Recordando a ‘Inseparables’ (1988), un Cronenberg fantástico

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A finales de septiembre de 1988, concretamente el día 23, se estrenaba en las salas comerciales estadounidenses Inseparables (Dead Ringers) del canadiense David Cronenberg. Al igual que otras películas suyas, como Spider (2002), era una obra maestra que no obtuvo una acogida especialmente afectuosa por parte del gran público. «Todos me dicen que es extraordinaria, pero que no tiene viabilidad comercial en cines», recuerdo que aseguraba el mismo cineasta a un reducido grupo de periodistas cuando lo entrevistamos con motivo de la presentación de Spider en el Festival de Sitges.

Inseparables se inspiraba en un caso real, el de dos gemelos idénticos ocurrido en Nueva York en 1975, cuando los ginecólogos Cyril y Stewart Marcus decidieron poner fin a su vida y a la tormentosa relación que les unía. Los Marcus se transformaron en los Mantle y Jeremy Irons, arrastrando aún el prestigio de la miniserie británica Retorno a Brideshead (1981), considerada durante años y por buena parte de la crítica como la mejor serie que se había realizado nunca, logró la que quizá es la mejor interpretación de su carrera.

Inseparables (Dead Ringers, 1988)

( ©Fox / Telefilm Canada )

El cuerpo puede ser tan endeble como fuerte. Piel, órganos y fluidos tan fascinantes como repulsivos o maleables. Y además está la mente, inescrutable en sus entresijos, en sus maravillas y capacidades, en sus paranoias y desórdenes. Los Mantle eran definitivamente raros, pero unas eminencias en su terreno y con su propia clínica, ayudando a mujeres con problemas de fertilidad.

Dos cuerpos pero una sola mente. Elliot era el seductor y tenía don de gentes y a Beverly le caracterizaba ser apocado y reservado. Ambos lo compartían todo: trabajo, privacidad y conquistas amorosas (las que atraía Elliot).

La fina y débil barrera que les podía separar de la normalidad y la locura se quebraba con una de sus pacientes, una actriz de cine (Geneviève Bujold) de la que Beverly quedaba prendado. Sin quererlo, los dos habían iniciado un viaje a la angustia, a la locura, a las drogas y a la autodestrucción. Inseparables contenía una atmósfera morbosa y enfermiza en lo físico, lo psíquico y lo sexual que, aún sin mostrar escenas gráficas o escabrosas, recorría la espina dorsal de su historia. Le bastaba con mostrar una aterradora colección de afilado instrumental quirúrgico para «mujeres mutantes» o unos uniformes color rojo sangre.

La experiencia se hacía todavía más desconcertante con la elegante y sofisticada música de Howard Shore (que luego ganaría tres premios Óscar por las bandas sonoras de la trilogía El señor de los anillos de Peter Jackson), más próxima al melodrama que a su enfermizo relato.

Inseparables (Dead Ringers, 1988)

( ©Fox / Telefilm Canada )

Pocos años después Cronenberg dejaría ese cine de terror y fantástico que le había erigido en una de las grandes figuras renovadoras del género, y que incluso inspiró el término «Nueva carne» (la fusión de lo orgánico con la tecnología, de la que la sublime Videodrome, de 1983, es su máximo exponente). Y llegaron títulos, más aclamados por crítica y público en general, como Una historia de violencia (2005) o Promesas del Este (2007) y la muy reivindicable Un método peligroso (2011), todas junto a su nuevo actor fetiche, Viggo Mortensen.

Pero sigo recordando, y añorando, esa etapa «fantástica». Echo de menos a ese Cronenberg, y no estrena nada desde los fracasos de la difícil, y fallida, adaptación de Cosmópolis (2012) con Robert Pattinson, y sobre todo el de Maps to the Stars hace cuatro años. Pero al menos en el pasado Festival de Venecia, donde fue homenajeado, surgió de nuevo la luz. No nos ha dejado. Allí anunció, sin dar más datos, que está preparando una serie para Netflix.

¿Será el regreso del Cronenberg de los viejos tiempos? Los actuales, con el avance y la presencia tan cotidiana de dispositivos móviles e Internet, bien valdrían la personal e inimitable mirada del artista responsable de haber acuñado la etiqueta de «Nueva carne».

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