José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Un poder de mentira

Dos notas sobre Borrachera de Poder, la película de Claude Chabrol: Vamos a ver, por una parte, de la reciente edición se Cahiers de Cinema /España.

«La materia que sinceramente le interesa al cineasta: el registro analítico de la presencia como máscara de la esencia, el trabajo que permite revelar la fisicidad como la piel equívoca y ambigua de ese organismo complejo y misterioso que una y otra vez se deja tentar por impulsos cuya dinámica propia acaba siempre por dominar a la conciencia».

Por otra parte, del suplemento Culturas/La Vanguardia:

«El cineasta sabe que los contornos del poder suelen ser difusos, pero la materialidad de quien lo ostenta o de quien lo padece es bien palpable. Interesado por los efectos del poder sobre el individuo más que por la naturaleza del poder en sí, el cineasta refleja la corrupción como algo que esta ahí, omnipresente y poco aprensible, claro síntoma de una sociedad viciada. Por eso prefiere centrarse tanto en la la intimidad de la pesquisa judicial como en la propia privacidad de la juez obsesionada por su tarea.»

A la segunda, lo he entendido. Mejor. El retrato que Claude Chabrol hace en Borrachera de poder de una juez rastreando basura de gama se centra, es verdad, en la metamorfosis que sobre las personas provoca esa peculiar embriaguez. Chabrol descuenta la corrupción en el relato y desiste de contarla con detalle: sólo es un magma, una estilo de vida, la forma en la que grandes señores con chaquetas adornadas con la Legión de Honor tomas decisiones, hacen negocios y sentencian: así son las cosas.

Chabrol acepta, pues, que es irrelevante contar bien la corrupción, desmenuzarla de verdad, denunciarla, como si aceptara de paso que la forma mejor o peor de narrarlo fuera estéril para para influir sobre el mundo que la produce. Y se centra, entonces, en la parte más débil, en la jueza que poco a poco se embriaga de poder y consigue cambiar, para mal, únicamente su vida. Para entonces otra forma superior de poder ha acabado con ese estado de irrealidad, con esa ficción que ha vivido sintiéndose tan poderosa.

El verdadero poder liquida, el de la toga sólo es un disfraz. Y el cine un apunte inteligente y sincero sobre todo eso, aún con el cierto desaliño y hasta hastío que desliza el estilo del último Chabrol.

La juez pública, fascinante Isabelle Huppert, armada sólo con su autoridad y unos guantes rojos, es implacable interrogando y ordenado papeles que dan luz a la trama corrupta. La juez privada, aún más fría Isabelle Huppert, fuma y duerme poco, pierde un matrimonio que no le interesa y descubre el sabor del fracaso. Los hombres que mandan fuman grandes puros, ella come regaliz en el juzgado. ¿Y entonces? Que les den, es la última frase de la juez Huppert. Así son las cosas.

Eva Joly era la juez que investigó el caso Elf, una trama de comisiones que en los últimos años del siglo pasado ( hace sólo una década) desajustó la Francia del lujo y la alta política. En 2003 buena parte de sus protagonistas recibieron altas condenas. La juez dejo dicho: «La corrupción es un sistema, no un accidente».

Adiós a todo eso

Delante del espejo cuando el niño se busca, cuando rastrea la imagen de su hermano desaparecido, lo que tenía que ser, lo que le ha impedido a él ser lo que pudo ser, me he visto a mí mismo en un salto de décadas mientras espiaba mis imperfecciones estallando delante de mis ojos.

Evocar es un triunfo al alcance sólo de historias excelentes, las que convocan una expedición por nuestras propias emociones.

El fin de la inocencia, la película de Michael Cuesta, que llega tarde y a escondidas, es un viaje triste, intenso, por una adolescencia cargada de dolor y de venganza; un tiempo de decisiones y de ejemplos, un excelente historia de soledad, crecimiento y violencia. He tardado mucho en aceptar que aquellas esquinas fuera de foco son mi firma. Yo estaba ahí, inseguro, herido, buscando donde no había, aprendiendo.Y, ahora, como padre, también lo estoy. Porque, al cabo, la peripecia de los dos chicos y de su amiga, la historias de amor, la de venganza y la de superación que se cruzan en la película, no son más que variantes de lazos entre padres e hijos y de como lo que somos deja huella, destruye o abre puertas.

