiendose de la sal, buscando el sol.
A media tarde, Ahmedi se sienta a mi lado. Hemos llegado hasta el centro del campamento, donde están los edificios administrativos, justo al lado de donde se levanta la pantalla central del Festival de Cine. Esperamos a que llegue la hora de la proyección. Mientras, la zona se va llenado de gente. Pasean, se encuentran, se citan. Hay un par de pequeños mostradores improvisados para los visitantes del Festival, y cuatro grandes tiendas tradicionales con artesanías. Más gente. Al poco el trasiego se convierte en agitación de un dìa de fiesta. Hace casi treinta años que existe este campamento. Ibrahim llegò aquì con meses, al poco de nacer, huyendo de los bombardeos de la Dajla original. Están en ninguna parte y todo conspira contra su supervivencia, contra su esperanza. Todo, incluida la sal de la tierra. Lo que más sorprende es que siguen viviendo. Se citan, se encuentran, pasean. «El sol nos hace fuertes» dice Ahmedi.
Va a empezar el cine. Eso ya es otra película.