Ciencia, tecnología, dibujos animados ¿Acaso se puede pedir más?

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Algo en el agua

Más de 200 personas vestidas de colores predeterminados, entre profesores y alumnos de Stanford; un campo despejado, una tarde entera de sábado sacrificada y, sin duda, muchísimas horas de trabajo previo. Todo ello para rodar un vídeo de 10 minutos de duración (disponible en otoño) que resumirá 500 millones de años de la historia de nuestro planeta, incluyendo la formación y sucesiva destrucción de supercontinentes, impactos meteoríticos, el movimiento de las masas continentales y hasta las mayores erupciones volcánicas. Representado por gente vestida de los correspondientes colores alusivos; camisas blancas bajo chaquetas negras, por ejemplo, para el grupo antártico, con el fin de permitirles cambiar de color con las glaciaciones. Eso es vocación de divulgación científica, y lo demás tonterías. El empeño está inspirado en una legendaria pantomima de 1971 sobre síntesis de proteínas que se produjo en el mismo campus universitario; como bien deduce el blog de ciencia ficción Io9, algo raro debe haber en el agua del norte de California… ¿será posible comprarlo?

Apasionada ciencia extrema

Cuando pensamos en héroes, pensamos en Gary Cooper solo ante el peligro, o en John Wayne frente a los indios o los japos, o en Arnold Schwarzenegger haciendo de comando o de robot. Si pensamos en héroes reales, nos vienen a la mente bomberos, montañeros de rescate, soldados, pilotos o buzos de salvamento. Si evocamos pasión en el trabajo pensamos en poetas, activistas políticos, trabajadores de ONGs o monjas de misiones. En cambio, si pensamos en científicos nos imaginamos batas blancas, torres de marfil, laboratorios y bibliotecas. Pero la ciencia es una actividad humana, demasiado humana, y por tanto tiene también su cuota de apasionados creyentes dispuestos a cometer las más increíbles heroicidades para demostrar sus teorías. Y como es bien sabido, el desmedido heroísmo linda con la más absoluta estupidez. Hablando de cosas que dejan convertidas en infantiles tonterías las más cafres hazañas de Jackass y sus descendientes

¿O qué decir de esta lista de Cracked con los 6 experimentos más macarras, extremos y recios de la historia? Hablamos de gente que no sólo descubrió la molécula y las propiedades alucinógenas del LSD (Albert Hoffman), sino que experimentó con grandes cantidades para descubrir sus efectos (y a pesar de ello vivió hasta los 102 años de edad). O de gente que se propulsó a velocidades supersónicas y frenó de golpe para comprobar los destrozos de la aceleración en el cuerpo humano (John Paul Stapp). O que se bebieron deliberadamente un cultivo de bacterias para demostrar que son las causantes de las úlceras estomacales (doctores Warren y Mashall). Gente capaz de introducirse un catéter en su propio corazón, para después ir andando hasta la sala de rayos X para que pudieran comprobarlo (Werner Forssmann). O gente que disparó un láser a un misil cargado para demostrar su exquisito control sobre la profundidad de corte de su herramienta (los técnicos del High Explosives Applications Facility). Hablamos de gente capaz de jugarse su propia vida para demostrar la veracidad de una teoría; capaz de colocar su pellejo donde estaba su boca. Verdaderos tipos duros,

Aunque mi favorito de esta particular lista quizá sea Stubbins Ffirth, un estudiante de medicina que llevó a cabo todo tipo de increíbles agresiones a su cuerpo para demostrar una teoría que resultó ser falsa: que la Fiebre Amarilla no es contagiosa. Ffirth estaba tan convencido de ello que llevó a cabo toda una serie de intentos de infección verdaderamente repugnantes: se colocó todo tipo de fluidos de enfermos terminales en cada orificio del cuerpo, se los puso bajo la piel e ingirió cosas increíbles y presuntamente contaminadas, sin contagiarse de la temible enfermedad (para la que por entonces no había cura ninguna). Lo mejor de todo es que la Fiebre Amarilla sí que se contagia, pero sólo por contacto sanguíneo, y los enfermos terminales apenas tienen capacidad de contagio; por eso se salvó Ffirth, que por supuesto desconocía todo esto. Pero ¿acaso hay algo más humano que un tipo capaz de poner en riesgo su vida, en las condiciones más repugnantes, para demostrar una teoría equivocada? Nada está más lejos de la torre de marfil y sus remotos habitantes enfundados en batas blancas que esto: gente llevando a cabo verdaderos prodigios de valor por su inmensa pasión en beneficiar a la humanidad.

