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El loro que más habla del mundo

Aunque no lo saco mucho a pasear en las redes sociales, hace 14 años que convivo con Rocco, un loro gris africano que habla por los codos y que si se le mira de frente parece que su madre -o sea, yo- haya robado una paloma del parque.

Cuando una mascota se muere se sufre demasiado y yo deseaba que la mía casi me sobreviviera. Buscaba también que su compañía no me obligara a madrugar para ocuparme de sus aguas menores y mayores, no pesara demasiado para llevarlo de viaje, fuera muy inteligente y que encima hablara. No había muchas opciones.

Como la adopción en este tipo de animales es casi imposible, después de localizar varios criaderos de loros me decanté por Sun Parrots, en Valencia, y elegí un yaco criado a mano (papillero) de pies muy oscuros y sumamente gracioso (lo más parecido a elegir un hijo a la carta).

Cuando llegó a casa, con tres meses

Si estáis pensando en tener un loro, desde aquí por favor pido que nadie compre como mascota una psitácida capturada, es una auténtica crueldad. Esos loros no sólo son secuestrados de su hábitat con violencia -cosa que debería estar prohibida-, sino que lo más seguro es que sean ya mayores (los ojos son amarillos y no grises o negros), no paren de gritar y, lo más importante, sean unos infelices toda su vida, eso si no acaban como nómadas de casa en casa, en algún rincón donde no molesten y tapados con una sábana.

Así que cuando sonó el timbre de casa de mis padres y MRW me entregó a ese pollo valenciano desubicado que lo observaba todo con sus ojos negros desde el interior de un transportín rojo, lo celebré con paella y una mascletá de emociones. Y enseguida me di cuenta de que seríamos grandes amigos.

Lo instalé dentro de una jaula King Size en el salón, para que se sintiera uno más de la familia, y lo dejamos descansar un ratito mientras le prometía por lo bajini una vida llena de juguetes, vuelos y canciones.

Y así está siendo. Porque no puede estar más mimado el pajarillo con su agua mineral, su pienso ecológico Harrison´s y su ración de verduras y fruta diaria que hacen que le salgan los colores debajo de tanta pluma.

Importante para los que tengáis un pequeño de estos en casa: ¡el aguacate y el chocolate son veneno! Y una alimentación a base de pipas y frutos secos es un crimen que cometen muchos desinformados y destroza su pequeño hígado.

Debido a su inteligencia -equiparable a la de un niño de 3 años- y a su naturaleza social, son complicados de llevar en muchas ocasiones, capaces de darte la vuelta, muy territoriales y con tendencia a deprimirse y arrancarse las plumas si algo a su alrededor falla o se sienten solos. Así que, si no disponéis del suficiente tiempo para jugar con ellos o vais a tenerlo encerrado en la jaula sin su recreo diario, un loro no sería la mascota adecuada para tenerla en vuestra casa.

Los loros son de una sola persona, eso puede romper corazones. Recuerdo que durante una temporada Rocco me dio la espalda y me ponía los cuernos con Sergio, pese a ser yo la que se encargaba de alimentarlo, bañarlo y limpiarlo. Menos mal, que desde hace un par de años ha vuelto a mis brazos, porque nada puedes hacer: ELLOS ELIGEN.

Mi pollo casca por los codos (no sé a quién habrá salido…), en serio, no soy capaz de contabilizar las palabras que dice. Además no necesito radio porque él solito se hace un programa y me canta lo más actual del panorama musical: “Mamá, quiero ser artista” de Concha Velasco, algunas de Walt Disney, “Yo para ser feliz quiero un camión” o la del Chikilicuatre que lo “petó” en Eurovisión. Si lo pillara Alejandro Abad…

Rocco habla por asociación, es decir, raras veces repite sin sentido. De esta manera, cuando tiene sueño él mismo se dice “Rocco, venga, a dormir” o “Duerme Roquito, duérmete ya, que viene el coco y te comerá” (echándonos más de una vez de su dominio, nuestro salón). Y cuando quiere bañarse en la bañera del baño y no la de su jaula (sí, también tiene un jacuzzi el tío), nos convence con un “Rocco, al agua patos”. A veces pienso que Rocco sería muy feliz viviendo con una familia de esa que se pasa el día dando palmas o con la Pantoja, ahora que se ha mudado a vivir en Madrid.

