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El día que todo pudo cambiar

Hace 2.249 años cambió la historia para siempre; como, por otra parte, ocurre todos los días. Pero el 10 de marzo del 241 antes de Cristo lo hizo de una forma espectacular. Porque en aquel día se enfrentaron cerca de las Islas Égadas, en la punta occidental de Sicilia, las fuerzas navales de la República de Roma con la flota cartaginesa. Y los cartagineses resultaron espectacularmente derrotados; tanto, que pidieron la paz a Roma y aceptaron sus draconianas condiciones. Así acabó la Primera Guerra Púnica, y la dominación cartaginesa del Mediterráneo; así empezó a existir el Mare Nostrum, y se sembraron las semillas de la Segunda Guerra Púnica, que habría de acabar con Cartago. Y así cambió para siempre el rumbo de lo que hoy llamamos Occidente. Porque si las guerras entre Roma y Cartago hubiesen tenido otro final, nuestro pasado habría sido muy distinto, y por tanto nuestro presente sería fundamentalmente otro. Aquella batalla marcó todo el futuro, incluyendo nuestro presente.

Cartago era una sociedad muy diferente a Roma, y de haber prevalecido nosotros seríamos muy diferentes a como somos hoy. El imperio cartaginés era sobre todo comercial, y su amplia influencia la ejercitaba a partir de la economía. Su estructura política era mucho más oriental y mucho menos democrática que la romana, por entonces una bulliciosa república, al menos en la civitas. Y sin embargo la ‘democrática’ Roma tenía un fuerte impulso expansivo e imperial, acompañado de una determinación rayana en la obsesión: la armada que derrotó a la flota cartaginesa en las Islas Égadas era la tercera construida por Roma después de que una primera fuera capturada en Lipara y una segunda destruida por el combate y una tormenta en Drépano. Los romanos, que hasta entonces no habían tenido necesidad de una marina de guerra, copiaron los barcos cartagineses y griegos y aprendieron a utilizarlos a base de perder naves en tormentas, hasta que a la tercera flota, tras perder cientos de naves y miles de hombres, vencieron. Incluso se permitieron el lujo de dar lecciones a los arrogantes cartagineses, confiados en su dominio de las fuerzas navales, al innovar más y mejor que ellos inventando el corvus, una nueva estructura y modo de combate marítimo que desequilibró la balanza a favor de Roma en batallas como la de Milas (la primera victoria naval romana) y el Cabo Ecnomo. Para cuando las flotas se enfrentaron en las Islas Égadas los romanos habían ya descartado el corvus, demostrando su flexibilidad táctica, y también aprendido a navegar en el Mediterráneo con seguridad, lo que luego sería la espina dorsal del Imperio. Asimismo habían demostrado otra de las características que les acompañaría en toda su historia, y que heredaríamos nosotros, los occidentales: la férrea voluntad de someter al enemigo, al ofrecer a Cartago condiciones tan duras tras aplastar a su ejército de tierra en Adis que los norteafricanos prefirieron seguir combatiendo. Lo cual no les sirvió de mucho, ni en la Primera ni en la Segunda Guerra Púnicas; tras sucesivas derrotas Cartago fue literalmente arrasada hasta los cimientos por los romanos, para los cuales sólo había dos alternativas: la sumisión, o la muerte. De estos mimbres estamos hechos sus descendientes.

El último viaje del SS Independence

Es el último representante de una era, tecnológica y comercial: la de los buques de pasajeros trasatlánticos. Pero tras una larga y variada carrera, el SS Independence ha partido, probablemente camino del desguace. Durante más de un siglo las rutas comerciales del Atlántico Norte fueron las más rentables e importantes de todas las rutas marítimas. Los barcos eran la única forma de ir de Europa a América, y los que hacían los trayectos entre Londres, París, Hamburgo o Nápoles y Nueva York acabaron adquiriendo características míticas. La elegancia de los barcos, su potencia y velocidad (medida en un trofeo al cruce más rápido, el Gallardete Azul), entraban en competencia entre buques de distintos países, cuyas habilidades en la construcción naval representaban el orgullo nacional. Barcos como el Titanic se construyeron para estas rutas, pero también leyendas como el Norway/France, el Queen Mary, el Michelangelo, el Ile de France, el United States, el Andrea Doria, el Lusitania, el Normandie… y tantos otros buques, que transportaron a América a millones de personas, y fueron pasto de triunfos y tragedias sin igual.