Cuando la religión ataca

El creacionismo, y su reciente variante el diseño inteligente, no son teorías científicas, ni tan siquiera dogmas religiosos: son ideologías políticas. Se trata de utilizar la Teoría de la Evolución por Selección Natural, una parte mal comprendida y fácilmente caricaturizable de la biología, como espolón y vanguardia de un avance de la teocracia. Pues no otra cosa que teocracia es imponer por ley la enseñanza de doctrinas religiosas en las clases de ciencias, es decir, prevalerse de los mecanismos educativos del estado para imponer creencias religiosas en el ámbito público. El objetivo final es que sean las religiones las que decidan qué es lo que se enseña y (sobre todo) qué es lo que no se enseña en la escuela pública. Pura teocracia: el gobierno de los religiosos.

Un ejemplo: hace hoy 83 años el congreso del estado de Tennessee aprobó la Ley Butler, que prohibía en las escuelas financiadas con fondos públicos la enseñanza de «cualquier teoría que niegue la historia de la Creación Divina del Hombre como se enseña en la Biblia, y enseñar en su lugar que el hombre desciende de animales inferiores’. Un profesor que fuese hallado enseñando evolución humana (el resto de los seres vivos sí que podían, al parecer, evolucionar) sería multado con entre 100 y 500 dólares por cada ocasión, un dinero en la época. Ésta es la ley por cuya violación fue juzgado en 1926 el entrenador y profesor interino John Scopes en el que pasaría a la historia como el ‘Proceso Scopes‘ (o el Juicio del Mono), dramatizado en obras teatrales y películas como una lucha entre el oscurantismo y la racionalidad que acababa ganando el lado de la ciencia, con la inestimable ayuda del abogado interpretado por Spencer Tracy en la famosa versión fílmica. En la realidad Scopes fue declarado culpable de violar la Ley Butler, aunque posteriormente el Tribunal Supremo de Tennessee anuló la sentencia por un tecnicismo, lo que se interpretó como una victoria de los partidarios de la evolución. Sin embargo la ley fue explícitamente declarada constitucional, y estuvo en vigor en el estado hasta 1967.

Contrariamente a lo que dicen, la actual ofensiva de los partidarios del llamado diseño inteligente no basa su vehemencia en nuevos descubrimientos, sino en una nueva urgencia proselitista. Quienes rechazan la evolución no es que estén convencidos de que la teoría científica es más o menos insostenible; lo que desean es abrir una puerta a la teología en las escuelas estatales, introducir una cuña que sirva para que la religión vuelva a dominar los currículos escolares, decidiendo así qué materias deben formar parte de la educación del ciudadano medio. El visceral rechazo a las tesis neodarwinianas enmascara una intencionalidad política, una clara ofensiva teocrática, y así está muy lejos de querer conocer mejor el universo o sus mecanismos. Como los legisladores de Tennessee en 1925, los creacionistas (de toda religión, con frecuencia aliadas) no quieren saber más, sino mandar más: dar un paso hacia el régimen político teocrático que en el fondo algunas personas religiosas piensan es la única forma legítima de estado. La defensa de la evolución es así una obligación no sólo científica, sino cívica: una forma de rebelión contra el avance de la teocracia. Porque si permitimos que los libros sagrados decidan cómo es nuestra realidad, acabarán decidiendo cómo debemos vivir nuestras vidas. Y la historia demuestra que cuando las religiones mandan, los pueblos sufren y mueren.

