José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Archivo de abril, 2007

La ciudad sentida

El correo me trae un regalo. Un libro. De un amigo. Los artículos que Manuel Longares publicó durante dos años en El Pais aparecen ahora recogidos en La ciudad sentida.

Los leí cada semana aprendiendo de cada adjetivo, de cara giro, del ritmo, de la música. Son historias a la vez de una ciudad de ahora mismo y de un tiempo que se escapa de las hojas del calendario. Es un libro sobre Madrid, la ciudad de neblina que Manolo tan bien conoce y escucha, donde todas las épocas, los años, los segundos son posibles en un solo reloj que los mide manejando en la misma maquinaria la fantasía y la evidencia .

Hay leyendas, personajes, escaparates, caprichos, medias luces, hipotecas, juegos y milagros: todos, experimentos; y escritos todos con un español de asombro.

Esto es literatura, le dijo el redactor jefe cuando entregó la primera de sus colaboraciones. Y durante dos años, cada semana, un derroche, un lujo.

Gracias.

El Puente

En primavera, cuando hace buen tiempo y es día de vacación, apetece ser testigo de la salida de los madrileños al campo. De tal modo que los cronistas de costumbres y otros que por su condición diletante aprecian el color local se reúnen temprano en las fondas de carretera para contemplar y comentar, al amor del anís con rosquillas, la interminable evacuación de la muchedumbre (…)

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Empezar a escribir

¿Por qué la gente hace películas? ¿Por qué las escribe? En Ladrilio, blog siempre interesante y lleno de pistas, uno de mis abrevaderos habituales, recuperaban hoy una vieja encuesta que el periódico parisino Liberation hizo hace algunos años a un centenar de directores y directoras a propósito de la razón última de su trabajo. Para pagar deudas, dice Coppola. Para no pensar en el mundo, dice Woody Allen. Para vivir, decía Bresson. Para no matar, remachaba John Waters. ¿No se le ocurre una pregunta más estúpida?, culminaba Win Wenders.

Las casualidades son respuestas a preguntas que todavía no nos hemos hecho. Por eso no puede ser sólo una casualidad que haya encontrado esta noche ese enlace. Ni mucho menos que me llegue de lejos una entrevista con Guillermo Arriaga, el escritor y guionista mejicano, en el que se explaya sobre el oficio.

Un guionista concede, su trabajo es conceder y copiar. Un escritor de cine concilia. Concilia las necesidades de la película con el mundo que escribió, pero es un mundo completo –estética y moralmente complejo– concebido con mucho cuidado. Desde esta perspectiva, el director, antes de filmar, debe ser un editor: alguien que te ayuda a mejorar tu trabajo –que te presiona para que cortes, para que metas, para que cambies– hasta que des algo tan bueno que merezca ser filmado sin traicionar el mundo de esa historia. Tú, como autor, aceptas o rechazas esas sugerencias. Tiene que ser un diálogo, horizontal y recíproco. No nada más decir: “Aquí falta un monstruo” y tú vas y pones “ENTRA MONSTRUO” y preguntas “¿De qué color?”, “Verde”, “ENTRA MONSTRUO VERDE”.

Hoy justo he empezado un nuevo trabajo. Para la televisión. Tiene que ser fresco, nuevo, brillante, cercano, elegante, cargado de atmósfera, con un toque mágico, que destile amor a los libros y a las historias, que haga reir, que encuentre cómplices. Ojalá. Dónde hay que firmar.

Me he sentido muy bien acompañado por compañeros cercanos y muy solo por abandonos obligados, fin de etapa al que ya debería estar acostumbrado. Hoy, después de horas de hospitales infantiles, más horas de supermercado, compra y casa, recogidas de colegio, deberes, cena y buenas noches, he empezado a escribir.

Y justo en ese momento me encuentro con esas preguntas del oficio, esas pistas de estilo, que me exigen plantearme por qué hago las cosas. Por las deudas, por supuesto; para dejar de soñar y para tratar de alcanzar, entre límites y miedos, el monstruo verde que una noche de insomnio imaginé perfecto.

