El día de los tertulianos

Tuve un profesor en Periodismo que nos recibió en primer curso diciéndonos: «Cuando ustedes salgan de esta facultad, podrán hablar dos minutos de cualquier tema y tres de ninguno».

En aquellos remotos años, la radio y la televisión no habían inventado aún una figura señera, angular, del periodismo patrio: el tertuliano, capaz de opinar de todo lo divino y de lo humano no tres minutos, sino la mañana entera, la vida toda.

Hoy, con el debate del Estatut en el Congreso, nos han dado el día los tertulianos. Los pocos ratos en que enmudecían los políticos nos atacaban en las ondas los tertulianos. De todo saben, de todo opinan.

Toman su nombre del cartaginés Quintus Septimus Florens Tertullianus, un apologeta, un orador, un retórico de la Iglesia que en el siglo II fustigaba a herejes y paganos de su época.

Un malentendido reforzó, al parecer, la fama de tertuliano feroz de Tertuliano. En un pasaje en que San Agustín ridulizaba a Marco Tulio Cicerón llamándole «philosophaster Tullio» (o sea, filosofastro Tulio, mal filósofo Tulio), alguien leyó mal y entendió «philosophus ter Tullius», que era tanto como decir que Tertuliano era tres veces más valioso filósofo que Tulio, que Cicerón.

Martillo de herejes, el propio Tertuliano acabó en una facción considerada herética, los montanistas. A algunos de sus hijos, a los que oímos hoy decir apasionadamente blanco, quizás les veamos algún día diciendo negro con parecido fervor.

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