199 cumpleaños de Charles Darwin

Desde que la humanidad es humana nos hemos preguntado por el origen de la variedad de los animales y plantas que pueblan el planeta. Para una mentalidad religiosa, anclada en la mitología, la respuesta a cualquier pregunta sobre los orígenes, diferencias y semejanzas entre seres vivos era siempre la misma: ‘es la voluntad de la deidad’. Hasta tal punto que origen y divinidades quedaron unidos en la mente de las gentes, formando una unidad, como la que formaban los cielos y los dioses. Las personas etiquetaban para su uso e interés los seres vivos, pero no se molestaban demasiado en preguntar de dónde venían.

Sin embargo los filósofos (amantes del conocimiento) que se molestaban en mirar de verdad no podían por menos que percibir similitudes intrigantes entre los animales, además de sus diferencias. Un gorrión es casi idéntico a otro gorrión, lo cual nos permite agruparlos juntos, pero también se parece mucho a un águila, porque ambos son aves. Analizando bajo la superficie, resulta que gorrión y águila son en muchos aspectos como los mamíferos, y en otros se parecen a los reptiles, que a su vez comparten características con los anfibios. Y así todo. Los seres vivos están claramente relacionados. Cuando se analiza su anatomía en detalle, aparecen profundos parecidos: todos los mamíferos tienen igual modelo de diente, sean musarañas o elefantes; todos los tetrápodos lucen en sus extremidades el mismo esquema, desde el ala de un ave a la pata de un caballo, la mano humana o la garra de un tigre; ciertos huesos de la mandíbula de los reptiles forman parte del oído de los mamíferos. Estos parecidos son un misterio.

Para los creyentes de toda deidad, la respuesta a este misterio era y será siempre la misma: es la voluntad de la divinidad. Pero para filósofos y naturalistas esta explicación es insuficiente. Los animales se agrupan por parecidos, y se separan por diferencias de un modo consistente y sutil. Los estudiosos empezaron a pensar que unos animales podían, tal vez, transformarse, cambiando sus estructuras, pasando de una forma a otra. Estas ideas, sin embargo, tropezaban con una barrera infranqueable: no se conoce mecanismo alguno capaz de transformar hoy en día a un pez en reptil, o a éste en ave o mamífero. Sin saber de qué manera podría haberse producido esa transformación, la idea era ridícula. Especialmente cuando la explicación alternativa (dios lo quiere) era apoyada con frecuencia y contundencia por las autoridades civiles, por la violencia si era necesario.

Y entonces llegó Charles Darwin: un tímido estudiante de teología convertido en naturalista que tuvo la inmensa suerte de realizar un largo viaje alrededor del mundo que le permitió ver con sus propios ojos muchas de las maravillas de la vida en el planeta, y sobre todo tuvo mucho tiempo para pensar. Con lo que pudo observar, ciertas ideas radicales (y dudosas) sobre economía de Thomas Malthus, la idea de tiempo profundo producto de sus estudios con su mentor Adam Sedgwick y su lectura de los Principios de Geología de Charles Lyell, además de su experiencia en la crianza de animales domésticos, Darwin supo comprender el mecanismo de este fenómeno, explicando el procedimiento por el que un ser vivo podía acabar dando lugar a otro diferente.

Funciona así: todos los seres vivos tienen muchos descendientes, todos casi iguales, todos diferentes. A unos les va mejor en la vida que a otros, y estos triunfadores tienen más descendencia, que hereda sus diferencias y obtiene así una ventaja en su propia lucha por la vida. Los descendientes son como los progenitores pero ligeramente distintos; una idea simple. Cuando pasan miles, centenares de miles, millones y decenas de millones de años y de generaciones este motor sencillo es capaz de transformar la aleta de pez en la pata de un reptil, y ésta en la pierna de un mamífero, que se convierte en la aleta de una ballena y acaba cumpliendo la misma función que la aleta original, pero de forma diferente. Sin perder en sus características el rastro de cada uno de los cambios. Elegante y poderoso.

