Tres charlas en dos días

Aquí están por orden todos los capítulos del folletín animalista que estoy publicando en este blog todos los viernes. Un libro por partes con el que quiero aprender y experimentar una nueva forma de escribir.

Quiero hacer una buena novela juvenil, apta para todos los públicos, con el marco de la protección animal para dar a conocer y concienciar sobre esta realidad.

Cualquier sugerencia, duda o puntualización será bienvenida.

NOVENA PARTE:
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Permaneció agazapado bajo las sábanas, con pocas ganas de comenzar la semana. Había estado soñando toda la noche con vastos desiertos de arena, con ojos de un azul brillante y con seres humanos con mentes tan poderosas que lograban controlar todos los impulsos de su cuerpo. Estaba claro que él no era uno de ellos, decidió con un pinchazo de culpa pensando en Manu.

Salió de la cama llevándose el libro que estaba leyendo hasta la cocina, para poder avanzar un par de páginas mientras se tomaba su café saturado de galletas. Dune era una gran historia, realmente absorbente. En cuanto supo la noche anterior que su madre estaba bien y había estado vengándose de él, se fue a dormir acompañado de los Atreides para evadirse. Estaba muy cabreado con ella y muy incómodo pensando en su amiga, si es que podía seguir llamándola así.

Cerró los ojos un instante al recordarla, para volver a abrirlos concentrándose en el libro. Era una edición muy vieja, de solapas blancas. Había pertenecido a su padre, que era un gran lector de ciencia ficción. Martín llevaba apenas un par de años adentrándose en profundidad en su biblioteca. Lo había intentado en primer lugar con Asimov y sin éxito, se le hizo muy pesado, lo encontró demasiado centrado en políticas futuras y lo dejó sin terminarlo. Tal vez con quince años era aún demasiado pequeño y debería intentarlo de nuevo. En cambio el segundo que cogió fue El juego de Ender, que le fascinó. Había intentado que su madre le asesorara, pero ella no era de las que dedicaban el poco tiempo que tenían a leer y no le fue de mucha ayuda. Martín la consideraba una mujer inteligente y razonablemente culta, pero no era de las que tenían paciencia suficiente como para invertir sus horas en un libro. Daba igual, no había dejado de adentrarse en los mundos por los que su padre se había perdido antes que él. Pasar las mismas páginas que él había recorrido era una manera de sentirle próximo, de no permitir que se le hiciera aún más borroso. Cuando veía una mancha de café, le imaginaba leyéndolo en el desayuno como hacía ahora él; si percibía una marca en una página, la recorría más despacio buscando qué le podía haber llamado la atención; se preguntaba si tal vez tenía la misma edad que él cuando lo había leído por primera vez. E independientemente de hacer más nítido a su padre, también estaba el puro disfrute de la lectura. Muchos de los libros eran condenadamente buenos.

En el espejo del baño tenía una nota de su madre diciendo que ya había bajado ella a Logan. No hubiera hecho falta, ya sabía que lo había hecho. Las mañanas que ella no le había paseado, Martín lo notaba solo con ver aquel rostro a cuatro patas mirarle lleno de expectación. Aquel lunes el viejo pitbull le iba acompañando por la casa con toda la calma del mundo. Además la correa no estaba dónde él la había dejado la noche anterior.

Se tomó su tiempo para ducharse y vestirse. Aunque se negaba a admitirlo, no tenía prisa por salir puntual y encontrarse a Manu de camino al instituto. Y sabía bien que era absurdo, demorar lo inevitable. La iba a ver más pronto que tarde.

Entró en el aula y ocupó su sitio de siempre junto a Andrés justo un instante antes de que arrancara la clase. Un minuto más y Luis no le habría dejado pasar. Manu estaba sentada ante él con su coleta oscura y oscilante y garabateando en su carpeta. Martín tenía en su mesa, esperándole, un fragmento de papel doblado que procedía claramente del cuaderno en cuadrícula de Andrés, que no era amigo de los folios sueltos. Con los móviles prohibidos en clase, el clásico sistema de los papelitos seguía imperando. Lo abrió imaginando por dónde iban a ir los tiros.

“Te dije que la tenías en bandeja”.

Martín hizo una bolita y la lanzó a la cabeza sonriente de su amigo.

Manu no se había vuelto hacia él en ningún momento mientras tomaban apuntes y se comportó con toda naturalidad entre clase y clase, como si nada hubiera pasado. El chico se sentía aún peor por ello. No la había llamado, no había contestado a sus mensajes, había evitado encontrarse con ella a primera hora de la mañana… estaba comportándose como un crío. Parecía que tenía doce años. Según avanzaba la mañana, más se enfadaba consigo mismo. ¿Desde cuándo era un cobarde? Daba igual lo que hubiera pasado, si con alguien podía hablarlo era con Manu. Ya estaba bien de esconder la cabeza.

En cuanto arrancó el descanso de veinte minutos que tenían, se dirigió directamente a ella.

