José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Archivo de marzo, 2007

La revolución es ser otros

En algún lugar de las estanterías dos docenas de cintas de HD almacenan casi cuarenta horas de grabación de las tardes en las que los actores del grupo Animalario estuvieron en el Sanatorio Esquerdo trabajando para preparar el Marat Sade que representan estos días en el teatro María Guerrero. Horas que habrán de servir, si logramos romper algunas barreras burocráticas, para recuperar las experiencia de las representaciones teatrales que hace un siglo se celebraban en el sanatorio y que encajaban con lo inventado por Sade en el siglo XVIII y lo escrito por Peter Weiss en 1964.

Los internos aceptaban las visitas como de niño se recibe la nieve. Era una fiesta. Y sumisos se entregaban a todos los juegos, las tramas y las trampas teatrales; participaban con entusiasmo de permiso en gritar su nombre, representar París, dar la vuelta al mundo, encontrar pareja, soñar despiertos. Todo en un instante y con una verdad absoluta, inocente, si aceptamos esta palabra como antónimo de lo profesional, lo elaborado. Dieron muchas pistas durante las horas en las que dejaban de ser sólo ellos mismos. Los actores, y Andrés Lima, su director, hicieron con ellos una búsqueda honesta, horizontal, observando las razones mínimas de la locura, sus resortes, sus formatos. No salieron indemnes. Debajo de todo, de los juegos, de las representaciones, siempre aparecía un brillo mate de dolor, de enfermedad, de miedo, su impotencia final frente al mundo. Y ellos, los que venían de fuera, los otros, lo cazaron.

En la furiosa, agitada , a veces despistada, recuperada versión del texto de Alfonso Sastre sobre el original de Peter Weiss que ha levantado Animalario, en sus preguntas sobre la revolución y sus dolores, en el estupor ante la capacidad de digerir los más ásperos reparos que tiene el mundo de cada día, están muchas de las miradas perdidas, los espasmos incontrolados, los pies arrastrados, el tiempo ensimismado y el grito fuera de tono que compartieron durante dos semanas actores e internos. Rastros del énfasis de lija, lúcido y paranoico de Pedro Casablanc, del susurro equívoco, magnético y resbaladizode Alberto San Juan, de la fiereza compacta, instantánea y muy peligrosa de Roberto Alamo, del extravío hipnotizado por quién sabe que telarañas de Natalie Poza, de la endeblez cándida y rota de Fernando Tejero, de la agitada insolencia de Javir Gil Lázaro, de la corrección controlada de María Alfonsa Rosso, están ahí, en las cintas grabadas mientras se preparaba el espectáculo de Navidad de los Internos del Sanatorio Esquerdo.

Retrasé durante semanas la cita en el teatro. Y ayer, por fin, después de ver la Persecución y asesinato de Marat representada por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del Señor de Sade que a finales de los años sesenta desató turbulencias en Europa, a mediados de los setenta provocó descargas policiales en Madrid y que ahora a principios del siglo XXI es afortunadamente puro teatro –»actual», dice Alfonso Sastre, «hoy que las sociedades humanas son fábricas de locura»– me he acordado de la inocencia quebrada de R., de la pesadumbre de siglos del Gran E., de los ojos atravesados de O., del resorte cerebral desajustado de A., que siguen entre las paredes de su vida definitivamente psiquiatrizada, de su dolor sedimentado, medicamentado y sordo.

Por eso, por encima de la recuperación teatral casi arqueológica, brillante y sin ceder a demasiadas tentaciones de agitación coyuntural, más allá del debate todavía veraz y sinuoso sobre los métodos para ser distintos de lo que somos, de las batallas entre pasión y revolución, utopía y supervivencia, escepticismo y acción, individuos y estadística, por encima de las dudas sobre los engaños coronados, los terrores establecidos, la anestesia obligatoria, el desconcierto en la dirección de la furia, ahora, mientras escribo, me vuelve sobre todo aquella fiebre de los internos, de los pacientes, por jugar al teatro, por representar, por ser otros, los otros: la verdadera revolución. En los agradecimientos de la compañía ellos son los primeros de la lista.

