«Soy la eterna confirmación de la nada»

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Mujeres precipicio o Princesa Inca. Siempre puedo volver a su Crujido (Libros del Silencio) y encontrar sentidos nuevos, maneras diferentes de darle vueltas a este y aquel crujido (que de eso estamos hechos), canciones sin música pero con toda la musicalidad del mejor poema, alivios lentos pero eficaces, preguntas que no buscan respuestas,  declaraciones como que… a veces… quién no… : «Me desangro/ me desangro por el aire».

IncaEscribir corto porque la medicación o la mente traicionera no le dejan estar más tiempo o durar lo que duran los capítulos de una novela o simplemente, quién sabe, porque la distancia corta es el terreno que maneja mejor su cabeza, su corazón, su mano… Sus fantasmas.

Es ella, Princesa Inca, bautizada como Cristina Martín, quien lo cuenta cuando se lo preguntan, porque no lo esconde, no le da vergüenza: «Escribo poesía porque no puedo concentrarme más tiempo». Extenderse ahora en su enfermedad mental o en diagnósticos que ni ella acaba de creerse no es parte de lo que importa. Ni siquiera de lo que interesa.

Simplemente: Bendita falta de concentración. Eso dan ganas de decirle a quien a su vez dice mejor que nadie lo que somos: «Soy la eterna confirmación de la nada».

«Me desdibujo acariciada por cosas

absurdamente mínimas,

me desangro y no sé hacer

otra cosa al mirarte».

 

 

En guerra contra la pérdida del deseo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Dejar de desear o que te dé igual que te deseen es una putada. Así lo dice Carlos Zanón y sinceramente es imposible decirlo mejor. A veces ‘putada’ o ‘cojones’ son tan precisos que sería un error cambiarlos.

Su último libro, tan fascinante como esperábamos (sí, de algunos lo esperamos) o incluso más, Yo fui Johnny Thunders, publicado dentro de Serie Negra de RBA habla de eso, de la putada de perder las ganas con los años.

Editada en una colección de novela negra y de acuerdo con ello, pero sólo si por negro entendemos un género tan bastardo como para que entren Yo fui Johnny Thunders o Lolita. «Si hoy se publicara Lolita, sería novela negra» afirma el escritor.

En ocasiones no queda más remedio que asentir ante quien entrevistas, y pese a que no debas estar tanto de su parte, lo estás. Lo que dice, aun cuando no te haya pasado, está tan lejos de lo descabellado que no hay modo de plantar batalla.

Johnny Thunders le venía muy bien a Zanón para su historia. Personal hasta un punto que él mismo pensó que recibiría más de un puñetazo verbal. Personal para confesar que la edad te quita tanto, o al menos eso intenta, que hasta llega un día en el que uno nota que lo mismo le da si le desean o no le desean. Lo que llevado a todos los demás ámbitos de la vida es, vuelvo a él, una evidente putada.

El músico Thunders, que existió y no es un personaje inventado, llegó a estar tan pasado, tan drogado, que iba a tocar sin músicos, sin banda. Llegaba y simplemente esperaba a que le buscaran lo que faltaba, que era mucho aunque no, no era todo. Los límites están en Zanón más que analizados.

Unos hicieron y hacen lo que quieren, otros nunca pasan la línea de lo correcto, y ni los primeros ni los segundos se acercan a esa felicidad imposible.

Zanón da un repaso a su propia identidad y a las heridas que dejan los años, que no es que tenga tantos pero que a veces pesan. Y lucha, esta novela es la prueba.

Prometí no olvidar jamás la adolescencia

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Me lo repetí muchas veces: No olvides nunca cómo te sientes, no lo olvides jamás.

Era adolescente y la incomprensión habitual que rodea a esa edad entre maldita y bendita me llevó a hacerme la promesa, algo que no hago nunca, o casi nunca. Esa vez lo hice.

