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Violación de la privacidad con resultado de muerte

Los datos descontrolados matan. O si no, que se lo cuenten a Raúl Reyes, o en su día a Dzyojar Dudáyev, o a las decenas de activistas palestinos asesinados por las fuerzas israelíes. Basta con que caigan en manos enemigas el puñado de bites que representan un lugar en un momento dado para que sea posible acabar con la vida de alguien. Por eso es tan importante la privacidad, es decir, el que uno mismo tenga la capacidad de controlar qué datos están en manos de quién, y cuándo. Porque lo contrario es una amenaza que puede llegar a ser mortal. Cualquier teléfono móvil es una emisora que se identifica continuamente. Si esa identificación puede relacionarse con una persona, un atacante que disponga de una mínima capacidad tecnológica puede triangular la posición del teléfono, y por tanto de la persona. Los teléfonos de satélite, que emiten con mucha mayor potencia, necesitan sin embargo una sofisticada infraestructura tecnológica para la triangulación. En un móvil normal, la misma red de la compañía telefónica puede realizar esta operación con sencillez, simplemente utilizando software. En resumen, cualquier individuo cuya relación con un teléfono móvil sea conocida puede ser seguido, o asesinado, usando medios cada vez más sencillos y, por tanto, más al alcance de muchos posibles enemigos. Es por eso que la asociación entre nombre y teléfono debiera ser privada, y sólo debería descubrirse bajo el más férreo control judicial. Es más que dudoso ese control en casos como el de Reyes o Dudáyev, por no mencionar el problema jurisdiccional (¿qué juez? ¿bajo qué ley?).

Piénselo; mucha gente no derramará lágrima alguna ante la eliminación de un terrorista. Pero el terrorista de unos es el luchador por la libertad de otros; en algunos casos es una cuestión de definición. Si esta tecnología hubiese estado en manos del ocupante nazi en la Francia de la Segunda Guerra Mundial, la Resistencia hubiese sufrido sobremanera. O piense en lo que hubiese podido pasar si la tecnología hubiese caído en manos de un estado totalitario como la Unión Soviética o la Alemania nazi. No nos parece demasiado mal que quien comete crímenes sea localizado, o incluso eliminado, pero los crímenes que justifican este tratamiento pueden ser también ideológicos, incluso imaginarios. En un estado opresivo la definición de ‘crimen’ es arbitraria, y sin privacidad de ella dependerá nuestra libertad, e incluso nuestra vida. Simplemente trate de pensar en lo que podría ocurrir si este tipo de tecnología cayese en manos de la opción ideológica que usted más aborrece. Temible, ¿verdad? Para colmo la tecnología cada vez ofrece más poder a grupos más pequeños de personas: ya no hace falta toda una infraestructura estatal para hacer cosas que antes sólo podía hacer todo un país. Esto supone que lo que hoy hace Israel, EE UU o Colombia mañana lo podrán hacer organizaciones terroristas, y pasado mañana un individuo.

Es por eso que el derecho a controlar quién tiene nuestros datos personales se está convirtiendo ya en uno de los más importantes cimientos de la libertad futura. Las leyes deben limitar el acceso a ese tipo de información al máximo, con el consentimiento de la persona o como mínimo bajo estricto control judicial. Porque la privacidad es algo más que el derecho a evitar que a uno le incordien con correo electrónico basura o le llamen por teléfono con ofertas a la hora de la cena. La información mata, y tenemos que disponer de un mínimo derecho a la autodefensa.

Gran Hermano sobre ruedas

La Dirección General de Tráfico española acaba de presentar un nuevo sistema de control que comprobará mediante un lector automático de matrículas si los coches están provistos del seguro obligatorio, un problema por demás serio. Doce patrullas recorrerán la geografía nacional leyendo matrículas a mansalva con el noble fin de proteger nuestra seguridad asegurando el cumplimiento de la ley. Lo que no ha aclarado la DGT es si va a almacenar datos de los coches no infractores, y en su caso para qué más va a utilizar la base de datos generadas por este sistema. Porque la identificación de flujos de tráfico, el conocimiento de que un coche en particular estaba en determinado sitio a determinada hora y en otro sitio a otra hora tiene muchísimos y ominosos usos. Hasta tal punto que podría considerarse una preocupante violación de la privacidad, porque con esos datos es posible reconstruir los trayectos de automóviles individuales perfectamente inocentes. Con día y hora.

Almacenar ese tipo de datos sería una inquietante intrusión en nuestra privacidad que debiera estar bajo estricto control. Si la intención de la DGT es crear una base de datos de movimientos de automóviles, como ya está haciendo Gran Bretaña, es vital que se especifique quién y para qué pueden usarse, y también durante cuánto tiempo pueden almacenarse y cómo se va a impedir su uso indebido. De lo contrario habrá problemas, y problemas serios. Imagine que los movimientos de un automóvil pudieran formar parte de un juicio de divorcio (señoría, afirmó estar trabajando, pero estaba con su amante). O que pudieran ser alegados por una compañía de seguros para no pagar unos daños (solía hacer 1.000 kilómetros en un día y superaba los límites de velocidad). Imagine que una empresa pudiera usar estos archivos para comprobar la moralidad de un candidato a empleado (mmmm, su vehículo se detiene con frecuencia en clubes de alterne). El ‘inofensivo’ sistema de control del seguro de la DGT puede con facilidad transformarse en un pequeño Gran Hermano, si no está bajo férreo control. Y las consecuencias de un uso indebido de este tipo de información son catastróficas. Nuestros custodios no deberían usar cualquier tecnología de control tan sólo porque está disponible. ¿Y quién custodia a estos custodios? ¿Protección de Datos qué dice de todo ésto?

Tecnología contratecnología

La tecnología se puede usar para protegerse del abuso de la tecnología. Si los gobiernos o las empresas se pasan, la calle desarrollará métodos para la defensa. Un ejemplo clásico es la capucha, o ‘hoodie’ en el Reino Unido, que impide que las ubicuas cámaras de seguridad reconozcan al viandante y devuelve así la privacidad. Pero la tecnología puede volverse contra sí misma. Así nacieron el mando a distancia que apaga todos los televisores a la vista, o las bombillas infrarrojas que interfieren con los sistemas de lectura automática de matrículas, como los radares de tráfico. Ahora acaba de nacer el desconectador individual de móviles. una caja negra que acaba con cualquier conversación de móvil en 10 metros a la redonda sin dar una pista: un aparato perfecto para el saboteador urbano que desea detener los abusos del móvil en el espacio público. Como el conocimiento no es cerrado, la guerra de contramedidas continuará, si el comercio y el estado siguen abusando. Lo pasmoso de los anuncios personalizados que asaltaban a los usuarios del metro en la película ‘Minority Report’ es que nadie pensara en llevar gafas de sol para librarse de ellos. Qué curioso que este tipo de defensas sea ilegal…