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El loco Kokol, a gritos, y con él Miguel Rellán, detiene la representación y, encajando a Leopoldo Panero entre Marat y Sade, dice:

La Humanidad a lo largo de los siglos
nunca se ha planteado una pregunta
¿qué es el dolor? Y ello por cuanto
el enigma del dolor reenvía al acuciante
problema del otro, del prójimo
que está ahí mudamente ante nosotros,
y es probable que exista.









El caballero protagonista

Cine sobre cine. Y sobre literatura. Y sobre mucho más. Michel Winterbotton se atreve con el Tristram Shandy, el clásico inglés de Laurence Stern. Nos reímos con su apuesta por cazar el espíritu del libro y sobre las quiméricas peripecias que plantea rodar una película con esos mimbres, adaptar lo inadaptable, es decir lo que convirtió al libro –heredero de Cervantes y de Rabelais: nueve tomos de hace 250 años– en una referencia para el oficio y la libertad de contar historias: un laberinto inacabado con la disgresión como norma, las citas y la autoreflexión como estilo.

Y la falta de trama, claro. En un pequeño ensayo Milan Kundera recuerda que Sterne renuncia absolutamente a la story, es decir, al encadenamiento causal de actos, gestos y palabras que pretende ser constitutivo del sentido y al esencia de un relato, y que la novela «no es más que una una única disgresión multiplicada, un único baile alegrado por episodios cuya unidad, deliberadamente frágil, singularmente frágil, esta tan sólo hilvanada por algunos personajes originales y sus acciones microscópicas, cuya finalidad hace reir».

Con un poco de todo eso, a mí me hizo reír. Como en el libro, poca información sobre la vida del caballero Shandy y muchas más sobre las opiniones de su padre, las obsesiones de su tío por las narices y las batallas, el modo de vida del siglo XVII… y las dudas, quebrantos de su protagonista y del equipo que rueda la película. No tendrá trama pero que una película te permita hablar de la paternidad y el fracaso de aquello que planeas; de la ficción y como se fabrica; del amor y de la infidelidad; de por qué se hacen las películas y para quién; y que utilice para todo eso desde el color de los dientes hasta las imitaciones de Al Pacino, desde las citas de Bresson para hablar de la guerra y sus metáforas, o de Fassbinnder y los oficios del amor, hasta los nombres de los personajes y de los actores; desde las ilustraciones musicales – el Nino Rotta de Fellini, el Haendel de Barry Lindon- hasta la oportunidad histórica y dramática de los trajes o la altura de los tacones, y que lo haga todo de manera ligera y sin un ápice de pedantería, no está nada mal.

Que no se me olvide. En la muy recomendable24 horas Party People, el falso documental, o la ficción realista de Winterbotton sobre la escena musical de Manchester en los años 80, el protagonista, Tony Wilson, hablaba a cámara y se quejaba de su condición: «soy secundario de mi propia vida». Ahora, con el Tristram Shandy, hemos subido de categoría, y Steve Coogan, el mismo actor, se jacta de su condición: «soy el protagonista de mi propia historia». Las dos historias, por cierto, tienen el mismo guionista: Frank Cottrell Boyce:que tenga también su protagonismo.

En tu casa o en la calle

El catedrático de ética de Universidad de Barcelona, Norbert Bilbeny, se preocupa al escarbar en los tres estratos de las grandes ciudades: el escaparate de arquitectura para turistas y negocios; los barrios discretos para ancianos empobrecidos y parejas ricas con un hijo, y los barrios guettos con pisos patera para los nuevos infra asalariados venidos de fuera. Y yo me preocupo de que su sensatez de esconda en las páginas pares de los periódicos, arrasada por la histeria de la política de poder de todos los días.

