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Pánico a volar en avión

 

La última vez que cogí un avión fue volviendo de Londres. Me acercaba al aeropuerto en la parte trasera de un coche, sintiendo como se me dormían las manos y mi corazón latía a mil por hora conforme el vehículo se acercaba a la terminal. De repente, me puse pálida y sentí que me iba a desmayar, me temblaban las manos y un sudor frío se apoderó de mí.

Me da miedo volar, y esto es nuevo. He viajado sola de adolescente a Nueva York, a Japón, Alemania o Milán, he atravesado el Atlas hacia el Sahara de madrugada, en una aerolínea marroquí a la que subí después de fallar el motor (y en la que las luces se apagaban en pleno vuelo), atravesado una tormenta en la que un piloto, que acababa de terminar su jornada, hacía fotos desde la ventanilla como si nunca hubiera visto algo igual, y un capitán me dejó estar en cabina durante el despegue en un vuelo regular a París. Y jamás había sentido, como percibo ahora, que mi cuerpo fuera un amasijo de chabolas a bordo de un aeroplano.

De un tiempo a esta parte elijo los asientos que están al lado de la puerta de emergencia, un absurdo porque da igual lo que intentes: es imposible abrir la puerta de un avión en pleno vuelo y tampoco serviría de mucho. Antes incluso de que todo el mundo se haya sentado, yo ya estoy con el cinturón de seguridad estrangulando mi cintura por si en el aire damos vueltas de campana y pudiera lastimarme.

Y mientras me convenzo de que los cables que veo bajo algunos abrigos son los de unos auriculares, el aire no llega a mis pulmones, como si la presurización de la cabina -que no sé ni cuándo se inicia- estuviera fallando y una máquina no bombeara correctamente el aire de la cabina dejándonos sin oxígeno a los ocupantes.

No entiendo por qué los azafatos y azafatas, con más radiación en el cuerpo que una central nuclear, dan tantas explicaciones antes de volar, si en el medio de transporte más seguro del mundo -que es un avión- es casi imposible salvarse si una carambola de mala suerte hace que todo falle en cadena.

Y mientras atiendo a esa coreografía de brazos que sólo sirve para alimentar tensiones y miro mal a los que a mi alrededor todavía no han puesto su móvil en modo avión, vislumbro un agujero en la camisa de la chica rubia con moño tirante que un día la dejará calva, si sobrevive a todos los viajes que le esperan.

Sudo tanto, aunque tengo frío, que me quito el abrigo y la del moño me pide en inglés que introduzca el abrigo en los compartimentos de arriba o me lo ponga por estar sentada, precisamente, en la salida de emergencia.

A mi derecha una chica lleva dormida ya un rato, con los cascos puestos, así que la misma azafata le pide que se los quite, no vaya a ser que tengamos un accidente y por llevar ese chisme en las orejas no se entere. De traca. Al menos la mente me da una tregua y me da la risa tonta.

Cuando el avión comienza a andar, pienso en que la mayoría de los accidentes en aviones son en el despegue y la persona que llevo a mi lado intenta distraerme sin disimulo, lo que me pone aún más nerviosa porque sé lo que está haciendo.

Y cuando siento que el avión se ha estabilizado en el cielo y la tripulación conversa como si nada sucediera, paso el viaje comiendo patatas, cacahuetes con miel y aceitunas, únicos “manjares” disponibles para celíacos, mientras tengo pensamientos catastrofistas y en la mala idea que es tomar frutos secos allá en lo alto, por si un día me hago alérgica de repente y nadie puede salvar mi vida a bordo, después de haber hecho el esfuerzo de sacar un billete y hacer frente a ese miedo que no sé de dónde ha surgido y que afecta al 25% de la población, sanos y locos.

Así pues, me solidarizo con todos los que lo pasáis tan mal como yo cada vez que subís a un avión, como un buen amigo mallorquín que prefiere venir a la península en barco, durante 9 horas, con olas de 7 metros por culpa de un temporal y sin cobertura.

Este fin de semana viajo a la isla para verle. ¿Y a que no sabéis cómo?

Sí, en avión.

 

Avec tout mon amour,

AA