Como las chuches para los críos, Rocco también tiene sus premios: cinco pipas, un trozo de nuez, un pedacito de fruta dulce, un cachito de nuestra tortilla de patata, o, en muy contadas ocasiones- le flipa como a su rubia madre-, una puntita de queso.

Los loros necesitan humedad en el ambiente (que se consigue con vasos de agua en todos los radiadores y un spray de las plantas con agua limpia para ir rociándole) y limarse de manera natural su pico y sus uñas, de ahí que la jaula de Rocco esté llena de juguetes que destrozar de cuero (muy Cincuenta Sombras), madera y acrílicos, o envases de yogures que no llevan pegamento y bolas de periódico. Hay que comprobar que ningún juguete sea tóxico.

Respecto a recortarle las alas, a mí personalmente no me gusta hacerlo, me daría mucha pena que un día se me escapara y muriera precisamente por no haber sido capaz de alzar el vuelo.

Y, como cualquier animal, el mío tiene su médico de cabecera al que acudo cuando tengo dudas o se pone malito, Los Sauces, en la calle Santa Engracia, en Madrid. Es una clínica sólo de animales exóticos.

¡Os iré contando más cositas de él a partir de ahora!

Avec tout mon amour,

AA

Pánico a volar en avión

 

La última vez que cogí un avión fue volviendo de Londres. Me acercaba al aeropuerto en la parte trasera de un coche, sintiendo como se me dormían las manos y mi corazón latía a mil por hora conforme el vehículo se acercaba a la terminal. De repente, me puse pálida y sentí que me iba a desmayar, me temblaban las manos y un sudor frío se apoderó de mí.

Me da miedo volar, y esto es nuevo. He viajado sola de adolescente a Nueva York, a Japón, Alemania o Milán, he atravesado el Atlas hacia el Sahara de madrugada, en una aerolínea marroquí a la que subí después de fallar el motor (y en la que las luces se apagaban en pleno vuelo), atravesado una tormenta en la que un piloto, que acababa de terminar su jornada, hacía fotos desde la ventanilla como si nunca hubiera visto algo igual, y un capitán me dejó estar en cabina durante el despegue en un vuelo regular a París. Y jamás había sentido, como percibo ahora, que mi cuerpo fuera un amasijo de chabolas a bordo de un aeroplano.

De un tiempo a esta parte elijo los asientos que están al lado de la puerta de emergencia, un absurdo porque da igual lo que intentes: es imposible abrir la puerta de un avión en pleno vuelo y tampoco serviría de mucho. Antes incluso de que todo el mundo se haya sentado, yo ya estoy con el cinturón de seguridad estrangulando mi cintura por si en el aire damos vueltas de campana y pudiera lastimarme.

Y mientras me convenzo de que los cables que veo bajo algunos abrigos son los de unos auriculares, el aire no llega a mis pulmones, como si la presurización de la cabina -que no sé ni cuándo se inicia- estuviera fallando y una máquina no bombeara correctamente el aire de la cabina dejándonos sin oxígeno a los ocupantes.

No entiendo por qué los azafatos y azafatas, con más radiación en el cuerpo que una central nuclear, dan tantas explicaciones antes de volar, si en el medio de transporte más seguro del mundo -que es un avión- es casi imposible salvarse si una carambola de mala suerte hace que todo falle en cadena.

Y mientras atiendo a esa coreografía de brazos que sólo sirve para alimentar tensiones y miro mal a los que a mi alrededor todavía no han puesto su móvil en modo avión, vislumbro un agujero en la camisa de la chica rubia con moño tirante que un día la dejará calva, si sobrevive a todos los viajes que le esperan.