Darwin llamó a su teoría ‘descendencia con modificación’, y a su motor ‘selección natural’, por analogía con la ‘selección artificial’ de los criadores de vacas, perros o palomas, que escogen cuál se reproduce y cuál no en función de sus intereses. La teoría era sólida, y potente, pues permitía entender con facilidad la sorprendente variedad de los seres vivos, y sobre todo, sus misteriosos parecidos. Un antecesor común de toda la vida explica por qué todos usamos el mismo esquema químico básico (ADN, proteínas, lípidos, azúcares); un pez tuvo la primera aleta con quiridio, y por eso lo heredamos todos los tetrápodos; el primer mamífero tuvo un molar tribosfénico que sus descendientes hemos adaptado de mil y una formas, porque las diferencias de hábitat y modo de vida explican todo lo que separa a ratones, osos, gatos y humanos. El misterio central de la biología, el juego de parecidos y diferencias entre los seres vivos, puede explicarse. Ya no hace falta un creador de la vida para comprenderla.

De ahí el genio de Charles Darwin, el primer humano que comprendió la naturaleza de verdad, y de ahí su posición central en la ciencia de la biología, y en nuestro conocimiento del universo. De ahí la férrea oposición a su idea desde quienes creen en un creador, dado que el misterio central de la biología era su único refugio, una vez expulsadas las deidades del cielo por la física y la astronomía. Contraviniendo el postulado central de toda religión, la fe sin pruebas, muchos creyentes sinceros y benévolos se han empeñado y se siguen empeñando hasta hoy en denigrar y rechazar una explicación de la naturaleza viva, sólo porque les roba lo que consideran una prueba de la existencia de la divinidad. Darwin, tímido y bondadoso en lo personal, era consciente de lo que esperaba a su teoría y a él, por crearla. Por eso dudó durante 20 años, y por eso quiso rodear su hipótesis central de tantos datos y tan robustos razonamientos que fuera capaz de sobrevivir a las polémicas que le aguardaban. Hombre religioso en su vida personal, su honestidad intelectual le obligó sin embargo a publicar una tesis que sabía le acarrearía el odio de muchos eclesiásticos y el rechazo de las iglesias del mundo, que sigue hasta la actualidad.

Hoy se cumplen 199 años del nacimiento de Charles Darwin, que encajó las piezas básicas del rompecabezas de la vida de modo tan ingenioso y sutil que los nuevos descubrimientos, desde la bioquímica a la genética, desde la paleontología a la ecología, refuerzan su esquema básico al clarificar los detalles de lo ocurrido en nuestra historia planetaria. Merece la pena recordar y homenajear a quien regaló a la especie humana una de sus cumbres intelectuales: el entendimiento del cómo hemos llegado hasta aquí.

El cielo imperfecto

Hace 398 años que Galileo Galilei descubrió en el cielo algo más que imposible, impensable: que había cuerpos celestes más allá del poder de nuestra vista desnuda, y que orbitaban alrededor de otros cuerpos celestes y no de nosotros. Hace casi cuatro siglos Galileo divisó por vez primera los cuatro mayores satélites de Júpiter (bautizados así como ‘galileanos‘), y con ello dio un paso fundamental en inventar lo que hoy conocemos como ciencia. Además de ser el primero en disfrutar de un bellísimo espectáculo hoy al alcance de muchos juguetes.

En efecto, hasta que Galileo reinventó el telescopio y empezó a mirar a su través los cielos las teorías sobre el funcionamiento del cosmos estaban basadas no en la observación, sino en preconcepciones. En todas las teologías el creador correspondiente ha fabricado el universo expresamente para los humanos, así que en prácticamente todas las cosmologías antiguas el lugar donde viven los humanos es el centro del universo. Por la misma razón los movimientos de los astros visibles están cargados de significado, ya que están hechos a medida para nuestro entendimiento. Y no hay objetos invisibles, ya que un astro que los humanos no podemos ver carecería de sentido. Las elaboradas observaciones que permitían a sacerdotes y protoastrónomos predecir el inicio y final de las estaciones o los eclipses lunares eran perfectamente correctas, pero su explicación debía ajustarse a ese presupuesto: el de la existencia de un creador del universo, y nuestro. De ahí las complicaciones de la astrología o de las teorías geocéntricas.