Michale Cuesta, que firmó la resbaladiza L.I.E. y ha escarbado en varios episodios de A dos metros bajo tierra, sabe que se aprende a amar como a vengarse y que una pistola es siempre un mal final.

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Y una disgresión. Una debilidad, más bien. Llegue medio minuto tarde a la sala y ya habían pasado los primeros créditos. Cuando su rostro apareció yo no estaba muy seguro. Cada vez quiero saber menos de las películas antes de sentarme en la butaca así que no sabía que ella había vuelto. Es verdad, unos capítulos de Los Soprano, un relámpago junto a un culpable Vin Diesel, más televisión de la que no veo… y ahora estaba allí, a toda pantalla: una psicoanalista atenta, una madre descuidada, siempre con una afinación cercana y tan seductora. Para mí. Cualquier película con Annabella Sciorra es mejor. Mucho, cuando ella está presente.



Elegido por la locura

Un tipo graba el sonido de toda su vida, sus inventos, las discusiones con su madre, las conversaciones telefónicas, sus declaraciones de amor, sus sueños, sus pesadillas, las clases en el instituto, en la universidad. Cientos de cintas de casetes. Cientos. El mismo tipo descubre las películas caseras, el vídeo, y graba decenas. Y además dibuja, miles de páginas, de él, de sus hermanos, de su único amor profundo e imposible. Y hace canciones, cientos de canciones de amor no correspondido, transparentes, inquietantes, sin sobreentendidos. Las graba, por supuesto. Como puede. Y viaja, y por supuesto graba sus viajes. Y retransmite conciertos por teléfono desde el pabellón psiquiátrico en el que está recluido. Y la policía le detiene, y también hay documento sonoro. Y va y vuelve de casa de sus padres y de sus hermanos, y a la iglesia, por supuesto, siempre a la iglesia, y se lanza a Nueva York, y se pierde, y de todo queda registro, grabación, vídeo, dibujo, anotación, recorte. Y mientras, su fama se extiende: su extraña, empeñada y obsesiva fama, contaminada de delirios antisatánicos, infiernos bipolares, megalomanía y parálisis, química distorsionada del cerebro y conciertos como sermones. Y Nirvana, Pearl Jam, Wilco, Sonic Youth, Bowie, Tom Waits, le acogen, le graban, le respetan, le reivindican. Un culto. Y llega Matt Groening, el señor de los Simpson, y deja caer que la historia, desventuras, arte y miserias de Daniel Johnston, merecen una película. Un documental.

Con todo ese material, un torrencial y tormentoso autorretrato, un monólogo interior en todos los formatos, Jeff Feurseizg lo ha hecho. Con El diablo y Daniel Johnston ganó premios en el festival de Sundance de 2005. La película es, al cabo, mucho más que la mera ennumeraciòn de percepciones equivocadas y emociones aún más equivocadas, de un raro, de un maldito. Diez años de rastreo y testimonios cargados de ternura, dolor y admiración, para mirar de cerca al genio y al otro, saber de sus elecciones, de sus devociones, de todo lo que rechina. Un barrido por la demencia y la creación de un cerebro sin filtros, sin frenos, inocente y machacado, la construcción de un personaje que ejerce de tal desde el momento mismo de su conciencia.

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Tengo un amigo que padece trastorno bipolar. Un año quiso pintar todos los autobuses de color verde y que los taxistas repartieran flores. Escribía decenas de cuadernos y cientos de planes, Creó dos empresas convenciendo sólo con su entusiasmo inabarcable y una novia acechada. Un verano comimos langosta cada día. O eso creíamos. Estaba arriba, más no se podía; y temía siempre que en cualquier instante se desatara una tormenta y un rayo acabara con su vida. Luego estuvo tres años sin salir de casa, perdido, derrotado. Poco a poco, resucitó. La novia había vuelto con otro. Al fin, encontraron la justa dosis de litio y otras mezclas. Nos vemos media docena de veces al año. Todavía hacemos planes. Cada vez pinta mejor.