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Escuchar al genio

O sea, escuchar a Glenn Gloud mientras hablaba.

El pianista más excéntrico y sutil del siglo XX, el mejor intérprete de Bach, claro, pero también muy cerca de lo mismo con Brahms, o Gibbons, Schoenberg o Mozart, pese a los odios, hablaba como un torrente, con varios tonos al mismo tiempo, varios temas, diferentes matices. Una charla polifónica.

Por el teléfono lo hizo en 1974 durante seis horas a lo largo de tres días con Jonathan Cott, que publicó aquella extensa entrevista en dos entregas en el Rolling Stone. Me la he leído en la versión que la editorial Global Rhythm acabde de editar en español.

Las Conversaciones con Glenn Gould es un recorrido exhaustivo y que a uno le deja exhausto por toda la historia de la música.

Gould, el ermitaño, el raro, el maloliente, el hombre que tocaba con una silla vieja y retacapara colocarse a ras de teclado;

Gould el tipo que prácticamente vivía en el estudio de grabación, o que no salía en semanas de la habitación de un hotel, al que se rindió Bernstein (y a la inversa), y fue repudiado por el viejo director Georges Szell, el que cambiaba de piano en medio de un concierto;

Gould el que editaba sus propias carátulas y retocaba las fotos de sus discos dejando en las unas teorías compactas sobre la interpretación y los límites de lo grabado y en las otras obras gráficas más allá de la vanguardia;

Gould el hombre que podía corregíir no menos de ciento cuarenta y tres veces, casi una por segundo, la primera versión de una intervención de dos minutos y cuarenta y tres segundos para un documental radiofónico;

Gould, el hombre que susurraba a las partituras mientras las interpretaba con una concentración monstruosa, ese hombre habla en este libro al mismo mismo tiempo como un conferenciante apasionado y un amigo íntimo, como un profesor chiflado, un orate y un poeta cercano.

Y habla de música, de arte, de belleza, muchísimo de su oficio. Y de sus pesadillas y de la física de los dedos, de la soledad, de la relación entre Petula Clark y Anton Webern, de las técnicas de grabación de The Beatles.

Basculando en el filo ajustadísimo entre el juego maniático y la obsesión, entre la ingenuidad más chocante y el descubrimiento más audaz, Gould es un espectáculo también cuando habla.

Claro, también de las Variaciones.

El libro es magnífico. De agradecer. La conversación es de 1974. Leída más de treinta años después remite a una época en la que todo se podía poner en solfa, las revistas roqueras abrían sus páginas a los genios clásicos y dejaban que los poetas escribieran las entrevistas.

Cine danés para adultos

Juega con fuego, desde luego. Todos los materiales para una hoguera están presentes: ricos y muy pobres, primerísimo mundo y aldeas olvidadas en la India, solidaridades europeas que cubren culpas tortuosas, padres secretos, madres con pasado, bodas traicioneras. Y, sin embargo, Susan Blier, la directora danesa, se maneja con esos elementos con la inteligencia suficiente y la distancia necesaria como para evitar el culebrón.

Ya lo hizo antes en Hermanos, contando el suelo que se le hunde a la familiar de un militar en misión de paz en Afganistan; y aún antes en Te quiero para siempre. Ahora con Después de la boda se atreve otra vez con emociones radicales, conflictos entre occidente y el resto del mundo y preguntas sobre lo que significa la paternidad, la descendencia, el mundo global, la herencia. Apostando fuerte y, al tiempo, quedándose en en el filo, defendiendo a sus personajes, no esquemas, ni dibujos.

Cine para adultos. Cine de generación. Discutible. Qué gusto.

El guionista Anders Thomas Jensen, un enorme talento de la escritura de cine, está otra vez al lado de Susan Blier (igual que estuvo, por ejemplo, junto a Lone Scherfig para hacer Wilburn se quiere suicidar. o junto a Sore-kragh Jacobsen para hacer Mifune). No es,desde luego, tan famoso como Lars Von Triers pero, seguramente, es uno de los responsables del cine europeo más interesante que se hace en este momento.

