Franklin llegó al hospital con los ojos cubiertos de pus y la piel convertida en un sarpullido. Otro caso más de sarampión. Lo tratamos y no iba mal, los síntomas cada día iban desapareciendo: la conjuntivitis, la tos… Sólo había uno que se resistía, día tras día: “No quiere comer”, me decía su madre, Mercy, entre risas. Cada día me comía mi indignación, y miraba alrededor buscando apoyo mientras replicaba que no era gracioso, que era algo grave. Pero nada de lo que dijera podría cambiarla, porque Mercy está simple y llanamente loca. Y tiene dos hijos sin padre y otro en camino. Franklin no comía porque su madre no sabía que tenía que darle de comer.
La infancia aquí es distinta. Carritos, chupetes, cunas, juguetes… Son fantasías, se desconoce su existencia. No es el entorno el que se adecúa al niño, desde el mismo comienzo de la vida es él el que debe adaptarse. Las madres tienen que continuar cultivando en la granja, limpiando, trabajando; así que los bebés crecen a su espalda hasta aprender a andar. A partir de entonces ya son independientes, no es extraño ver a niños de hasta dos años solos por la calle, corriendo por los caminos o jugando con machetes. Sin embargo, lo más característico de la niñez es lo efímero de su duración. En cuanto un niño puede vender cacahuetes, llevar un bidón de aceite de palma o a sus hermanos a cuestas, se acabó. En el momento en que pueden cargar peso, la infancia se termina.
Esa es la base sobre la que partimos, la normalidad sobre la que luego se añaden historias como la de Franklin, como los huérfanos, como los hijos de familias en las que no hay dinero ni para un plato de arroz. Casos que son más habituales que raros.
Así son las cosas, luchamos contra lo que podemos mientras soportamos la frustración de ver todo lo que nos falta, alimentándonos de momentos en los que parece que hemos conseguido que algo cambie, por pequeño que sea. Con imágenes como Mercy corriendo con su sonrisa al enseñar a su hijo. “Mira, mira, está comiendo”
Estas cosas me ponen los pelos de punta
26 diciembre 2015 | 12:21 am
Para el Liberalismo y el Patriarcado, los hijos menores de edad son propiedad de los padres, y el Estado no debe intervenir en las decisiones que los padres tomen sobre aquellos. Por ejemplo, los padres deben tener derecho a decidir si sus hijos estudian o trabajan. Y no olvidemos que los favores sexuales remunerados, para el Liberalismo, no son más que un trabajo como otro cualquiera. Igualmente, y siempre según el Liberalismo, el cuerpo humano es algo con lo que se puede comerciar libremente: los vientres de alquiler o el riñón, son mercancías con la que se puede negociar; pero como los hijos menores son responsabilidad exclusiva de los padres, éstos son los encargados de administrar dichos órganos. Y es que Liberalismo y Patriarcado van de la mano.
30 diciembre 2015 | 4:50 pm