Al ver, vivir, sentir y sufrir las reacciones que generaban aquel no saber dónde estar ni por qué de repente no había un hueco claro me obligué a no olvidarme de aquella chica que no era capaz de explicarse y tampoco de entender por qué aquellos adultos habían olvidado lo que se sentía.

túIncluso me pregunté si ellos no lo habían sentido jamás, si la adolescencia era patrimonio de mi generación. En todo caso tenía pinta de que con la mía no se cerraría el círculo y algún día yo, con un hijo o hermano o sobrino, necesitaría recordarlo.

Hace un tiempo, unos años, leí (Noguer), de Charles Benoit, y aquella promesa y lo que me indujo a hacérmela me vino de golpe a la cabeza. Al recuperar hoy aquel libro prestado he vuelto a decirme: acuérdate de tu promesa. 

La historia de Benoit con ese protagonista en un instituto de perdedores y con una brutal explosión de emociones lleva al lector hasta su propio pasado. 

El universo interior del adolescente (que, por cierto, nos obliga a mirar lo que hacemos y sobre todo lo que no hacemos) es tan digno de identificación que casi asusta. Por eso, imagino, lo recomiendan en algunos institutos y seguro que aquellos adolescentes que lo lean sentirán al menos compañía. 

Pero sobre todo es a los mayores a los que mejor nos viene su lectura. No se puede evitar la pregunta: ¿cuándo empezó a torcerse todo?, pero sí empezar a recordar cómo éramos nosotros cuando éramos como ellos.

La poesía como herida pero también como antídoto, y no sólo en el Día del Libro

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

«Sucede que mi boca es una herida» escribe Belén Reyes, poeta que barre las calles con música tan triste como sarcástica, y continúa: «Sucede que me duele aquí en la tinta».

belenreyesDispara con el pecho y con la cabeza, se duele en cada cictariz y aún le quedan versos para la ironía y la propia caricatura.

Leer a Belén Reyes, cualquiera de sus libros: Ponerle un bozal al corazón, Desnatada, Ser mayor es un timo…, es ponerse frente a un espejo y viajar a países de carne y recuerdos cambiados por las traiciones de la memoria, y volver, tras el intenso paseo, menos solo.

No hay respuestas, la poesía (al menos la que no huele a forzado, elitismo y mentira) no da respuestas, su terreno es la pregunta, y esta cantora de lo cotidiano y lo prosaico domina el territorio: «Soy la costra del sueño, si me levanto sangro».

Antídoto sin parche: así propone y así escribe Belén Reyes.

 

Yo sé que es vida esto que se mueve
entre estas venas rotas y cansadas.
La poesía es un arma cargada de mercurio,
—hay una minoría que la atrapa—.
Los demás que se apañen con la nómina,
con el vídeo, la coca o la esperanza.

 

Lorca y Cervantes: los españoles salvados

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Hubo reproche tal como esperaba, aunque no tanto como creí, cuando el otro día os pedí salvar un libro de un autor español. Tiene razón quien escribió en su respuesta que no está bien eso de proponer un ‘juego’ (aunque era una pregunta) y luego reprochar los resultados.

Así que vaya por delante que no es éste un reproche o no es mi intención que lo sea. Es más una expresión de mi sorpresa. Únicamente dos autores españoles han sido repetidos: Miguel de Cervantes y Federico García Lorca.

Quien reprochaba fue uno de los que salvó a Lorca, en concreto La casa de Bernarda Alba, si bien me queda la duda de saber si la salvación era por la obra o por ese canal de televisión que no especifica y al que parece recordarle la obra del escritor.

LorcaPrecisamente el poeta (aunque se haya quedado con una de sus obras de teatro el ‘comentarista’) escribió uno de los poemas que más recuerdo de García Lorca y su asfixiante (en el mejor sentido) libro Poeta en Nueva York. Un poema que salvaría, aunque confieso que habría otros que salvaría antes.

Y El Quijote, pues si de ser sinceros se trata, escribiré la verdad: no lo salvaría si sólo pudiera salvar uno. Ni siquiera sería el segundo ni el tercero. (Me van a gustar los reproches, estos sí).

¿Cuántas obras de arte hay que por algún motivo no mueven absolutamente nada a algunos de los que la observan?

Ahora sí. El poema, que aunque no el primero, salvaría.