Lo que más preocupa hoy a la gente se produce y resuelve en las ciudades: el acceso a la vivienda, la convivencia intercultural, el transporte ( por la distancia entre trabajo y domicilio), las oportunidades de educación, la seguridad en las calles, el civismo, la calidad ambiental. Todo eso ha pasado a ser igual de preocupante que el terrorismo, la precariedad laboral o la corrupción. Si los gobiernos municipales, con el apoyo estatal, no acometen un proyecto de ciudad, la extrema derecha y el fundamentalismo harán, pero mal, esta inaplazable tarea.

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Y, mientras se piensa así en Barcelona, y en alguna parte muy peculiar de Andalucía se inventan distintos precios de mercado, al otro lado en La Coruña, un grupo de arquitectos y urbanistas se replantean desde hoy el aprovechamiento de los espacios de las ciudades como lugar para extender y compartir lo privado. Hay que pensar las ciudades. Cuando el modelo económico y urbanístico ha dado lugar a una explosión de hipotecas, corrupciones y terrenos vírgenes invadidos por el cemento, cuando la tecnología y el modo de vida han convertido los territorios íntimos en cada vez menos privados, y las calles y espacios públicos en más privatizados, privilegiados y vigilados, ellos se hacen preguntas:

¿qué clase de experiencias domésticas pueden tener cabida en el espacio público? ¿cuáles serían sus formas de apropiación y gestión? ¿cómo se podrían aprovechar para conseguir otros objetivos sociales desde un punto de vista más filosófico? ¿cómo cambiaría el paisaje urbano si las actividades de una vivienda o un trabajo formaran parte de lo que hoy entendemos por espacio público? ¿podríamos llegar a pensar en escuchar nuestra música, organizar una cena con amigos, asistir a un ciclo de cine o asearnos en el espacio público? ¿qué usos, hoy no satisfechos por dicho espacio público, podrían implementarse tras una simple reflexión arquitectónica teniendo en cuenta el estado socioeconómico y tecnológico actual? ¿podría ser esto una forma de dinamizar y dar uso a la ciudad de una forma flexible y continuada?

Puede que no encuentren las respuestas. Pero, por lo menos son preguntas, preguntas distintas.



Espejos

La policía detuvo a dos jóvenes menores de edad acusados de romper decenas de espejos retrovisores.
Tenían menos de 17 años y ya les perseguía su pasado.

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El candidato dice que es distinto ver los datos desde un despacho como en el pasado que estar dentro de una casa apuntalada sin ninguna respuesta municipal. El candidato dice que ahora está poniendo rostro a los números. El candidato dice que la realidad es un espejo impactante, pero también enriquecedor.
Habría que ser sólo candidato; jamás ganar, para no perder el contacto con la realidad.

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Después de todo un día de candidato, después de perseguir malhechores, después de declarar esposado en comisarias y juzgados, después de tanta realidad, el estrés no dejaba que llegara el sueño. Entonces imaginó que ganaba, que no había más nadie al que detener, que no quedaban policías ni espejos retrovisores. Y se durmió: los cuentos son el mejor somnífero.

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Fui al cine. Pero antes de lo que yo había elegido me obligaron a mirar en el espejo de la pantalla una historia de trasplantes en un hospital idílico, otra sobre el agua en unos pantanos de ensueño, otra más sobre una carretera con un diseño de portento, otra de emigrantes impolutos en un ambiente de quimera, y aún otra sobre sobre un parque ideal robado al ruido… Hubo un tiempo en que hubiera gritado, protestado, pataleado, como entonces. Pero me dormí, claro, los cuentos y la publicidad política con el dinero público son el mejor somnífero.









Lo que nos hace ser europeos

En Bruselas, en el corazón de la Europa política, un parque temático ofrece desde hace tiempo en 350 maquetas, desde el Vesuvio hasta una plaza de toros, desde el Big Ben hasta la Acrópolis, un lego de nosotros mismos: una mini-europa de monumentos jibarizados que pretende trasladarnos el aroma de Europa.