Los creadores de sistemas tan enrevesados como los epiciclos no eran estúpidos: simplemente intentaban conciliar unas observaciones impecables con unas bases teóricas imposibles. Ni carecían de sentido las perplejidades de la astrología: si los astros habían sido literalmente colocados allí por una divinidad para nuestra edificación era lógico suponer un propósito a sus movimientos, un mensaje oculto en ellos susceptible de ser interpretado. Por eso el sistema heliocéntrico era tan subversivo cuando las religiones tenían poder político. Por eso la astrología, aunque opuesta a las doctrinas eclesiásticas, era tolerada y estaba tan extendida.

Al mirar al cielo y comprobar la realidad Galileo se saltó estos presupuestos iniciales e inamovibles, y con ello descubrió hechos imposibles de encajar en este marco. Ello hizo necesario elaborar nuevos marcos que explicasen estos fenómenos, que a su vez permitieron descubrir nuevos datos. De esta forma cada nueva teoría daba a luz las semillas de su propia destrucción según una idea del universo daba lugar a otra nueva que la subsumía y ampliaba. Es esta rueda de creación y destrucción de teorías, esta máquina de pensar lo que hemos venido en llamar ciencia: un sistema planificado que hace crecer sin cesar nuestro conocimiento del mundo. Y que se basa en la subversiva idea de aquel florentino que hace casi cuatro siglos decidió saltarse los axiomas y acabó por destruirlos simplemente observando la imperfección del cielo. Si de verdad estuviésemos por el conocimiento, si esta especie de mono bípedo estuviese, como presumimos, en el selecto grupo de los seres racionales, este aniversario sería fiesta en todo el mundo. Pero todavía preferimos celebrar batallas en lugar de marcar el momento cuando empezamos a crecer como especie.

El Infierno antes que Darwin

Según una reciente encuesta llevada a cabo en los EE UU allí hay más gente que cree en la existencia física y literal del Demonio, y del Infierno, que en la Teoría de la Evolución por Selección Natural. O lo que es lo mismo: en el país más poderoso del planeta hay una gran fracción de población que está convencida de la existencia de una caverna llena de lagos de ácido sulfúrico hirviente y poblada por seres de color rojo, dotados de cuernos y dedicados a torturar a los malvados con grandes bieldos por toda la eternidad. Y lo creen sin más pruebas que las palabras de un libro escrito hace siglos recogiendo mitos de hace milenios, y la tradición basada en ese libro. Ninguna prueba física, ni intelectual; ninguna evidencia palpable, ninguna lógica. Simplemente fe.

Quienes están convencidos de que Satán y el Infierno existen superan en número a los que creen en un mecanismo para el funcionamiento de los seres vivos que es una propiedad intrínseca de cualquier sistema de reproductores imperfectos que sobreviven en un entorno con recursos limitados. Y que no sólo permite entender de manera lógica la naturaleza, sino que acumula en su favor pruebas de todo tipo y evidencias sin cuento. Como resultado de una sostenida campaña de acción política dirigida a controlar el sistema educativo, la Teoría de la Evolución por Selección Natural está considerada allí como una ideología sospechosa con connotaciones políticas radicales que debe ser considerada enemiga de la fe y por tanto debe ser perseguida por los creyentes. Y eso incluye a sus defensores, que deben ser castigados personal y profesionalmente.