Paisaje de la multitud que vomita
(Anochecer en Coney Island)

La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
Llegaban los rumores de la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.
La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.

‘ZaZa’: La droga de la risa sin motivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

No es el hachís al que Ray Loriga se refiere cuando escribe sobre una droga que activa un mecanismo que la mayoría tiene y que hace reír en cualquier circunstancia. Es una droga diferente, creada/descubierta/diseñada por un neurólogo y no hace más que dar a una tecla que ya existe en el ser humano.

raylorigaEs ficción. Aunque, y se lo pregunto a Loriga en una entrevista que transcurre con mucha calma, podría no serlo. Todos, bueno, no todos, en realidad ni siquiera la mayoría, aunque Ray, en un ejercicio de generosidad inexplicable, afirme que casi todos poseemos una gran capacidad para reírnos hasta de la mayor desgracia.

Su droga, la que protagoniza su última novela, Za za, emperador de Ibiza (Alfaguara), consigue que la gente se ría con esa risa floja que se pierde con los años. O que se oculta, ¿por qué la ocultamos?, ¿es cierto que hay un momento en el que ya no podemos permitirnos los ataques de risa ‘floja’?

Acaso es que tomarnos tan en serio nos pase facturas como ésta, y por ello, cuando ya hemos olvidado algunas de esas irracionales pero felices maneras, salimos en busca de drogas o escapes que nos las devuelvan. Za Za, que es el personaje central, no quiere ni esa risa ni su contrario. Sólo desaparecer en una calma permanente.

Como Ray Loriga, el escritor, ya no tan joven, que demostró con Lo peor de todo y con Héroes que sí sabía escribir. Que sabe. Ahora, agotado por tanto Ray, busca un universo que no encuentra. Y él mismo responde: «Quiero huir de mis deseos, tal vez porque no soy capaz de ello».

 

«He sido dado de baja en todo por inútil»

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

A veces uno se cansa y no busca dónde echar la culpa, sólo se deja vencer estando un rato en la derrota temida, perdiendo tranquilo, llorando sin ruido.

A veces uno tiene el llanto atravesado y resulta de una suma que no cuenta. A veces uno deja de correr y se humilla a sí mismo.

Ésta es una de esas veces. Y una vez más un poeta, Rafael Cadenas, en la última quiniela de los Nobel (lástima que no se lo dieran), da la palabra precisa y sobre todo la compañía.

800px-Rafael_Cadenas_2013Derrota

Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil
que perdí los mejores títulos para la vida
que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución)
que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos
que me arrimo a las paredes para no caer del todo
que soy objeto de risa para mí mismo que creí
que mi padre era eterno
que he sido humillado por profesores de literatura
que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada
que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida
que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo
que tengo vergüenza por actos que no he cometido
que poco me ha faltado para echar a correr por la calle
que he perdido un centro que nunca tuve
que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo
que no encontraré nunca quién me soporte
que fui preterido en aras de personas más miserables que yo
que seguiré toda la vida así y que el año entrante seré muchas veces más burlado en mi ridícula ambición
que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados que yo («Ud. es muy quedado, avíspese, despierte»)
que nunca podré viajar a la India
que he recibido favores sin dar nada en cambio
que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma
que me dejo llevar por los otros
que no tengo personalidad ni quiero tenerla
que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas
que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable
que no puedo salir de mi prisión
que he sido dado de baja en todas partes por inútil
que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno
que me niego a reconocer los hechos
que siempre babeo sobre mi historia
que soy imbécil y más que imbécil de nacimiento
que perdí el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo
que no lloro cuando siento deseos de hacerlo
que llego tarde a todo
que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas
que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable
que no soy lo que soy ni lo que no soy
que a pesar de todo tengo un orgullo satánico aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras
que he vivido quince años en el mismo círculo
que me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado
que nunca usaré corbata
que no encuentro mi cuerpo
que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi
flotación, mi extravío una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano
me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final.

(FOTO: Wikimedia Commons / Abril Mejías)

El mundo es insólito… cuando las diferencias se encuentran en los detalles

Por María J. Mateomariajesus_mateo
En la escena, una pareja, de viaje por Estados Unidos, se detiene a repostar junto a un asentamiento de caravanas en una carretera del estado de Nevada cuando oyen pasos a su espalda. El relato prosigue.