Entre las callejuelas monumentales, haciendo cuentas, se cuela lo que, según los que miden, nos hace ser europeos: un banco, que nos controla la hipoteca;una sentencia, que trajina con deportistas; un estilo de estudiar sin fronteras; una manera de volar y una manera de vender y comprar; una moneda dos dos caras, por los menos; una policía con 27 uniformes; unos millones a fondo invertido; unos cultivos medidos, tasados y un pasaporte del mismo color para unos contornos que se transparentan.

O sea, los grandes asuntos; fútbol, comida, turismo, seguridad y euros, la materia de la que Europa está hecha, lo que se puede medir. ¿Dónde quedan, yo que sé, Kundera, Pessoa, Duras, Paddy Malone, Felllini, Dulce Pontes, Lars Von Triers, Bacon, Moebius, Esa-Pekka Salonen, Elsa Morante, Frears, Belle & Sebastian, Besson, Kieslowski, Amélie Nothomb, Fatih Akin, Carla Bruni, Magris, Paolo Conte, Agnès Jaoui, Arvanitaki, los Monty Phyton, yo que sé? ¿Cómo se mide lo suyo, su aroma?

Rebotes

Para empezar, en casa tampoco somos neutrales. Pero en la escaramuza entre prisa y pp todo empieza por una duda, una percepción del futuro sobre el negocio. ¿Y quién gana más con el rebote?

Hay mucho más país que el que tienen en la cabeza y otros mundos además de su mundo hipertenso y amarillo.Los miedos de uno, me temo, son el espejo de la certeza de los otros. La revancha frente a la imposibilidad y a la decisión de ser de verdad de derechas, moderno y laico. Tal vez porque ese sitio ya esté ocupado.

Para eso habría que leer las otras páginas. Pero da la sensación de que ellos sólo se escuchan a sí mismos; a este paso se acabaran autoconsumiendo. O no tardarán demasiado en pedir árnica. Espero.

Me voy a la calle. Parece que hoy sí que es verdad la primavera.

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Mastretta a la vista

Es tiempo de pactos. Ja, se reirán muchos. Hablo de pactos con uno mismo. De hacer lo que a uno le sale, le place y le complace. De citas clandestinas con la memoria, de aceptaciones y realces. Y hablo de música, en este caso. Si a uno le gusta, pongo por caso, la sabia elegancia de Ellington, la melancolía arisca de Piazzola, la intensidad sin concesiones de Aníbal Troilo, el tintineo popular y verosímil de Nino Rota y y el ácido de Kurt Weill, la apuesta desnuda de Edith Piaf, el clarinete inquieto de Sidney Bechet, la energía inabarcable de Louis Amstrong y la íntima de Fela Kuti, la irreverencia de Cuchi Leguizamon, la seda de Joao Gilberto y Tom Zé, el desparpajao bailonguero de Renato Carosone, las ilustraciones cínicas de Randy Newman, la gravedad noctábula de Tom Waits y la tolerancia de Lexter Bowie , la armonía de melodrama según Agustin Lara o Bola de Nieve, la infidelidad popular de Bela Bartok, el callejeo de Charles Trenet, la sorpresa en cada nota de Thelonius Monk y el apasionamiento desbocado de Tchaikovsky, si te gustan todos juntos y a la vez, y todos te han influido, puede que el pacto sea complicado pero, desde luego, nunca para resultar indiferente. Y también que el resultado de esa herencia arrope una banda sonora como para irse de viaje sin saber exactamente donde le esperan, si es que te esperan, bailar muy tarde en la noche, escuchar historias con posos marinos, confesarse, mirar como se apaga la última bombilla de la fiesta con la calle barrida por las primeras horas del día verdadero, recordar sabores de infancia, de cualquier infancia, deseos nuevos. Lo que me gusta de la música de Nacho Mastreta es que siempre vence a la rutina, que torea a la inercia, que se expone, que se preocupa mucho más de hacer que de vender. Dónde hay que firmar. Y que sabe pactar con su memoria, con su (buen) gusto, ahora con un estilo de traje y sonrisa larga. Le había oído de refilón en las películas, a la vuelta de una esquina en una radio -nunca hay que dejar de escuchar la radio- de pan en los bocadillos mentales de Ajo, su micropoeta de guardia, en discos cazados en casas de amigos, en un dvd de aniversario. Ahora tiene una banda de diez músicos, diez arreglos, una receta de alta gama que se inventa cada vez que se cocina en un escenario. La otra noche, apoyado en la barra de un bar, pactando conmigo mismo, me la zampé. Y pienso repetir.