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Lo que se puede hacer con la imagen de la música.

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El monstruo está a este lado

Un grupo de soldados atrincherados en un puesto montañoso se dedica a perseguir rebeldes dirigido por un sádico capitán obsesionado por la tradición militar y masculina de la familia. Al destacamento llegan la mujer embarazada y la hijastra del capitán para ser atendidas por un médico y un ama de llaves que sirven a los soldados pero simpatizan con los rebeldes. La niña, superada por una realidad cruel y fatídica, se refugia en un mundo de fantasía, que al cabo no le salva de la maldad sin salida que la rodea.

Es decir, quitémosle a El laberinto del fauno el contexto de la guerra civil española. Y se puede seguir viendo. Incluso, mejora. El laberinto del fauno no es una película fantástica, o no lo es únicamente; es una tragedia, un western trágico. Sin las explícitas referencias al pan de Franco, a veces más ilustraciones o anotaciones al margen que esencia misma de la historia, la película se convierte más y mejor en una batalla entre el bien y el mal, la realidad y la fantasía, los monstruos de la imaginación y los de la vida, todo trenzado en una sola historia, la de Ofelia, la del sacrificio de una niña valiente, inocente y sabia para cumplir el destino que la espera. Hay mundos tan terribles que ni siquiera la fantasía puede derrotarlos.

A la salida del cine, echamos de menos tal vez un poco de sentido del humor que hubiera hecho más resbaladizo al villano implacable, todavía mejor personaje entonces, todavía más sugerente la película. Guillermo del Toro, que escribe, produce y dirige la historia, da mucho cine, muchas pistas de cuentos y misterios, mucha grieta para que el espectador imagine y vea en cada plano lo que la historia cuenta: la gasa para curar la boca desgarrada del capitán y que se empapa de aguardiente; el reloj que marca el tiempo de su permanente venganza, los ojos fascinados de Ofelia ante el horror verdadero.

A la salida del cine, hablamos de los mexicanos, de los directores mexicanos. De Ripstein; de Cuarón, de González Iñárritu, que llegan en nada con Hijos de los hombres y Babel; de Al otro lado, el documental de Natalia Almada sobre la frontera que acaba de ganar el Festival de Miami, o de Ignacio Martínez, que se ha atrevido con Malcon Lowry. De Reygadas, de Guillermo Arriaga, el guionista, claro.

Hace poco alguien que se dedica a pensar razones para las cosas del cine se preguntaba por qué son tan buenos los mexicanos. No las sé; para tratar de responder me conformaría con leer sus periódicos e imaginar su mundo. Un maestro mío en el periodismo decía que son los últimos españoles que quedan. Tal vez por eso el fauno se enfangue en las trincheras.

Son un verdadero ciclón.

Gracias por no ir al cine

¿De qué está hecha la información? De retazos sabiamente administrados. O sea, de spin, ese concepto anglosajón que también supieron manejar Tony Blair y Alaister Campbell en sus buenos tiempos y que se cuece de siempre en las oficinas del ala oeste de todos los centros de poder. Más o menos podría ser definido como la emisión, transmisión o divulgación de comentarios o acciones de un hecho o persona, de manera parcial y tergiversada para influir así en la opinión pública: retazos sabiamente administrados que provoquen desconcierto en el contrario. Vamos, mentir, un poco, lo justo; lo eficiente. Por ejemplo, decir que los fumadores mueran de cáncer no le interesa a las empresas de tabaco, porque eso les resta clientes, con lo que no puede haber relación directa entre el tabaco, el cáncer y los intereses comerciales de los que los fabrican. Ergo, no está demostrado que el tabaco provoque cáncer.