Muchas personas encuentran la fe, la creencia sin prueba alguna en la existencia de un ser superior creador del universo al que le importamos cada uno de nosotros, como profundamente reconfortante. A lo largo de la historia millones han derivado de estas creencias consuelo, fortaleza y grandes dosis de valor en la lucha contra la injusticia. Pero la fe organizada también ha sido utilizada durante milenios para crear y justificar injusticias. La esencia de la fe, la irracionalidad, hace que las creencias individuales sean susceptibles de manipulación y abuso; la asociación de poderes espirituales con los poderes políticos ha hecho no poco mal en no pocas ocasiones. En particular la fe organizada considera intrusa cualquier explicación del universo que no incluya sus postulados fundamentales, en especial la existencia de un creador. A lo largo de los años las iglesias han considerado un ataque directo cada avance del entendimiento y la razón humanas en la comprensión del cosmos. La Teoría de la Evolución por Selección Natural, una ley natural equivalente a la Ley de la Gravitación Universal, debe ser calumniada por razones morales, y equiparada a caricaturas carentes de peso intelectual alguno. La fe, sin embargo, debe mantenerse en su más estricta literalidad, aunque sea en temas marginales (como la existencia física del demonio o el infierno) o se roce el absurdo. Que esto ocurra hoy en el país que hoy es más importante a la hora de decidir el destino del mundo, entre los ciudadanos que deciden la orientación política de este país, desafía el entendimiento.

Inocencia del móvil asesino

La ciencia no sólo es un sistema para descubrir nuevos conocimientos; tan importante como encontrar lo nuevo es ser capaz de deshacerse de lo antiguo, de lo no válido, de lo que descubrimos que es falso. Y por eso la ciencia es también un sistema de anulación de hechos y teorías que con el tiempo se han demostrado erróneas. Como el trabajo policial, la investigación científica consiste en emitir hipótesis y después ponerlas a prueba, descartando aquellas que no se sostienen o que los hechos demuestran imposibles. Por muy lógicas que parezcan; por muy intuitivamente correctas, y por muy encariñados con ellas que podamos estar, las teorías incompatibles con las pruebas deben ser rechazadas. Lo cual, a veces, es difícil; científicos y policías son humanos, al fin y al cabo.

Así, cuando un trabajador de Corea del Sur apareció muerto, con el pecho reventado y quemado y restos de su teléfono móvil en la camisa chamuscada, la primera idea que se les ocurrió a los investigadores fue echarle la culpa a una explosión de la batería del teléfono. Al fin y al cabo mucha gente desconfía de los móviles y los considera inseguros, y una batería almacena gran cantidad de energía en un espacio reducido: la receta de una bomba. La desconfianza ante la tecnología y la aparente evidencia se confabularon, y pronto la noticia rebotaba por la Internet toda: los móviles se habían cobrado otra víctima más, por la tremenda esta vez.

Posteriores investigaciones, sin embargo, ponen en duda esta primera hipótesis. Las heridas del cadáver son extensas, lo que indica una explosión de elevada energía que parece excesiva para una batería de móvil. Por otra parte este tipo de baterías se sabe son capaces de arder, pero raras veces o nunca se ha visto hacer explosión a un teléfono (a no ser que fuera intencionalmente preparado). Las pruebas físicas arrojan dudas sobre la responsabilidad del móvil en la muerte del coreano, que además resulta que trabajaba en una cantera, industria conocida por la disponibilidad de explosivos y por los accidentes en su manipulación. La hipótesis más económica, pues, es pensar que el móvil sea inocente de esta muerte, después de todo. Y es que demostrar responsabilidades, como saben bien los investigadores criminales, no es nada sencillo…

Finalmente ha resultado que el trabajador fue víctima de un accidente: un compañero lo atropelló con un vehículo y fabricó la historia sobre la explosión de la batería para ocultar el hecho. El móvil ha sido, por tanto, declarado inocente.

Bibliocentrismo

Algunos devotos no comprenden que al igual que el laicismo del estado protege a las religiones (unas de otras) la ciencia es un sistema de conocimiento cuya neutralidad beneficia a la Humanidad toda. Porque el principal enemigo de una religión concreta no es el ateísmo, sino las demás religiones: allá donde una manda las demás están prohibidas o severamente limitadas. Lo mismo ha ocurrido cuando una religión ha dominado la esfera intelectual: que todas las interpretaciones discrepantes (religiosas o ateas) han sido acalladas por las malas.