A esta orgullosa estirpe pertenecían el SS Independence y su gemelo, el SS Constitution, cuando fueron construidos a principios de los años 50. Estaban diseñados para transportar rápidamente y con estilo a pasajeros entre ambas orillas del Atlántico, concretamente en la ruta conocida como ‘Línea del Sol’ que unía Nueva York con los puertos italianos (Nápoles, Palermo) y/o franceses (Niza) del Mediterráneo en una o dos semanas de lujo y confort. Además, estaban preparados para reconvertirse en transportes de tropas si lo requería el Tío Sam, y de hacerlo de modo más eficiente que algunos de sus antecesores, hundidos durante las guerras mundiales realizando esa función. Propulsado por turbinas de vapor, alcanzaba unos más que respetables 23 nudos, y durante varios años tras su botadura realizó su cometido pintado con el casco negro y la superestructura blanca que eran casi el uniforme de los trasatlánticos.

Para mediados de los años 60 el Independence ya no era rentable como barco de pasaje. Habían aparecido barcos más nuevos y eficaces, que le habían robado cuota de mercado. Pero sobre todo los trasatlánticos fueron derrotados por una tecnología que nada tenía que ver con su mundo, pero que acabó con su negocio casi de un día para otro: el avión reactor. El cruce más rápido del Atlántico Norte lo hizo el SS United States (dotado con la maquinaria destinada a un portaaviones) en tres días y medio; un reactor apenas tardaba ocho horas. Por si fuera poco, los aviones de pasajeros de cabina ancha eran seguros, y económicos. De repente aquellos orgullosos ‘monstruos marinos‘ carecían de sentido económico como transportes de pasajeros.

Muchos trasatlánticos se reconvirtieron en cruceros vacacionales, empeño en el que pasaron buena parte de sus carreras con éxito; en el caso que nos ocupa, tras una profunda reforma y un nuevo esquema de pintura. De hecho lo que acabó de rematar al Independence (el Constitution se había hundido camino del desguace en 1995) fueron los ataques terroristas del 11 de septiembre y sus consecuencias sobre el turismo: la empresa de cruceros que lo empleó durante 25 años en Hawaii quebró, y el barco estuvo desde entonces amarrado en San Francisco, en toda su fantasmagórica gloria. Sus últimos propietarios conocidos lo han vendido, no se sabe a quién, y el casco está siendo remolcado supuestamente hacia Singapur. Lo más seguro es que este magnífico descendiente de las leyendas marítimas de antaño acabe sus días en algún desguace de barcos del Índico, herido de muerte no por una versión mejor de sí mismo, sino por algo completamente nuevo, contra lo que no pudo luchar, porque contra el avión la rapidez (de un barco) y la lujosa comodidad de nada servían. El avance tecnológico puede acabar hasta con los más formidables triunfos del ingenio. Es una lección que se sigue repitiendo hoy.

El abuelo del superjumbo

Después de no pocos dimes y diretes, por fin el superjumbo europeo A380 ha iniciado hoy su andadura comercial. Es un buen momento para recordar a sus ancestros; porque el A380, como muchas otras maravillas tecnológicas, tiene antepasados. Y uno de ellos podemos denominarlo su abuelo, porque era un avión de pasajeros de dos pisos, y de origen francés. Se trata del Breguet Br 761 ‘Deux-Ponts’, denominado Br 763 Provence en su versión civil de pasajeros (Universal en su final versión civil de carga) y Br 765 Sahara en su versión militar. Conocido popularmente como ‘Deux-Ponts’ (dos pisos), el Provence/Sahara nació como un cuatrimotor de pasajeros en 1949 a partir de un diseño de 1944. El primer prototipo (Br 761) llevaba motores franceses y carecía de la característica y truncada ‘tercera cola’ sobre el fuselaje; los posteriores Br 763 Provence iban equipados con motores radiales de 18 cilindros Pratt and Whitney R-2800. Air France compró 12 aparatos (por orden, se dice, del Ministerio del Aire francés) tras ordenar algunas modificaciones, y los utilizó sobre todo en las rutas de Argelia y Túnez durante años, empezando en los años 50.