– ¿Te apetece que vayamos a las gradas?

Justo al lado del instituto había un polideportivo municipal con una pista de atletismo. Con la edad que ellos tenían podían perfectamente salir del centro y no era raro que fueran allí a charlar al aire libre, repasar algún examen o simplemente pasar el rato el grupo. A esa hora de la mañana aquello solía estar tranquilo, solo se veía a algunas mujeres de unos sesenta años que iban a pilates o gimnasia de mantenimiento y a unos pocos corredores populares con las mañanas libres que se acercaban a estirar o hacer series.

Recorrieron rápidamente los pocos metros que separaban el instituto del polideportivo. No tenían tanto tiempo. Manu fue de nuevo un ejemplo de naturalidad, actuaba como si nada hubiese pasado entre ellos. Martín decidió intentar hacer lo mismo.

Sentados en uno de los bancos, bajo un sol de invierno que parecía querer caldear pero que no invitaba a desprenderse del abrigo, Manu le miró y esperó. Había llegado el momento de aclarar las cosas.

– Tú dirás – dijo ella finalmente tras comprobar que Martín no se decidía a hablar.

– Creo que tenemos que hablar –

– Está bien. Tú empiezas – insistió muy tranquila.

Martín tenía la vista clavada en las manos. Cruzó y descruzó los dedos. Había ensayado lo que quería decir mientras estaban en clase, pero ahora no lograba recordar la mejor manera de afrontar el típico discurso de «no quiero perderte como amiga». Se dispuso a arrancar y alzó la vista hasta aquellos ojos negros, que lo observaban expectantes, para volver a mirarse las manos y buscar de nuevo las palabras que no la hirieran. Un breve suspiro exasperado de su amiga le hizo mirarla de nuevo.

– Déjalo. Ya empiezo yo, que no tenemos todo el día. Tú habías bebido y yo quería que pasara. Nada de esto fue un error, como dice la canción. Tú siempre has dicho que yo tenía muy claro lo que quería y que tú eras justo lo contrario. Que yo no tendría dudas sobre qué libro y qué película llevarme a una isla desierta y tú estarías perdido. Esto no es más que otro ejemplo, como qué estudiar en la universidad, que sigues sin saberlo. Sé que me gustas y también que tú lo sabes desde hace tiempo, aunque no hayas querido darte por enterado. Yo querría intentarlo, claro que sí. ¿Quién sabe? No sería la primera relación que dura años tras nacer del alcohol. Y también estoy dispuesta a correr el riesgo de que salga mal. Pero ya veo que no estás precisamente entusiasmado. Si tú no quieres, no pasa nada. Lo entiendo. Intentaré que sigamos siendo amigos como antes, aunque no te prometo nada. Probablemente pueda… –

De nuevo Martín no supo porqué lo había hecho, solo que lo hizo. La besó, y sus labios eran tan suaves como los recordaba. Enterró la mano en su pelo y luego la acercó para enterrarla a ella en él.

No era eso lo que había pretendido. Llevaba dos días convencido de que lo mejor era pedir disculpas por el sábado y dejar claro con delicadeza que no se repetiría y que lo que le había dicho borracho era cierto: la quería por muchos buenos motivos, pero ninguno que le impulsara a comenzar una relación con ella, que la quería como a una hermana, que no podía pensar en ella de otra manera. Pero no la sentía como una hermana en aquel momento, besándola en aquellas gradas que ya no le parecían tan frías, explorando su cuello fresco y redescubriendo con sus manos un cuerpo que había creído conocer bien.

– Nos hemos perdido la clase de Aurora – susurró ella junto al lóbulo de su oreja al cabo de un rato.

– Sobreviviremos –

***

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Con su madre tampoco hubo mucho que decir. El lunes tras las clases se sentaron juntos a tomar un café en la mesa del salón y ella se limitó a concluir que con diecisiete años le parecía absurdo andar buscando castigos o imponiendo toques de queda, pero que quería que dedicara las mañanas de los fines de semana a algo productivo. Podía ser alguno de los deportes que había abandonado, alguno nuevo que no supusiera un gran desembolso o cualquier otra actividad que mereciera la pena. “Me da igual que sea un club de Monopoly, hacer magdalenas cuquis, pintar maquetas o podar bosáis, como si quieres ir probándolo todo, pero busca algo que te guste, mejor aún, que te apasione y te aporte”, habían sido sus palabras exactas.

Y el martes llegó su vecina dispuesta a darle la tercera charla en dos días, aquella en la que habían quedado sobre cómo era aquello de acoger un perro. Fueron juntos a un parque que más parecía un descampado, ella quitó la correa a Trancos para que olfateara en libertad y se sentaron en uno de los bancos despintados.