Un chico con pecas y tez muy blanca se acercó. Sostenía una pala con restos de tierra, vestía una camiseta que decía Nirvana, pero no se refería al grupo Nirvana. Nos preguntó qué mirábamos con tanto detenimiento, le dijimos que las montañas del fondo, que eran bonitas. Él las miró varias veces y dijo alegrarse de que nos gustaran, que él jamás se había fijado en ellas, y sonrió, lo que delató una eficiente higiene bucal.

138463 (1)La descripción es una de las tantas que Fernández Mallo (A Coruña, 1967) concentra en Limbo (Alfaguara), la obra con la que el autor regresa cinco años después de revolucionar la narrativa española con la trilogía Nocilla dream (2006), Nocilla experience (2008) y Nocilla lab (2009). En este regreso, las escenas dibujadas vuelven a tener el sello inconfundible del autor: una marca propia que surge del extrañamiento de estar vivo. De la admiración, al fin y al cabo, que los ojos de Fernández Mallo arrojan sobre los detalles y que devienen en una literatura distinta a todo lo que se cuece alrededor.

Son las diferencias que se hallan en los detalles las que van «agigantándose», asegura el narrador en un momento del texto. Pero también la lente que emplea el «hombre del Proyecto Nocilla» la que hace que los mundos que en sus libros se interconectan se conviertan en espacios insólitos. Mundos que no son sino éstos que pisamos todos los días cuando estamos en la cola del supermercado o vamos vestidos, a veces, de gris, al trabajo… pero sobre los que el autor manifiesta su asombro mediante las infinitas teorías que va construyendo.
Teorías en las que vuelve a conceptos ya recurrentes en su literatura, tales como la identidad y su constante transformación, las duplicidades o la reincidencia de algunos hechos a lo largo del tiempo. Y teorías que brotan a partir de detalles (a veces imágenes espléndidas, otras lynchianas e imposibles) como el logotipo de una cadena de comida 24 horas (muy parecido a una esvástica), un árbol que crece sobre el asfalto, la mariposa que se posa sobre el capó de un coche o el interruptor de luz en un baño americano.

Esos detalles en los que la pareja que viaja por Estados Unidos repara mientras pasan desapercibidos para el resto de personas que aparecen en la historia o las historias que de entrecruzan en Limbo: una mujer secuestrada en México D. F., dos músicos que buscan grabar el disco definitivo encerrados en un castillo del norte de Francia, y ese hombre y esa mujer que se dirigen hacia la costa Oeste de Estados Unidos en busca del llamado «Sonido del Fin».

Instantes desconcertantes que son poesía antes que otra cosa. Poesía que se entrecruza con una especie de narración muy caótica que dificulta la lectura a veces del mismo modo que esos pequeños detalles nos dificultan la vida. Detalles que no encajan en la narración que queremos elaborar para nuestra vida (con transcurso y final feliz) y que no llegamos a comprender. Detalles como el apéndice en el intestino ciego de un hombre, sin aparente función (y que el autor cita en la obra). O como esa pareja que nos abandona en el momento más inoportuno o esa enfermedad que llega injustamente y a deshora.

Un intento de aprehensión éste de Limbo, mucho más honesto y coherente con la realidad (caótica, no jerarquizada, cambiante…) que la mayoría de los que podamos encontrar en el panorama actual. Mis felicitaciones a Fernández Mallo.

 

¿Por qué habéis salvado tan pocos libros españoles?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

No es justa la pregunta, ni siquiera sé si está bien plantearla, pero al escuchar y leer las reacciones de cercanos y algunos más lejanos a la entrada de mi compañera Mariaje no quiero evitar la indiscreción. En las respuestas a la pregunta de Mariaje, ¿Qué libro salvarías si sólo pudieras salvar uno?, apenas he encontrado españoles.