A eso se dedica el protagonista de Gracias por fumar, una comedia levemente ácida, rápida e inteligente (tambien levemente falsa: a nadie se le ve fumar) que cuenta la caída del caballo de un maestro de la cultura del spin cuando sus técnicas le estallan en las manos, el más brillante de todos esos ejecutivos de escuadrones de la muerte. Así se definen a sí mismos los portavoces de los fabricantes de alcohol, armas y tabaco cuando, una vez por semana, se reunen para comer y competir, con cinismo desinhibido, sobre quien de sus sectores es el que más muertes provoca.

Están orgullosos de su oficio que, de paso, les sirve pagar la hipoteca: esas exhibiciones del trío son los mejor de la película, junto con el desparpajo retórico del protagonista, que no negocia, dice, sino que razona. A su manera, desde luego, capaz de servir al tabaco, a los grandes contaminadores o las exterminadores de crías de foca, si se lo ofrecieran. Nada de lo políticamente incorrecto le es ajeno porque la libertad de elegir sabiamente administrada es su territorio, y aunque la película se reblandece en su parte final, tocada por los miedos del protagonista a dejar de ser un buen padre, (como José Bono) yo la recomendaría a los ejecutivos de las alas norte, sur, este y oeste, de la calle Ferraz, esquina Moncola, para que aprendan a administrar tiempos y retazos y vender lo invendible. Los políticos van poco al cine. A otros, como Ruiz Gallardón, desde luego, no les hace falta. El se limita a dar las gracias.

Por cierto, Christopher Buckley, el autor de la novela original escribìa discursos para Georges Bush padre. Pero estoy sguro de que los puede escribir para quien mejor le pague la hipoteca.

La vanguardia va a la luna y vuelve

1.Laurie Anderson se pasea por España, escalas en León, Madrid, Gerona. La mujer que vale para todo, para dar clases de escultura asiria, o hacer música con explosivos, la juglar tecnológica que ha firmado con Burrowhs, Brian Eno, con Philip Glass, o Lou Reed, por supuesto, (ahora comparten intimidad) y que ha hecho de la tecnología su altar, llega ahora ligera de equipaje. Ya no necesita dos caminones cargados de aparatos, ni grandiosas pantallas. Se conforma con dos mochilas y un violín. Y su relato, por supuesto. La mujer multimedia que deslumbró a principios de los años 80 con una llamarada pop – aquel Superman antibelicista- vuelve ahora para pensar y recitar sobre la guerra, el nuevo terrorismo y la pérdida del mundo tal como lo conocemos, el tiempo y como pasa: The end of the moon. Todo eso después de haber estado casi en la Luna, buscando el arte entre los científicos de la NASA como artista residente. ¿Qué encontró allí? Todavía no lo sabe, porque arte y ciencia tienen mucho en común: ambos no saben qué están buscando, dice. Lo encuentran, en todo caso. Su último gran descubrimiento del siglo XXI: lo mínimo, la miniaturización, la sencillez, la pureza.

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2. En Barcelona, en el Museo de Arte Contemporáneo, también rastrean la pureza, la primera mirada. Pocas palabras, la misma música que acompaña a Laurie Anderson, y miles de imágenes, entre ellas las de Stan Bakhage, uno de los grandes del cine experimental, sin sonido, sin narración, que a principios de los años 60, ya buscaba la inocencia, trasladando el expresionismo abstracto a sus películas. Pintó los fotogramas, los rayó, hasta encontrar la esencia de la imagen, de la mirada, la luz :

«Imaginad un ojo libre de las leyes de la perspectiva creadas por el hombre, un ojo no influido por la lógica compositiva, un ojo que no responde a los nombres de las cosas, sino que debe conocer cada nuevo objeto descubierto en la vida a través de una aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en un prado para el niño que gatea, ignorante del verde? ¿Cuántos arcoiris puede crear la luz para el ojo que no ha sido educado?»

