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Te haces mayor, y lo sabes

Tantos años deseando ser eternamente joven, sin que un fatal desenlace a lo estrella del rock lo propicie y, de repente, nos topamos con inequívocos detalles a nuestro alrededor que confirman que nos hacemos mayores.

Por mucho que insistamos en la idea de que la edad no es algo cronológico, sino más bien una cuestión mental, nos damos cuenta de que ya no somos una perita en dulce cuando no usamos el suelo del metro para sentarnos si los bancos del andén están ocupados, temerosos de recibir unos euros de algún bienaventurado para un café, o ya no cedemos el asiento en el metro, convencidos de nuestros achaques y el deterioro con el que nos apremia la madurez.

Un desgaste que implica que nos crujan las rodillas al agacharnos, pongamos cara a la ciática, nos volvamos inflexibles o triunfe la nostalgia de los 80.

Con los años el pino ya no es una práctica aconsejable y tendemos a evitar grandes pesos por miedo a hacernos daño en la espalda, no llevamos a nadie a ‘corderetas’ que no pase por la puerta pequeña de Imaginarium, perdemos menos paraguas porque tememos calarnos y agarrar un resfriado, y nos duele cerciorarnos de cómo otros más jóvenes caminan más rápido que nosotros cuando pensábamos que lo hacíamos a velocidad de crucero.

Y me podéis explicar en qué momento dejamos de fijarnos en chicos o chicas con carpetas y bicis como único medio de transporte, y sí en hombres y mujeres que peinan canas. Despejadme esa “x”.

Bien, pues a una manzana de llenar los armarios de copas de cristal y convertir un mortero en el mejor aliado de la cocina, cuando los años pasan empezamos a fardar de guisos, en lugar de conquistas, mientras sacamos a relucir demasiadas veces nuestra etapa de gallos y gallinas folladores para que no caiga en el olvido.

Es muy de Cuarto Milenio, pero cada vez es más difícil encontrar limones enmohecidos en la nevera, compramos sólo fruta de temporada y tenemos hasta controlada la fecha de los huevos impidiendo que nazcan dinosaurios de ellos.

Conforme nos hacemos mayores, es una realidad que la tecnología se nos atraviesa, pese a habernos hecho la firme promesa en el pasado de que no nos sucedería lo mismo que a nuestros padres o abuelos, que por mucho que trasteen sólo consiguen entrar en catarsis.

Esa es otra, con el tiempo descubrimos que decir demasiadas palabrotas puede dejar de surtir efecto y que hay que aprender a dosificarlas. A mí esto me está costando.

Sumar meses a la libreta es caer en la cuenta de que es imposible contentar a todo el mundo, constatar que te molestan los niños y los dueños de los perros en la playa y comprobar que las alcachofas no son tan malas como creíste.

Crecer hacia las arrugas supone separar la ropa de color de la blanca y aprender a usar una plancha con agua mineral o destilada, en lugar de joderla con agua de grifo.

No paras de advertir cambios. Da vértigo. Os iré contando.

Avec tout mon amour,

AA

El fascinante y maravilloso mundo del táper

adriana

Esquivar las grasas trans que cocinan las empresas, pasa necesariamente por rescatar los tápers del fondo del armario y jugar a encontrar su tapa.

A vueltas con la tartera -las mías siempre de cristal-, una se siente al salir de casa como si se marchara a trabajar a una excavación, en la que sólo falta una ruidosa cantimplora de aluminio de boca ancha. Y aunque la catástrofe se masca cada vez que abres la fiambrera, con los ingredientes magreándose por las vueltas que da la vida y el bolso, si se hace con cariño el cuerpo lo agradece a menos que, el no ser excesivamente sacrificada -como es mi caso-, te conduzca a meter entre esas cuatro paredes un “sota, caballo y rey”.

Veréis, mi vida trascurre de la siguiente manera de lunes a viernes. Un coche me recoge a media mañana para llevarme a los estudios de Fuencarral, en Madrid. Una vez allí, para ahorrar sustos, paso lo primero por maquillaje y peluquería donde me encuentro a numerosas caras amigas y conocidas y, antes de la reunión de escaleta y la lectura de guion, Uri y yo compartimos mesa y migas en el comedor de Telecinco. Y aunque allí se toman la molestia y el cariño de cocinarme aparte para evitar el gluten y la contaminación cruzada, al igual que otros rostros intolerantes de Cámbiame, como la comida de casa…ninguna.

Además, en la vida en general, me da la impresión de estar pidiendo favores cuando solicito platos especiales y me cuesta tener fe ciega en que todo está elaborado según lo establecido; aunque supongo que esto nos pasa a todos los que tenemos problemas con algún alimento y nos ponemos malitos si hay un error.

Así pues, ahora me hallo haciendo malabares para encajar menús individuales en tarteras colectivas con las que podría alimentar a todo el equipo de Hazte un selfi y hasta sobraría. ¡Compartir es vivir!

Y a las puertas de una nueva, sana y práctica era, en lo que a mi comida se refiere, me enfrento a la encrucijada de elegir el momento de elaboración en el que vestirme el delantal, porque hay platos que mejoran de un día para otro, y otros que todo lo contrario; y como todavía no me considero una purista de la tartera, esta es una misión que manejo y que no controlaré hasta que no haya pasado en varias ocasiones por la naturalísima técnica de aprendizaje de ensayo y error.

Con una buena planificación, no hay legumbre, pasta o ensalada multicolor que se les resista. Los caldos me dan más miedo, por si falla la tecnología hermética y empiezo a dejar un reguero de gotas tras de mí.

El mayor inconveniente que veo a los tápers es que, si se te olvida lavarlos nada más llegar a casa, no hay lejía, decapante o aguarrás que quite los restos de las paredes. Ya puedes hervirlos como si fueran un biberón, que no queda otra que celebrar su funeral.

Pero la salud importa y una buena alimentación es necesaria para rendir al máximo. Al final va a ser verdad eso de que la fiambrera es cool, cada vez somos más los fieles.

¡Ya os iré contando cuáles son las recetas más ricas y fáciles que encierro debajo de esa tapa!

¿Vosotros también sois de la legión del tupper?

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Avec tout mon amour,

AA

* Foto: GTRES