Sudo tanto, aunque tengo frío, que me quito el abrigo y la del moño me pide en inglés que introduzca el abrigo en los compartimentos de arriba o me lo ponga por estar sentada, precisamente, en la salida de emergencia.

A mi derecha una chica lleva dormida ya un rato, con los cascos puestos, así que la misma azafata le pide que se los quite, no vaya a ser que tengamos un accidente y por llevar ese chisme en las orejas no se entere. De traca. Al menos la mente me da una tregua y me da la risa tonta.

Cuando el avión comienza a andar, pienso en que la mayoría de los accidentes en aviones son en el despegue y la persona que llevo a mi lado intenta distraerme sin disimulo, lo que me pone aún más nerviosa porque sé lo que está haciendo.

Y cuando siento que el avión se ha estabilizado en el cielo y la tripulación conversa como si nada sucediera, paso el viaje comiendo patatas, cacahuetes con miel y aceitunas, únicos “manjares” disponibles para celíacos, mientras tengo pensamientos catastrofistas y en la mala idea que es tomar frutos secos allá en lo alto, por si un día me hago alérgica de repente y nadie puede salvar mi vida a bordo, después de haber hecho el esfuerzo de sacar un billete y hacer frente a ese miedo que no sé de dónde ha surgido y que afecta al 25% de la población, sanos y locos.

Así pues, me solidarizo con todos los que lo pasáis tan mal como yo cada vez que subís a un avión, como un buen amigo mallorquín que prefiere venir a la península en barco, durante 9 horas, con olas de 7 metros por culpa de un temporal y sin cobertura.

Este fin de semana viajo a la isla para verle. ¿Y a que no sabéis cómo?

Sí, en avión.

 

Avec tout mon amour,

AA

Me declaro tortillera

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Soy tortillera por encima de todas las cosas.

La comida son recuerdos y no conozco a nadie infeliz frente a una tortilla de patata. Y, en ese sentido, uno colecciona tortillas a lo largo de su vida, y ninguna como la de su madre, por eso no voy a entrar en encendidos debates nacionales que no llevarían a ninguna parte.

Aceite de oliva, huevos y cebolla se mezclan calientes o fríos en la boca para acompañarnos en casa o en la calle, en el mar o en la montaña, en el vértice de un tenedor o dentro de dos mitades de pan crujiente.

Y, por muy sencillo que parezca hacerla, tal y como asegura en la película Un viaje de diez metros la prestigiosa chef Madame Mallory de Le Saule Pleureur, una simple omelette basta para saber si estás ante un gran cocinero. Y las posibilidades son infinitas.

E igual que vierto el buen vino en mis guisos, encendiendo el grito de quienes me observan derrochar un buen trago entre verduras, carnes o pescados, con las tortillas intento elegir todo con mimo para revivir con los mejores ingredientes momentos entrañables del pasado o para crear nuevas historias que saborear más adelante.

Este post lo habría escrito sobre una libreta vieja y cuadriculada azul, como en la que escribía mi bisabuela sus recetas, llena de tomate y que pasan de mano en mano; pero la tecnología está exenta de romanticismo y perdono las formas a cambio de que me leáis tantísimos.

Mi maravillosa receta está pensada para dos personas, de vosotros depende con quien deseéis compartirla.

Ingredientes:

  • 3 patatas medianas, prietas y blancas
  • 1 cebolla grande
  • 4 huevos de gallinas felices (en su cáscara la numeración empieza por cero)
  • 2 cucharadas de aceite de oliva virgen
  • Una pizca de sal marina
  • Y mucho cariño…

Elaboración:

Pelad las patatas y cortadlas en finos discos en un plato.

Cortad la cebolla en tiras, pero tened cuidado, “lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es simplemente el hecho de llorar, sino que a veces uno empieza y ya no puede parar” (Como agua para chocolate).