El género dentro por el calor

Gran día de fastos. Libros, he leído que había, hasta en los campos de fútbol. En la calle, en los parques, en los bares, el los pasillos políticos, en las esquinas, colgados de los árboles, en los cajeros de los aparcamientos. Día de fiesta para el libro.

Pero, como siempre, hay que escarbar con Jaime Gil de Biedma, y recordar con él que tal vez tengan razón los días laborables y que son los días de cada día los que dan la razón cercana de las cosas.

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Del viaje a Lisboa me traje una cita rescatada del escaparate de una librería:

Asistimos al terremoto y a la guerra civil; a nueve reyes, a un regicidio, a dieciséis presidente, a cuarenta y ocho primeros ministros, a tres repúblicas, a seis golpes de estado, a dos guerras mundiales, a la caída del muro de Berlín, a la ampliación de Europa, de euros, a la entrada del euro; y también tenemos libros sobre esos asuntos.

Bertrand, 1732

Eso es resistencia. Al menos, como la de sus clientes.

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Cada vez me gustan menos las librerías de novedades de almacen. Hay una extraña sensación de obligación, de examen, que termina por cortarme la respiración. No descubro más que lo que me colocan delante. Y no puedo dar abasto. Ya no entro ni para regalos de urgencia.

De las otras, de las de librero, hay dos o tres que me acogen y que me dan siempre lo que necesito. Pero cada vez me gustan más las librerías de segunda mano. Y ni siquiera las importantes; al contrario, hablo de las que aparecen por sorpresa en una espera, en medio de una calle, entre una tienda de muebles y una de electrodomésticos, por ejemplo. Un hombre fumando en el umbral que ni me mira cuando paso, un semáforo cerca que ralentiza el tráfico, que acolcha un poco el ruido.

Estanterías repletas, abandonadas a un desorden absurdo (como mis lecturas, me temo) que el hombre parece controlar. Ha dejado de fumar y con vistazos cortos a las portadas deposita los libros junto a otros que parece que ya les conocían.

Hay que invertir tiempo en cada capa, sin prisa, sin saber exactamente qué buscas hasta encontrar algo que resuene en la memoria, que me mira de frente, que me estaba esperando. Y en los libros además, entre las páginas, aparece un recorte, una nota urgente y perdida, un rastro de arena, alguna dedicatoria: Para A. por si nos reencontramos. Pues eso.

Tal vez hoy esas librerías no se pongan muy de fiesta, ni acojan nombres, firmas o apellidos, pero son perfectas para mis días laborables.





Un autor en busca de su personaje

Vamos a ver, diálogos como éste:

RICHARD: No seré tu padre biológico pero soy tu nuevo padre. Vivimos bajo el mismo techo. Necesitamos llevarnos bien. Vamos, hijo, dame una oportunidad.

o como éste

JOHN (Continúa): ¿Te crees que eres un un sacerdote católico? No dejaré que abuse sexualmente de mi un padrastro viejo, gordo, calvo y pedófilo llamado Dick! Maldito seas, cura católico. Vale ya, Michael Jackson. Déjame adivinar: tienes una mascota llamada Dick en tu rancho y quieres que te la acaricie. ¿correcto?

o como éste:

JOHN: ¡Mierda! Estás lleno de mierda, McBeef? Fíajte los kilos kilos que has engordado. Asesinaste a mi padre y lo encubriste. Cometistre una conspiración, igual que el gobierno hizo con John Lennon y Marilyn Monroe.

