El infierno de las cárceles turcas: 40 años de ‘El expreso de medianoche’

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Billy Hayes tuvo dos ocurrencias, digamos, desafortunadas. Una le conduciría a la perdición, a conocer y vivir el horror en sus propias carnes. La segunda le aportó fama y gloria internacional, a la redención y a convertirse en un icono de la lucha contra las injusticias.

La historia de este norteamericano empezaba en octubre de 1970, cuando a los 23 años fue detenido en el aeropuerto de Estambul por posesión de drogas. Llevaba pegados al cuerpo dos kilos de hachís, que pretendía vender a sus amigos en Estados Unidos. Tres años y medio en una dura cárcel turca y a falta de pocos días para salir, el tribunal acabó dictaminando otra sentencia. Se agravó a contrabando y le cayó cadena perpetua (rebajada a 30 años). Hayes logró escapar mucho antes. Una vez en Norteamérica escribió un libro sobre sus experiencias a modo de catarsis, denuncia y también venganza, que poco después sería adaptado en la que fue una de las más conocidas películas de los 70, El expreso de medianoche (Midnight Express, 1978).

El expreso de medianoche (Midnight Express, 1978)

( ©Sony/Paramount)

El británico Alan Parker dirigió una de las películas concebidas para llegar a un gran número de público más osadas, con más morbo (y también sensacionalistas) rodadas hasta el momento. La penosa odisea presidiaria de Hayes incluía todo tipo de vejaciones, humillaciones y torturas hacia él o hacia otros compañeros entre rejas.

En esa particular vendetta ejecutada al escribir y publicar su novela, y potenciada en el guion (escrito por Oliver Stone) de la película, se cargaba (y cagaba) en la imagen de todo un país, Turquía, pero le valdría su pasaporte a la fama.

Todos los personajes turcos que aparecen resultan repelentes. Sin medias tintas ni matices. Son mezquinos, traidores, despiadados, sucios, depravados o corruptos. Desde el más simple de los extras al abogado defensor (interpretado por el italiano Franco Diogene) o sobre todo el odioso chivato Rifki (otro actor italiano, Paolo Bonacelli). Aunque el premio gordo al peor de los peores se lo llevaba el sádico jefe de los guardianes, Hamidou (encarnado por Paul Smith), apenas sin frases y con una mirada que revelaba toda la crueldad e inhumanidad de su naturaleza.

La rabia y la bilis volcada en el guion contenía frases, y otras lindezas, tipo: «Para ser un país de cerdos es muy gracioso que no los coman. Jesucristo perdonó a sus verdugos, pero yo… no puedo. Les odio, Les odio. Odio a su nación y odio a su pueblo. Y me cago en sus hijos y en sus hijas porque son cerdos. Usted es un cerdo. Todos son unos cerdos» (en el monólogo de Billy ante el jurado en el segundo juicio).

En cambio, el tratamiento era muy distinto para los reclusos extranjeros. Especialmente entrañable es el veterano Max (un gran John Hurt), un inglés adicto a la heroína y que solo ansía a que le dejen en paz. Y la de Billy Hayes era la figura del buen chico norteamericano que había cometido un desliz y se enfrentaba a un castigo desproporcionado, pese a que en la realidad no fuera un muchacho tan modélico.

Su rostro en la gran pantalla fue el de Brad Davis. Un debutante y una interpretación memorable. Luego participaría en la oscarizada Carros de fuego o Querelle de Fassbender. Pero Davis, que fallecería prematuramente en 1991 a causa del Sida, acabaría siendo actor de una sola película, la que le encumbró.

Al igual que Papillon (1973), con Steven McQueen y Dustin Hoffman, o Fuga de Alcatraz (1979), con Clint Eastwood, es uno de los títulos grandes dramas carcelarios de los 70. Estaba ante todo el deseo de libertad, de huir, al que hace referencia el título pero con el añadido de escenas de extrema crudeza y depravación. Un viaje a la locura en el que solo se espera que a una escena durísima la siga otra aún más sórdida.

Hacia el final uno de los momentos más impactantes, por su erotismo y por mostrar el nivel de degradación y desesperación al que ha llegado su protagonista: la escena en la que Billy le pide a su novia Susan (Irene Miracle), en su única visita durante el calvario otomano, que se quite la blusa y le enseñe los pechos.

El expreso de medianoche (Midnight Express, 1978)

( ©Sony/Paramount)

El expreso de medianoche causó un enorme revuelo desde su misma presentación mundial en el Festival de Cannes. A los cines británicos llegaría el 10 de agosto de 1978. Ganó dos premios Óscar (mejor guion adaptado y música), cinco Globos de Oro (incluyendo el de mejor drama, actor y secundario para John Hurt) y tres premios BAFTA (entre ellos el de mejor dirección para Alan Parker). Fue también uno de los títulos más demandados en los videoclubs, un clásico de las antiguas cintas VHS (o Betamax y 2000).

Veintinueve años después, en 2007, Billy Hayes pidió perdón a Turquía por sus «licencias literarias», exageraciones y excesos, especialmente más por los que aparecieron en la película que en su libro. Y puede que ésta sea maniquea, manipuladora y éticamente no ya dudosa sino abyecta (la imagen de Turquía ya no volvería a ser la misma, al menos a ojos de los occidentales), pero también resultó modélica en su narración y puesta en escena.

Directa a sacudir la consciencia del espectador no por la vía de la razón o el cerebro sino por la visceral. Y la banda sonora, al igual que la interpretación de Brad Davis, aún hoy en día sigue siendo merecidamente legendaria. La compuso Giorgio Moroder.

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