Somos mafiosos

Pocas veces un concepto ha valido para explicar tantas cosas.

El principio mafia exige absoluta solidaridad y devoción e incluso disposición al sacrificio por el propio grupo, combinada con un total desprecio y falta de consideración hacia los otros grupos. El principio mafia, aplicado a la raza, conduce al racismo; aplicado a la nación, conduce al nacionalismo; aplicado a la especie, al especieísmo. El antropocentrismo moral es el especieísmo de la especie humana, que combina los nobles sentimientos hacia nuestros congéneres con una abyecta falta de respeto y consideración moral hacia las otras criaturas.

Me gustaría estar hoy en Barcelona donde se empeñan en pensar sobre el presente y las transformaciones científicas, tecnológicas, artísticas, sociales y espirituales de ahora mismo para aprender con los cinco sentidos humanos de Jesús Mosterín y Peter Singer hablando de bioética, moral y comportamiento.
La absoluta solidaridad con el grupo, la devoción y la disposición al sacrificio por los propios y el desprecio por los otros, lo he visto aplicado en empresas, equipos de fútbol, fans musicales, editoriales, productoras de cine y de televisión, periódicos, comunidades de vecinos, parroquias, pandillas adolescentes y, claro, la familia. Como poco.

Si nos descuidamos, todos somos mafiosos. Acabados los grandes sistemas de pensamiento, al parecer quedan conceptos que todavía pueden explicarnos de manera universal.

¿Contra la mafia?: terapia para aceptar al otro y un poco de ácido sobre uno mismo. En Vanity Fair, David Chase, creador de Los Soprano, (se anuncian los episodios finales) da lecciones sobre silencio, tiempo y ritmo para contar mejor a las familias que rezan unidas y perderle el miedo a esos relatos. Y Annie Leibovitz retrata diez temporadas de un drama televisivo que acabará en los museos y que maneja, al parecer, el concepto clave para explicar la humanidad.



Un jefe desobediente

Cumple cincuenta años y decide hacer lo que de la gana. Como siempre. Ponerse a prueba. Y saltarse los límites. Como siempre. Me gusta que Lars Von Triers sea el primero que rompa sus propias reglas en sus películas. Que se ría de sus propias apuestas. Y me gustan las reglas, las dificultades, los límites: tiene razón, la cuestión no son los obstáculos, las condiciones, sean cinco o cincuenta, sino lo que haces para superarlas, y cuantas más dificultades tengan los personajes y las acciones, más cosecha: ahí está el relato, la cara oculta de la luna. Como en El jefe de todo esto.

Ahora se ha inventado un programa de ordenador que le elige los planos de las películas con un algoritmo, con una suerte de casualidad. Decidido el punto de vista más adecuado técnicamente, el ordenador aplicado a la cámara propone arbitrariamente otros parecidos, en todo caso distintos. Se trata de que la representación que se está desarrollando delante de la cámara y, por lo tanto delante del espectador, sea de algún modo imprevisible. Y viva. Se trata de que el jefe, el que decide la puesta en escena, sea un juguete. Resultado: algunas tomaduras de pelo con la continuidad, algunos planos por debajo de la nariz de los actores, algún quicio de puerta y, en general, imágenes con palpitaciones improbables y aparentemente documentales, falsamente frescas, veraces; y mucha, mucha inteligencia para contar una historia cínica y en absoluto inocente ni de juguete.