o éste

JOHN: Trabaste para el gobierno. Como conserje, al menos. Odiabas que mi padre estuviera con mi mamá. Sabías que mi mamá era demasiado para mo padre. Así que lo mataste y la robaste, hijo de puta!
RICHARD: Para…
JOHN:No, Dick! Callate la boca y escucha…
RICHARD: Tu…
JOHN: Yo Qué?! Quieres que te meta este control remoto por el culo, amigo! No lo vales, hombre. Este control remoto costó cinco dólares, tu eres una…
RICHARD: Ya basta.
(Levanta la mano para golpear al hijastro, pero antes de que pueda hacerlo la madre de John baja las escaleras)
SUE: Dios mío! Qué está ocurriendo?
(Abraza a John y lo escolta hacia el otro lado del sofá)
SUE (Continua): Qué le haces a mi hijo? Dijiste que tendrías una charla bonita con él, para entenderse. Y esto es lo que te descubro haciendo! Qué clase de padrastro eres? Fingiendo ser bueno con esa sonrisa falsa en tu gorda cara!
Dime lo que intentabas hacer! Ibas a pegarle, maldito seas, Richard.

o éste

RICHARD: Déjame explicarte! John es un adolescente buscapleitos!
SUE: Oh Dios! Eres un pedófilo!
RICHARD: No! No… cariñito.RICHARD: Cariñito. No me crees? John es un chico malvado que no puede aceptar la muerte de su padre. Lo superará. Sólo necesita más tiempo.
SUE: En serio?
RICHARD: Sí. Ahora, por qué no vamos a la cama y lo hacemos en cuatro patas, como te gusta, cariñito.
JOHN: (En su habitación, John ríe y lanza dardos a un objetivo cuya diana es el rostro de Richard) Lo odio. Tengo que matar a Dick. Tengo que matar a Dick. Dick debe morir. Matar a Dick… Richard McBeef. ¿Qué clase de nombre es ese? El nombre de un imbécil. No me gusta. Y mira su cara. Qué cara de imbécil. No me gusta nada su cara. No crees que puedo matarte, Dick? No crees que puedo matarte? Listo, le di en un ojo. Le di al otro ojo.

y otros tantos procedentes de los esbozos teatrales del pistolero de Virginia que han tenido la paciencia de doblar aquí , y que a algunos les sirven de clave para entender la brutal explosión de violencia de Cho Seung-Hui, hablan más de las carencias y hasta de la culpa de los que buscan esas explicaciones, que del propio patético autor. Más preocupados de sus palabras que de sus pistolas.

En ficción siempre se escribe de atrás para adelante, se llega al final y luego se recorre despacio todo lo escrito para sembrar, añadir y retocar los elementos que justifiquen esa conclusión.

Pero esto no es una ficción, no se puede retocar. Los textos -reiterativos, arbitrarios, malos- no anticipan nada excepto su escasa pericia narrativa y sirven únicamente para demostrar que Cho Seung-Hui, el pistolero patrocinado, fue mucho más eficaz y contundente, infinitamente más dañino como asesino que como autor teatral.
















Espejismos

He vuelto al aeropuerto. Unas pocas horas después estoy otra vez en la ola de la terminal, esta mañana para despedir a J., que se va todo un año de viaje. Nos abrazamos justo antes de que pase los controles y, cuando le pierdo de vista, un gusano da vueltas en el estómago: hace muchos años, muchos, de noche hablamos decenas de veces de la aventura que íbamos a tener por la Panamericana, los cuadernos que íbamos a llenar, la gente y los días y las noches que íbamos a descubrir. Entonces éramos muy jóvenes y en cada conversación todo era posible. Ir, y volver, incluso. Sin moverse, por supuesto, de una esquina de viento racheado.

Él se ha ido a disolver fantasmas y a que otro mundo le cuente sus historias, con cuadernos, con blog a punto de nacer, una mochila y unas zapatillas de estar en casa para cuando tenga ataques de nostalgia. Y yo me vuelvo despacio a la ciudad.

Despacio aparco, me olvido del coche y otra vez decido no comprar los periódicos. Ahora que lo cuento he caminado más de cuatro horas este día. He tenido tres largas reuniones de trabajo y me he jugado en ellas el futuro de todo el próximo año, como poco, pero de una a otra he vagado dando pasos, mis pasos, manejando el tiempo sin culpa. Es la resaca, claro, mi cerebro que se ha quedado enganchado en el horizonte infinito del desierto.