Un buen ejemplo es la interpretación fundamentalista de algunos cristianos, que piensan que el Universo fue creado por ‘su’ dios exactamente del modo explicado en la Biblia. Es decir, en seis días, en el orden correspondiente, con las pequeñas contradicciones que aparecen en el Génesis… Sin embargo esto no tiene por qué ser así. La cosmogonía expuesta en el Museo de la Creación padece de un avanzado ‘bibliocentrismo’. ¿Por qué la Creación, de existir un creador, ha de ser la judeocristiana?

Podría tratarse en su lugar de alguna de las muchas cosmogonías alternativas que existen. Algunas de las cuales, como la nórdica o la griega, construyen el universo a base de carroñas de dioses muertos; en las que la bóveda del cielo es la calavera de una protodeidad, o diosas como Afrodita surgen de la espuma creada por la caída al mar de los testículos arrancados de un titán. Hay un mito de la creación diferente para cada religión del planeta, y todos ellos no pueden ser ciertos: sus postulados son demasiado diferentes, y casi siempre padecen de lo que Tecnología Obsoleta llama ‘Antropocentrismo descendente‘, la atrincherada creencia en la centralidad del ser humano en el universo. Sólo la ciencia ofrece una explicación única, independiente de las religiones y que coloca a la Humanidad en su (limitado) papel real respecto al Cosmos. ¿Tal vez por eso todas las religiones la acaban odiando, y algunas intentan secuestrarla?

¿Ciencia?

Desde que nacieron, los museos de ciencias naturales son lo más parecido a un templo que puede tener la Ciencia. En algunos casos, como el venerable Museo de Historia Natural de Londres, la arquitectura refleja esta idea evocando en sus salas ecos de un santuario como vidrieras y arquerías góticas. Si los científicos fuesen una religión, que no lo son, es en estos lugares donde celebrarían sus ceremonias. Si los ateos tuviésemos iglesias, serían ésas. Entonces podríamos exigir a las demás religiones respeto por nuestras doctrinas y rituales, y especialmente respeto para nuestros templos y lo que en ellos hacemos. Un respeto que cualquier religión exige para sí, pero que muchas no corresponden.

Por eso la apertura hoy del llamado ‘Creation Museum‘ es tan ofensiva para muchos: porque se mofa de esta idea haciéndose pasar por un museo de ciencias naturales cuando es en realidad una especie de parque temático religioso. Presentado como ‘un paseo por la historia’, el museo de la creación mezcla dinosaurios y seres humanos con peregrinas teorías geológicas, y adoba todo ello con exposiciones de profetas y sucesos del Antiguo Testamento. Bajo el pretexto de presentar como iguales a la teoría de la evolución y toda la evidencia que la sustenta (geológica, genética, bioquímica, física, química) con el creacionismo bíblico en un formato especialmente asociado con el método científico lo que en realidad hace esta atracción es burlarse de la ciencia. El objetivo de sus promotores no es otro que hacernos a todos comulgar con sus ruedas de molino, y mezclar ideas. Quieren hacer pasar por ciencia sus interpretaciones de la Biblia, y disfrazar de religión las teorías científicas, elaboradas sobre montañas de evidencia. Quieren convertir lo cierto y lo falso en un lodazal confuso, para poder afirmar que no hay diferencia entre su religión y la ciencia de todos. No se les debe permitir. O habrá que exigir reciprocidad.

La forma de la ciencia

Ésta de abajo es la forma que tiene la ciencia, expresada en un gráfico de interconexiones entre diversas ramas del conocimiento relacionadas por publicaciones comunes. En el gráfico en tamaño grande [5,3 Mb] pueden verse claramente las áreas (desde Física Cuántica a Enfermedades Infecciosas, desde Biología Celular a Astrofísica) y de qué manera están interconectadas por publicaciones que hacen relación a varias de ellas. Todo el conocimiento está relacionado, porque el Universo sólo es uno.