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3. Cincuenta años de distancia para llegar al mismo sitio.
Nos llegan las viejas vanguardias neoyorquinas y allí rastrean los surcos de nuestros clásicos.

Al final, los pequeños, los raros, los otros, terminarán compitiendo en los museos.






Tres en blanco y negro ( y una obra maestra.)

Hay mucho cigarrillo humeante en Buenas Noches, buena suerte, la película de George Clooney a propósito de las peripecias del periodista Edward Murrow frente al senador McCarthy, que ahora se edita en DVD. Con pulso de documental estilizado, la precisión de una ficción medida y una blanco y negro de seda, hay además de tabaco, defensa de la libertad de expresión en plena caza de brujas, miserias políticas, personales y empresariales, y unas interpretaciones de lujo, con Oscar para David Strathein. El humo. Ese humo que ha cegado los ojos de más de uno. A más de una.

Otra caza distinta es la que emprende Ethan Edwards, es decir John Wayne, para vengar a su familia y rescatar a su sobrina en los Centauros del desierto, de John Ford. El pretexto para volver a ella, a ese viaje de ida y vuelta al odio y verdad de un perdedor, es que cumple cincuenta años y se puede ver con la transferencia digital de los colores de su imagen y de la banda sonora restaurada. La edición presenta, además, dos documentales, uno con la voz de John Milius, y archivos televisivos de la época. Y, sobre todo, un audio comentario de Peter Bogdanovich, catedrático oficial del mundo de Ford. Bogdanovich que fue niño prodigio y hoy es psiquiatra en Los Soprano, lo sabe de todo del asunto y lo ha dejado por escrito y en una documental histórico, Directed by, rodado en 1971, el año de The Last Picture show, su obra maestra y elegíaca en blanco y negro sobre el cine.

Y otro mito, menor, desde luego, pero igualmente poderoso: La soledad del corredor de fondo, firmada en 1962 por Tony Richardson, uno de los nombre de referencia del Free cinema inglés, aquel movimiento que también cumple medio siglo y que abrió una ventana de realidad en las pantallas, semilla para Frears, Loach y demás. Una historia de actitud, delincuencia y rebeldía. Una cine amargo, pero intachable. Está en los quioscos, barata, imprescindible, al alcance la mano.

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«El advenimiento de la modernidad líquida ha impuesto a la condición humana cambios radicales que exigen repensar los viejos conceptos que solían articularla. Zygmunt Bauman examina desde la sociología cinco conceptos básicos en torno a los cuales ha girado la narrativa de la condición humana: emancipación, individualidad, tiempo/espacio, trabajo y comunidad. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo tiempo. La pregunta es si su resurrección -o su reencarnación- es factible; y, si no lo es, cómo disponer para ellos una sepultura y un funeral decentes.» Ahora lo entiendo. Ser cualquier cosa. La publicidad es la madre de la ciencia



Afortunadas imperfecciones

He ido mucho al cine en las últimas semanas. No todo lo que quisiera, desde luego: en los huecos, por supuesto. Disciplina, supongo. Pero sigue siendo tan poderoso sentarse y quedarse a solas frente a la pantalla que casi siempre se desvanece la obligación, la prisa, el oficio, o lo que se le parezca, y queda sólo el gusto de poder estar ahí: en los detalles, sin esperar demasiado para aprovechar las imperfecciones, lo que hay. Todo para encontrar cinco nuevas películas -cinco ficciones- españolas que me han quedado en la cabeza. El taxista ful, un invento, un falso documental o no, sobre un hombre que roba taxis de noche y los devuelve de día, una parodia profunda, radical sobre la precariedad y los nuevos anarquismos. AzulOscuroCasiNegro, el color impreciso del traje que significa el triunfo, la normalidad laboral, la posibilidad de un afecto ordenado, de futuro. Y su renuncia. La noche de los girasoles, un drama en lo que queda de mundo rural, con un juego de thriller, un milimétrico puzzle narrativo y una mirada sobre la violencia, escueta, verosímil y reflexiva. Remake, o como las generaciones se odian, se pudren, se enfrentan y se necesitan, y como una cámara activa las encuentra. Lo que se de Lola, una apuesta radical, excesiva sobre la mirada y como puede otorgar la vida a lo que se mira, a lo que se ve. Y Cabeza de Perro, una historia de amor e iniciación, casi una parábola sobre la diferencia, con una estética y unas formas que la hacen producto de ahora mismo.