Por eso, cuando Ana K. me ha contado que también ella ha vuelto de un desierto la he escuchado con toda la atención que no había gastado el resto del día. Venía de Arizona de visitar a sus abuelos. Viven rodeados de arena y cactus en un oasis construido, una de esas urbanizaciones inventadas para el bien morir. Mejor dicho, para esperar tranquilamente el día de la muerte. Las de alto nivel están en Florida, por ejemplo, y son despejadas, inmensas, casi eternas, como seguramente los son sus habitantes; ésta de Arizona es una tercera edad de clase media justa. Pero hay de todo, piscinas, actividades programadas, cientos de canales de televisión, deportes de baja intensidad, citas sociales con horario y vigilancia médica, jardines impolutos, porches, toldos, silencio. De todo, menos cementerio. Para morir definitivamente hay que irse fuera y no perturbar la paz de los vivos.

Ana no ha estado sola. Su acompañante visitaba el país y el continente por primera vez y, quizás para salir de la burbuja, se ha pasado la semana atracado en la pantalla de la televisión o insomne con toros visitantes en los pasillos del Wall Mart, el otro mundo más cercano a la urbanización. El gran almacén, enorme como un océano, abre dìa y noche y allí podía encontrar desde columnas dóricas, tigres gigantes de porcelana o minuciosos utensilios absorventes para evitar tocar la salsa con la cuchara.

Hemos comparado desiertos y nos hemos preguntado donde están de verdad los espejismos.

Blues del desierto

En un anfiteatro de arena como cualquiera soñaría para el mejor de los conciertos, una larga alfombra en el suelo hace de escenario. Enfrente, en la cavea, cientos de personas están embrujadas por el grito, al mismo tiempo sensual y ácido, de Mariem Hassan. Está cantando en el desierto, a una decena de kilómetros del campamento de refugiados saharauis en Dajla, al pie de una bellísima duna donde la escuchamos. Ya es de noche. Hace poco más de una hora el sol ha regalado generosamente su espectáculo de retirada y, ahora, retransmitido en directo por la radio de la República Saharaui para que pueda oirse en todos los campamentos, seis mujeres sentadas sobre la alfombra cantan despacio mientras una de ella toca el tebal, un timbal oscuro que marca el ritmo, y acompañan a Marien.

Mariem Hassan es una artista excepcional y una mujer (como cuenta HZin)como miles de mujeres saharauis. Fue expulsada de su tierra, tuvo que lanzarse con su familia y sus vecinos en un éxodo de años y terminó en un campo de refugiados. Como tantos, como tantas, vio morir a sus hermanos en la guerra y crió a sus hijos bajo el cielo verde de una jaima. Como todos, echa de menos su tierra, su verdadera tierra y todavía espera volver para pisarla. Alguien la descubrió, como también lo hizo con su mítico guitarrista Baba Salama, ahora desgraciadamente muerto, y los dos juntos inventaron un sonido nuevo que mezcla la energía incisiva de la tradición, las melodías sinuosas y la cadencia y la serenidad del blues. Tres discos y treinta años de canciones la han convertido en la cantante más importante del desierto y, si no es una estrella mundial, es porque como su pueblo entero, parece condenada a pasar desapercibida, a quedarse escondida, refugiada, en en hueco de arena.