– No me atrevo a soltar a Logan, últimamente andan muy pesaditos poniendo multas si ven perros como él sueltos –

– Pagan justos por pecadores, pero es que hay mucho descerebrado con pitbull últimamente. Tenemos la protectora llena de ellos. La tenemos llena, en general, que es época de descartes de caza por el fin de la temporada. Y dentro de poco comenzará la etapa de cachorros –

– Tal y como hablar es como un calendario de cosechas. ¿Ahora no hay cachorros? –

– Con el frío hay pocos, pero algunos tenemos. Justo hace dos días nos arrojaron un cachorro por encima de la valla. Por suerte no se ha hecho nada. Está muy delgado, pero por lo demás no va a necesitar ninguna atención veterinaria extra, pero le vendría bien una casa de acogida porque es demasiado pequeño… –

– ¡Os lanzaron un cachorro por encima de la valla! – la interrumpió Martín. Recordaba muy bien la alta tapia y la reja que tenía por encima. Eran fácil tres metros de caída. – ¡Cómo puede haber alguien tan cabrón como para hacer eso con un cachorro! Se podía haber matado –

– Se hace con más frecuencia de lo que crees. La mayoría los dejan en cajas en la puerta y nos los encontramos cuando entramos por la mañana. Pero no es raro lo del lanzamiento de cachorros por desgracia. A veces mueren, o tienen fracturas o lesiones internas que luego nos suponen un coste en veterinario que no nos podemos permitir. Hay muchos monstruos caminando entre nosotros. Gente junto a la que estamos en la cola del supermercado, en el trabajo, en el metro… gente con la que hablamos y tenemos incluso relaciones cordiales que han abandonado o maltratado animales. Y muchos de ellos serían capaces de hacer daño a otros seres humanos en determinadas circunstancias –

Martín miró a Logan, tumbado junto al banco completamente dormido, su ocupación favorita ahora que era un perro anciano. Las patas tremolaban y el belfo se alzaba ligeramente. Estaba soñando en paz. Al otro lado del banco Trancos también estaba tumbado en una espera paciente y atenta, con su larga cabeza oscura sobre las aún más largas patas. Se acordaba bien del cachorro que había sido su pitbull. Se podía imaginar el cachorro que fue el galgo. Lo que no podía concebir era hacerles daño, ni entonces ni ahora.

– Mira, es este. Es precioso, pero es grande como una montaña y solo tiene unos cuatro meses – dijo ella sacando su móvil y mostrándole a un cachorrón de aspecto bondadoso y apacible y probablemente casi tan grande como su viejo pitbull.

Martín escuchó la explicación que se notaba que su vecina tenía bien memorizada sobre lo que suponía acoger un animal, que los gastos de alimentación y veterinario los asumía la asociación que gestionaba la perrera municipal, que la idea era que el perro o el gato creciera en un entorno familiar, aprendiendo a vivir en un piso, a andar con correa, a hacer sus necesidades y estar bien socializado para luego integrarse con garantías en su hogar definitivo. Que además con cachorros, convalecientes y ancianos evitaba que enfermasen, prolongaba su vida. Si el animal no lograba adoptantes y la familia de acogida no podía seguir haciéndose cargo, siempre había tiempo de encontrar otra casa de acogida o de volver al chenil.

Mientras ella hablaba se sorprendió haciendo un esfuerzo por escuchar atento. No es que no le interesase, iba a enterarse igual, pero en cuanto bajaba la guardia se descubría distraído con la forma en que ella enrollaba la correa en torno a sus dedos, la forma en la que sus labios se transformaban cuando sonreía, el perfil que dibujaba su cuello o la delicadeza de su clavícula.

– ¿Cuántos años me dijiste que tenías? – preguntó ella de repente interrumpiendo su explicación.

– Diecisiete. ¿Y tú? – respondió él, algo contrariado porque ella no lo recordase.

– Casi diez más. Veintiséis –

– ¡Vaya! Creía que tenías como mucho tres o cuatro años más que yo-

– Eso es lo que tú querrías, no lo que creías- río ella con una de esas miradas inteligentes y cargadas de intención que Martín ya estaba empezando a reconocer. Con aquella pregunta estaba diciéndole claramente a qué debía atenerse con ella.

– ¿Crees que nosotros podríamos ser una buena casa de acogida? – dijo el chico saliendo de terreno pantanoso.

– Seguramente, siempre que tanto tú como tu madre estéis bien informados y convencidos. Pero si no fuera así, hay más maneras de ayudar – contestó ella poniéndose en pie y dirigiéndose a casa.

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A Niebla lo arrojaron por la tapia
de del refugio de El buen amigo, en Sevilla. Está delgado aún, tiene el pelo suave como de bebé, es muy gracioso y muy patoso, le encanta jugar.

En las instalaciones no hay espacio para que pueda crecer debidamente, ya tienen un mastín con problemas de huesos y no quieren que Niebla crezca entre rejas. Tiene entre 4 o 5 meses y se envía a toda España.

Contacto para acoger o adoptar a Niebla: adopcioneseba@gmail.com

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