Aquí, lo importante es la comedia y como construirla y darle una vuelta, y luego otra y otra más y una final con monólogo incluido. Y en esta comedia adulta lo importante son las palabras y la mentira: una catarata de diálogos inteligentes y mordaces que hubieran podido filmar Preston Sturges o Howard Hawks. Pero, ¿cómo montar una comedia de palabras como las de entonces. ahora, después de cien mil y una comedias? El artilugio aleatorio es un pretexto para poner en cuestión precisamente la última palabra, y con él Lars Von Triers se ríe del poder y la sumisión laboral, habla de la falsedad y la comedia y de los personajes reales o inventados y de cómo darles vida, y de paso, se mofa de los actores, del teatro, del cine bien entendido, de las reglas de interpretación y de de sus propios mecanismos de puesta en escena: los únicos momentos en los que en El jefe de todo esto no se está sometido al Automavisión, son sus propias intervenciones. Hechas además, desde fuera del relato para reordenar el invento y hablar directamente con los espectadores sobre este juego en la que un grupo de oficinistas acepta la existencia de un jefe atroz e inalcanzable, un malo interpretado por un actor contratado para fingirlo, sólo para no preguntarse, realmente, por qué hacen las cosas, por qué siguen obedeciendo. Y a quién.

Al final, un último e inefable monólogo de El deshollinador de la ciudad sin chimeneas, lo aclara todo y deja sin palabras.

Excepcionales ciudades femeninas

Hay planos, maquetas y estadísticas, pero de lo que se trata es de plantarse delante de 60 pantallas, como lápidas, como espejos, mirar y escuchar. El asunto es la ciudad y cómo se habita. Atascazos, obras, averías, tiempo pegado a todo y cualquier cosa, prisas. No. Esta vez hablamos de excepciones. Excepciones femeninas, humanas. O sea, Nosotras, las ciudades, la propuesta que la arquitectura española, de la mano del gobierno llevó a la Bienal de Venecia del último año. En cada una de las pantallas, una mujer, una persona del sexo femenino, vamos, sea arquitecta, taxista, diseñadora urbana, limpiadora, carnicera, periodista, teórica del espacio habitable u okupa consentida, «nos miran a la cara y nos cuentan como intervienen en nuestra sociedad, voces que representan a los protagonistas de la ciudad, a los que la viven y la construyen, gestionan o diseñan, los que la mantienen y generan».

Bueno, de acuerdo. Perspectiva de género, vamos. En el mismo territorio de Zaha Hadid, claro, la mujer arquitecta por excelencia, valedora de la nueva ciudad abierta. E, insisto, si hablamos de espacio, de cómo se construye y de lo que se construye, excepciones, magníficas: Blanca Lléo, Sara Giles, Izaskun Chinchilla, Sara Giles. Mirando lo que se puede hacer, lo que han hecho (por cierto en algunas casos junto a colegas masculinos) como sus intervenciones en plazas, mercados, barriadas, buscan espacios donde los ciudadanos (sin perspectiva de género, espero) puedan conocer, cruzarse y a ver qué pasa, aterra más compararlo con lo que real y mayoritariamente existe. La pista que da la exposición no es lo que muestra sino precisamente lo que deja fuera, el mundo de poceros, colonizadores sangrantes de la costa, talas de bosques, concejales indignos, promotores insaciables, acciones desbocadas, leyes excepcionales para edificar más y, al parecer, y, en consecuencia, hacer el mundo menos femenino. Todo eso que, feo, vulgar, repetido y origen de negocios vastos y burdos -la lista de los más ricos-, merecería una enorme exposición de la vergüenza: lo normal también merece ser exhibido.