En cuatro días -cuatro eternidades- he machacado mis riñones en un todoterreno por el desierto durante cientos de kilómetros fascinado por la orientación mágica sin duda, incomprensible de un conductor absorto; he estado en hospitales y escuelas para ciegos, pequeños milagros, metáforas perfectas; he fabricado adobes y me he rendido a la belleza absurda de los corrales de las cabras, hechos de latas viejas, de piel reseca y de cordajes; he tomado el té de Mehdi y el cous-cous de Zaina, y he compartido su tienda, su mundo, al que me habían invitado; he hecho media docena de amigos que sabía que estaban esperándome aunque no nos hubiéramos conocido todavía; he paseado con Lala, que me ha enseñado los rincones del desierto donde juega al escondite y la he visto jugar a la rayuela con dos socias, y he escuchado los planes de Salik, tan sensatos, mientras venía de su escuela; he escuchado hablar español de bocas saharauis con todos los acentos autonómicos, como si ellos mismos encarnaran con naturalidad el diseño político del estado; he dejado de contar estrellas cuando se me han acabado los números que había aprendido en el colegio; he visto a algunas actrices, a las que quiero y respeto, leyendo manifiestos que hablan de vergüenza y de derechos políticos para que todo un pueblo pueda salir en los periódicos; he detectado la paradoja de una situación profundamente injusta, mejorada por la increíble capacidad de organización y subsistencia en cada jaima, en todo el campamento, un todo provisional con riesgos indecentes de hacerse permanente; he visto amanecer con mucho frío entre las piedras negras, muertas, de la hamada y he visto una elegíaca caída del sol en una carretera sin asfalto ni apellidos junto al monumento humilde a un cirujano que murió en un viaje solidario; y he visto el cine, por supuesto, que tanto me gusta, en una pantalla gigante que estrenaba miradas en ese campamento, manejado por unos proyeccionistas que hicieron con su oficio una exhibición y un lujo.

Todo eso, y tanto más como lo que todavía me asalta sin aviso — hoy, en un paso de cebra he visto a un camello y a un vecino con turbante; hoy le he pedido a alguien que no fuera tan deprisa–, no hubiera sido lo mismo sin la voz aquella noche de Mariem Hassan: en un segundo, su grito, con la generosidad de un volcán y la elegante caricia de la tela de su melfa, voló por el ala de la duna y nos llevó a todos de viaje, hacia dentro.

Ahora, he vuelto. Adiós a todo eso y al tiempo distinto, y a ese lugar donde el suelo es más extenso que el cielo que lo acoge. Habrá que acostumbrarse.

Foto, gracias Extrujado

La sal de la tierra

El sol sana. Es una locura siquiera pensarlo aplastado por el calor en medio del campamento saharahui de Drajla, en medio de ninguna parte. Las mujeres envueltas en sus melfas, las telas de cien colores en las que se visten, cubiertas sus cabezas como las de hombres, de turbantes que sólo dejan adivinar sus ojos, tapados todos de arriba a abajo. Yo, asfixiado. Pero Ahmedi me dice que, pese a todo eso, el sol sana. Pienso en los suecos y en una película reciente que absurdamente me pasa como un relámpago por la cabeza: una mujer cura su depresión con una lámpara para buscar fuerzas con las que orientar su vida.

Ahmedi es enfermero general. Y ha estudiado en Cuba, como su compañero, Ibrahim, el médico al que ha conocido aquí al lado Hernán Zin. Hoy ha venido de vista a la jaima, a ver a su familia. Habla con un leve deje caribeño, porque sus años cubanos dejan huella. En el campamentode refugiados he oído a saharahuis con acentos de Cádiz, de Zaragoza, de Barcelona, de Lugo, de Guipuzcoa. El español tiene cien músicas distintas. En el español de Ahmedi, despacioso, murmurado, muy pensado en la recámara de su memoria de estudiante, le oigo decir que el sol les cura y les defiende, que pese a las enfermedades de los ojos, y a las dificultades respiratorios, el sol le hace más fuerte, más resistentes. Y no es una metáfora. Refuerza sus defensas y acaba con sus anemeigos bacterianos. Menos mal, dice, que existe el sol.

Pero también existe la sal. He tenido que hacer miles de kilómetros para comprobar con los ojos y las manos lo que estudié en el primer colegio, que el Sáhara es un gran mar desecado. Un océano de sal. En este parte del desierto, en este campamento, la tierra, la arena es blanca y sucia. Y esta llena de sal. Por eso sólo crecen piedras. Y, con mucho, mucho esfuerzo, tomates, zanahorias, berenjenas. Hay dos hectáreas de cultivos intensivos alimentados de agua de los pozos y, al tiempo, envenenados por esa misma agua. A poco metros se puede encontrar el agua, y los pozos son relativamente abundantes en esta zona. Con ese agua se riegan esos huertos experimenatales, con goteos, con mucho cuidado. Porque la concentración de sal es tan elevada, tan exagerada que la planta corre riesgos, todos los riesgos, lo mismo que lo alimenta, lo aniquila. Al poco de dejar caer el agua, cuando la tierra se empapa, un borde blanco delata la sal, la amenaza. Hay cosechas desde hace poco más de un año en esos huertos experimentales. Y, pese al esfuerzo enorme, la experiencia se ha extendido y ahora hay más de trescientos pequeños huertos famliares que roban zanahorias a las piedras. Son minúsculas manchas verdes en el campamento, defendiendose de la sal, buscando el sol.