Calentad las dos cucharadas de aceite en una sartén antiadherente y volcad la patata y la cebolla. Echad un poquito de sal marina fina, de la que huele a verano. La tortilla es mucho más sana si en lugar de freír, rehogáis los ingredientes, con el fuego bajo, hasta dorarlos levemente. Para conseguirlo, tapad la sartén y maread de vez en cuando la cebolla y la patata.

En un bol, batid los 4 huevos y añadid un poco de sal. Cuando la mezcla de la sartén esté blandita, verted todo en el bol y enredadlo todo, como en la mitad de un cuento.

Subid la temperatura de la sartén que habéis utilizado para hacer la patata y la cebolla y precipitadlo todo dentro, sin incorporar más aceite, ya que no es necesario.

A mí la tortilla me gusta ligeramente jugosa, melosa y no demasiado compacta. Así que cuando veáis que se ha hecho un poquito, tras ordenar los bordes redondeados con una espumadera, tapad con un plato grande la sartén y con la palma de la mano apoyada en su base y un certero giro de muñeca, le dais la vuelta y dejáis que la tortilla se haga por el otro lado hasta adquirir la consistencia deseada.

¡Espero que construyáis bonitos recuerdos con esta receta! Me encantará que me los contéis.

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Avec tout mon amour,

AA

Nebulizadores de agua en las terrazas de verano, el anticlímax

(EFE)

Cuando me citaron para comer en un restaurante al que soy asidua, no imaginaba que íbamos a sentarnos en la terraza precisamente el día que había sacado de la funda la plancha y había dejado mi cabello más liso que una peluca de plástico.

Valiente, con mis tacones convertidos en chanclas, me introduje en ese escenario amazónico que son las terrazas en las que hay nebulizadores de agua, al mismo tiempo que retiraba las gafas de mis ojos segundos antes de que el vaho ya no me dejara ver la carta, arrugada como los dedos de aquellos comensales.

Con semejantes chismes apuntándote como un ejército, una se siente hasta intimidada. Nadie debería estar en estas terrazas si no sabe nadar.

A mi lado, unas elegantísimas mujeres que hablaban un perfecto francés con sus camisas blancas, parecían sacadas de un concurso de Miss camiseta mojada, aunque yo sólo pensaba en cómo iba a mutar mi pelo en cosa de un cuarto de hora. Mientras, los aparatos escupían de manera intermitente a mis ojos, como sapos venenosos, poniendo a prueba mi rímel waterproof y la visibilidad de la mesa.

Un camarero se acercó para preguntar si deseábamos vino y pensé que las terrazas acuáticas -espero de agua limpia- son un chollo, ya que nunca terminas tu bebida.

Los sistemas de microclima de las terrazas en verano son milagrosos, no sólo son un oasis que ahuyenta el calor, sino que convierten el pan en chicle y las ensaladas hacen que parezcan recién lavadas, aunque acaben de escapar de su precinto.

Tras el entrante, mis bronquios ya eran branquias y mis cejas acumulaban un dedal de agua. A nadie parecía importarle que mi pelo fuera ya el de una afroamericana. Imaginé los pulmones de los fumadores de otras mesas encharcados por vapear agua, en lugar del humo de un cigarrillo, y me dispuse a rezar para que mi reloj fuera sumergible. Dónde habría dejado la garantía, maldita sea…

Guardé el móvil en mi bolso, antes de verme obligada a meterlo en arroz y hacerle el boca a boca. A mi alrededor, los demás no se inmutaban y yo me encontraba a esas horas del mediodía en mitad de una tormenta, sujetando la vela y agarrada al mástil de un barco.

Inmediatamente antes de que me hicieran el masaje cardíaco y el mosto y los aspersores salieran por mi boca, llegó el postre y con él el sol y las alegrías, porque uno de los camareros quitó las nubes con un botón.

Estos microclimas son el anticlímax.

Avec tout mon amour,

AA