Todas son imperfectas, es verdad: por exceso, algunas; por timidez o porque se desinflan al final, otras; una porque mantiene a veces una presencia irritante del estilo que sin embargo presume de esconderse; también, por enfáticas, o por que en algunos momentos se gustan demasiado. Se que me faltan algunas, pero todas, todas sin excepción, tienen más voluntad narrativa, más credibilidad, más riesgo, más preguntas, más innovación, más cine, en suma, que los derroches con que la industria y el márketing nos ha inundado este año.

Empiezan los movimientos para retocar las normas legales con las que se hace el cine. Hablan los de siempre. Estaría bien que buscaran a los nuevos nombres para saber de dónde sopla el viento.

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La astrología no es una ciencia exacta. No es una ciencia. No es. No. La biología, sí.

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Cuentos de almas

Cabeza de Perro es una película sobre el alma. O sobre el cerebro. O sobre la electricidad. Sobre como el amor puede conectar todo eso que a veces se escacharra. Y es, sobre todo, un cuento. Santiago Amodeo, tiene 37 años, y escribió la película después de obsesionarse con Vladimir Propp, que fue un señor ruso sabio y paciente que a principios del siglo XX se dejó los ojos en leer una y mil veces cientos de cuentos populares hasta que encontró el gen de la fantasía, el núcleo, y el orden y la forma en las que está hechas todas las historias. Amodeo cruzó esa geometría fantástica con el despertar de un adolescente al que a veces se le descarga la cabeza y al que su familia protege como a una delicada pieza de cristal. Un azar le desamarra de los mimos y le ata a la libertad, le lleva al Madrid de las obras, los luminosos, las horas muertas y los encuentros inesperados Y ahí sus desconexiones -de repente, en un chispazo, ni ve, ni oye, ni habla, ni recuerda- sin el algodón de su familia, le dejan definitivamente, a la intemperie.

Cabeza de Perro es un viaje de iniciación y hay una bruja, y un falso héroe, y un agresor y un consejero, y fechorías, pruebas, engaños y regalos, todo lo que tiene que tener un cuento, hasta la voz de un narrador que, a veces, molesta como un espejo retrovisor. Y, claro hay una princesa, tan desconectada, tan fuera de sitio como el chico. De eso se trata, al cabo, de si el chico y la chica se juntan. Y para eso Amodeo hace un cine y enseña un Madrid con otros planos y otras ópticas de las vistas, y coloca una música que no se oye a menudo en otras pantallas y busca sonidos con su propia marca. Además, Juan José Ballesta se sale del corsé barriobajero al que se veía condenado y tiene la inmensa suerte de encontrar a Adiana Ugarte, que le deslumbra, como a cualquiera. Con ellos dos Amodeo nos da una historia sobre padres e hijos, únicos y diferentes y sobre qué es y cómo se es normal, y si se puede.

Amodeo deslumbró a muchos, a mí, por ejemplo, con Bancos un potente cortometraje que firmó con Alberto Rodrìguez, el hombre de El traje y de Siete Vìrgenes, con el que también había hecho El Factor Pilgrim, una desinhibida artesanía pop. Luego llegó Astronautas, donde como aquí, se atrevía a contar una historia realista con elementos y estéticas de ahora mismo. Hay efectos visuales, y cámaras distorsionadas, y sonido editados sobre y, sobre todo, una apuesta diferente, personal y nada impostada por hacer otro cine que nos guste. Amodeo es de Sevilla del mismo barrio que Jonze, Michel Gondry o Paul Thomas Anderson, por ejemplo. A mi me ha gustado. Si tuviera 20 años, todavía más.