A media tarde, Ahmedi se sienta a mi lado. Hemos llegado hasta el centro del campamento, donde están los edificios administrativos, justo al lado de donde se levanta la pantalla central del Festival de Cine. Esperamos a que llegue la hora de la proyección. Mientras, la zona se va llenado de gente. Pasean, se encuentran, se citan. Hay un par de pequeños mostradores improvisados para los visitantes del Festival, y cuatro grandes tiendas tradicionales con artesanías. Más gente. Al poco el trasiego se convierte en agitación de un dìa de fiesta. Hace casi treinta años que existe este campamento. Ibrahim llegò aquì con meses, al poco de nacer, huyendo de los bombardeos de la Dajla original. Están en ninguna parte y todo conspira contra su supervivencia, contra su esperanza. Todo, incluida la sal de la tierra. Lo que más sorprende es que siguen viviendo. Se citan, se encuentran, pasean. «El sol nos hace fuertes» dice Ahmedi.

Va a empezar el cine. Eso ya es otra película.

Ficciones en la arena

Meto en al bolsa de viaje unos pequeños tarros de miel, cremas hidratantes, barras de labios, lápices, rotuladores, caramelos, ropa de bebé, libros leídos y queridos, algunas películas ( Los viajes de Sullivan, claro) que tal vez les gusten donde voy a dejar todo lo anterior. La lista de regalos de juguete la ha hecho conmigo Pepe T., que tiene el alma en el desierto y que otras veces ha ayudado a transportar hasta allí depuradoras de agua, ambulancias, camiones pesados o generadores de electricidad. Amigo desde hace más de veinticinco años, T. ha conseguido, por fin, que yo encuentre cuatro días para acompañarle a los campamentos de los refugiados saharauis, esa culpa enquistada de todos los gobiernos. He estado a punto media docena de veces y necesito las dos manos para contar amigos cercanos de todas las clases y colores que han ido y han vuelto a ir; en las casas en las que he vivido han vivido también hombres y mujeres del desierto mientras lo necesitaron hasta que luego volvieron a su tierra prestada, entre paréntesis; he escrito historias de niños del desierto de vacaciones en España hipnotizados con el espejismo de una piscina o dejando un reguero de mondas de naranja por el pasillo de un apartamento para que las cabras no perdieran la pista. Cerca de todo ha estado siempre Pepe T., tan improbable como imprescindible, arquitecto sin casa, gente con causa, racionalmente enganchado con el Sáhara, capaz de llegar tarde a doce encuentros, olvidarse de ti durante meses, quedarse ligado a la misma conversación, ejercer por igual la paciencia, el empeño y el desorden, sino el caos. Y la amistad, por supuesto. Y la dedicación de décadas a un pueblo que ha pasado por el destierro, la guerra, la negociación, la alta política, la intifada, víctima estancada de una esquina de la geoestrategia y cita de una menuda, extensa solidaridad de mantenimiento. En ese limbo es donde se abren hueco los generadoeres eléctricos y la miel. Y el cine. Hay un Festival de cine en el desierto. Ficciones en el enorme libro de arena para poder hablar de duras realidades. Y vamos juntos. Gracias por el regalo

(Me dice RV, que ejerce de jefe de manera elegante, que si puedo escribir me complemente con Hernan Zin. No hay problema: él es un profesional, un maestro del viaje y la solidaridad; yo sólo un invitado.)