El ‘Deux Ponts’ llevaba 59 asientos arriba (Clase Turista) y 48 abajo (Segunda) en los vuelos de pasajeros. Las grandes puertas de valva en la parte trasera del fuselaje facilitaron que media docena de ellos hicieran la transición a aviones cargueros, con el nuevo nombre Universal: Air France los utilizó entre otras cosas para transportar los motores del Concorde. La otra media docena fueron vendidos a la Fuerza Aérea francesa, que ya disponía de 18 Br 765 Sahara; con motores franceses y una rampa trasera eran capaces de llevar 176 soldados, o incluso un carro de combate ligero AMX-10. Air France retiró el último Universal en 1971, y la Armée de l’air en 1972. Durante años uno sobrevivió convertido en café en Fontenay-Trésigny, cerca de París.

Eran otros tiempos. El Provence pertenece a una era de elegantes aviones de pasajeros lentos, pero cómodos, señoriales y hasta glamourosos; aviones que iniciaron la era de las aerolíneas que hoy conocemos, y que por ello son hoy recordados incluso en los simuladores. Aviones como el Lockheed Constellation, el Boeing 377 Stratocruiser o el Vickers Viscount, propulsados por motores radiales o de turbohélice, presurizados y diseñados pensando en la comodidad y el lujo. También de cargueros de dos pisos, como el británico Blackburn Beverley C.1; todos ellos triunfos de la ingeniería aeronáutica de la época que muy poco después fueron barridos por la llegada de los reactores. No sin antes introducir la posibilidad real de volar en la cultura popular, y sembrando así la semilla que culmina, por ahora, en el A380.

El fin del último clíper del té

El Cutty Sark se ha perdido, y con él perdemos el último superviviente de un excitante periodo de la historia marítima. Se trataba del último ‘Clíper de China, o del té’ aún con nosotros, una clase de buques hiperespecializados de altísima tecnología para su época que hoy podríamos comparar tan sólo con el Concorde. Construidos exclusivamente para la velocidad, los también llamados ‘Clíper extremos’ eran tal vez las máquinas más eficientes jamás construidas para transformar el viento en impulso motriz. Su razón se ser no era la capacidad de carga, sino la rapidez; su diseño estaba optimizado para que consiguieran transportar pequeños volúmenes de carga muy valiosa (te, especias, correo, personas) lo más deprisa posible desde el Lejano Oriente hasta Inglaterra dando la vuelta por el Cabo de Buena Esperanza, aprovechando al máximo los vientos Alisios: la Ruta de los Clípers. Y lo conseguían, obteniendo velocidades jamás conocidas antes de su desarrollo.

Para ser los primeros en traer cada año el té verde de China a Europa se construyeron barcos sofisticadísimos jamás igualados en prestaciones. Con su armazón de hierro fundido y su tablazón de madera la estructura del caso era fuerte y resistente pero muy larga y flexible. Sus proas cóncavas y sus enormes aparejos, normalmente de cuatro palos con velas cuadras y dotados de velas auxiliares de foque (sobrejuanetes, estays, cangrejas) y de Alas laterales, tripulados por marineros expertos y capitanes agresivos que hacían de cada travesía una competición pública, los ‘cliper extremos’ conseguían velocidades sostenidas de hasta 7 nudos durante periodos de días: algo jamás superado en la navegación comercial a vela. A cambio eran caros de operar, con grandes tripulaciones que llevaban una vida peligrosa y agotadora. Aquellos marineros trabajaban al límite en condiciones difíciles de imaginar hoy, trepando a mástiles de 20 metros de altura en cualquier viento o condición meteorológica, con ‘una mano para el barco y otra para ti’ y siempre con el riesgo de romper (como le ocurriera en su primer viaje al Cutty Sark) por forzar en exceso el buque. Eran otros barcos, y eran otros hombres.

La llegada de los buques de vapor, lentos y humeantes, pero más económicos de operar con su menor tripulación y la seguridad de su llegada con independencia de los vientos arrinconó a los clípers y otros grandes veleros en las rutas menos rentables, como la lana de Australia, o el guano y el aceite de lámpara con Sudamérica. La apertura del Canal de Suez dio la puntilla a los Clípers de China, al acortar enormemente la ruta y permitir evitar las tormentosas latitudes de los ‘Rugientes 40. Para la segunda década del siglo XX los ‘Tall Ships’ (barcos altos) y sus tripulaciones eran tan sólo un recuerdo del pasado; un eco de otros tiempos. El último de aquellos prodigios de la tecnología decimonónica ha perecido, y con él una pequeña parte de nuestra historia.

Cutty Sark en su dique seco de Greenwich, Inglaterra, en Google Earth.