Estados Unidos durante la década de los 60 se caracterizó porque lo de las armas había ido a más. Hubo un periodo en el que los objetivos eran personajes ilustres o magnicidios convocando el llamado “fin de la inocencia” de esa Norteamérica idealizada, también sobre todo a través del cine. El presidente Kennedy cayó abatido un 22 de noviembre de 1963 en Dallas; el activista beligerante Malcolm X, a favor de los derechos de los norteamericanos de raza negra, un 25 de febrero de 1965 en Manhattan. Pocos años tardaría en seguir su camino Martin Luther King jr.
Y tal vez sí que al sucesor de Kennedy, Lyndon B. Johnson, se le acumulaban los problemas, en casa y afuera. La imparable escalada bélica en Vietnam, la lucha contra la pobreza y los desequilibrios sociales, y mil cosas más. Pero a mediados de los 60, Norteamérica también tuvo que decidir si, en el país autoproclamado de las libertades y derechos, trataba a los afroamericanos como seres humanos o seguía, como ocurría especialmente en los estados del sur, considerándolos simples bestias, a las que dar de comer a parte, impidiéndoles mezclarse con los blancos, negándoles lo que su patria concedía a sus ciudadanos.