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Como en los buenos, en los mejores cuentos, el final de Nueve Vidas, la última historia, el último plano, obliga a volver a mirar la película de otra forma. Nueve historias de mujeres, en tiempo real, pero con misterio. Al fin y al cabo, y así se dice, nada hay más real que un espejismo. A Rodrigo García, hijo de su padre, le han enseñado muy bien la necesidad de ese chasquido final.

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Claro, la genética es un grado.

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Cosas que pasan en los rincones. Hay cuentos que terminan mal. En una rincón de esta exposición en Barcelona, de Malick Sadibé, las promesas que no se han cumplido en Africa. Algunas ya nunca podrán cumplirse.







Grande, grande. Pequeño, pequeño

El Gran G., el amigo, se ha cansado de los grandes grandes macro festivales de verano. Y de invierno. Durante años peregrinó de primera línea en primera línea de escenario. Soportó atascos, tormentas, piedras debajo de la tienda, baños atestados, autobuses machacados, barro, sangre, sudor, retrasos y entradas de varias rayas. Pagó para ver a los mejores, a los más nuevos, a los diferentes. Ya no más.

Es esos años se dió gusto al oído, es verdad, con lo que mejor que pudo descubrir. Cuando entonces llegaban los grandes grupos había noventa, cien minutos para recordar. Ahora, sólo cuarenta, si son tantos, a toda velocidad, sin posiblidad para la degustación. Los grandes grandes macro festivales se han convertido en acontecimientos y sólo es el gran acontecimiento el que funciona. Y ya ni siquiera son Glastonbury, o Woostoock, o Monterrey, o Canet, que le contaron los de más memoria. Este último verano, por ejemplo, hay que acordarse, hubo listas largas, repetidas como deudas. El Gran G, que pisó todas las pistas de barro se ha cansado de los acontecimientos y de que la música que a él tanto le ha hecho moverse se haya convertido sólo en la cara B. Ya no le gusta ese formato. El gran formato.

El Gran G. necesita una cura. Música en la intimidad. Que le quieran. Necesita el Festival Minúsculo. Ironía y delicadeza improvisada en cinco, diez, no más de quince minutos, en la distancia corta, para recuperar la respiración y el gesto. O eso dicen. Música al oído. Un artista improvisando con todo, saxofones ordenadores o guitarras, y cualquier cosa, carpetas, mecheros cinturones con hebilla, y seis oyentes. Puede escoger. Pablo Rega, Ricardo Massari Expiritini. Ingar Zack. Wade Matthews, grandes improvisadores para nano-audiencias. Todo a lo pequeño, menos las colas. Si no entra, le dejo una pista.


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Las salas de cine pierden espectadores, vale. Pero el cine no. Y menos el cine a lo grande: hay que buscar en los sitios adecuados, y servirse uno mismo.

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En Elástico también les interesa lo grande y lo pequeño. Micro personajes sobreviviendo en la ciudad. Macro realidades de Ron Muek para mirarnos de cerca.

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Cosas que pasan en los rincones.Durante meses Rubén Roque Darío picoteó trabajos y esquivó como pudo la ausencia de papeles. Luego le cayó una mala racha y estuvo husmeando las calles sin ser visto y contando las heridas del techo de una habitación prestada. Pagó y cuando se acabó lo que le dieron improvisó una comida con los restos que quedaban, despedida, última deuda. Le pidieron más así que improvisó más y llegaron entonces aproximaciones y variaciones del ajiaco y el congrí, los tostones, la yuca salcochada, y luego el vigorón y la sopa de mondongo con lo que había y la chica de maíz, y más tarde la pepitoria de chivo y la bandeja paisa y el pan de bono, más o menos. Grandes veladas. Meses viviendo a cambio de la mesa puesta, inventando para seis.

Luego, por fin, llegaron los papeles. Y un contrato: pequeños rituales repetidos cada día en un rincón.

Ya no pudo inventar nada.

Gracias