1012794_582017908533557_1086363549_nA excepción de la elección que Mariaje hizo por mí: La realidad y el deseo, de Cernuda (por cierto: acertó de pleno), Aranmanoth, de Ana María Matute; y claro está, El Quijote, de Cervantes, no ha habido más.

Ni siquiera he escuchado autores latinoamericanos salvo Isabel Allende y Gabriel García Márquez… Únicamente Mariaje esbozó Rayuela y como título a salvar para una indecisa servidora. Yo que creía que Cortázar era infalible…

¿Dónde están los maestros de novela Galdós o Clarín?, ¿dónde cualquiera de la Generación del 98 o del 27 o incluso del 50? Y eso por no ir a los Siglos de Oro y que me tachen de pesada o aburrida… No sé si es porque con la literatura ha terminado por pasar como con los viajes: ¿cuanto más lejos se va más gusta? ¿Es cuestión de distancia? ¿Algo así como: leamos autores de muy lejos que seguro que son mejores?

No tendré éxito pero formulo la pregunta igualmente: ¿qué libro español salvaríais si sólo pudierais salvar uno?

 

 

¿Qué libro elegirías si pudieras salvar uno?

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Hay preguntas casi imposibles de responder. Preguntas como la que le lanzó hace unas semanas a Paula su hijo, quien sin preaviso le espetó un «Mamá, ¿tú quién eres?».
Puedo imaginar la cara de asombro de mi compañera. Lograr salir con vida y/o con dignidad de una situación así es simplemente una cuestión acrobática. Menos mal que hay quienes aún mantienen la destreza sobre la cuerda floja.
En su último número, nuestros amigos de El Mensual lanzaron un guante que recojo hoy y que es un ejemplo claro de lo que estoy diciendo. Se trata de responder a la siguiente pregunta: ¿Qué libro elegirías si pudieras salvar uno?
110161La primera respuesta que me sale es… «todos» porque… qué padre no quisiera salvar de entre las llamas a todos sus hijos. Pocos episodios hay además más escalofriantes en la historia de la humanidad que las quemas de libros. Pocas escenas, más espantosas que aquellas destrucciones autorizadas y calculadas del pensamiento escrito. Así que es humano, creo yo, intentar hacer que se esfumen aunque sea sólo en nuestra mente y querer recuperar, aun de forma ficticia, todos aquellos libros que acabaron consumidos, víctimas del fanatismo.
Si por el contrario soy honrada e intento responder estrictamente a la pregunta, diría sin embargo que salvaría, de entre todos los libros que he leído, uno y éste sería Cien años de soledad.
Los motivos para su indulto son incontables pero empezaré por enunciar uno que en el fondo es una obviedad y es que rara vez se logra la excepcionalidad y, sin duda, la obra de García Márquez sobrepasó con creces a muchas de sus coetáneas para acabar convertida en obra maestra.
Llámenme exagerada pero no tantas veces uno tiene entre sus manos una obra que bien podría ser una “maravilla del mundo”. No tantas, uno se encuentra con una obra que sabe que muy pocos podían haber escrito. Que es fruto de una mente prodigiosa y de una pluma diestra como pocas…. Y lo que digo es aplicable a otras artes: pocos fueron capaces de pintar la Capilla Sixtina o de componer un Réquiem como el de Mozart, por poner dos comunes ejemplos.
Pocos consiguieron esa obra (ese libro, en este caso) única e irrepetible, capaz de hacerte contener la respiración y de que pierdas la conciencia del tiempo, para que el abandono fuera pleno. Para que la mente, con todas sus trampas, dejara de hablarnos al fin y de contagiarnos, como lo hace a veces, con su veneno. Porque pocos libros, como pocos amantes, nos hicieron al fin sentirnos libres en sus manos. Qué prodigio.

Recuerdo la sensación perfectamente. La primera vez que leí Cien años de soledad, todo en ella me pareció  sencillamente asombroso: el lenguaje y las imágenes construidas, la cadencia y el ritmo que logran ponerse a salvo de la esclavitud del tiempo. De esa lógica (tan ilógica) de nuestra existencia.

Porque en esa «llanura de amapolas» que es Macondo todo es maravilloso. Todo sucede y puede suceder: es allí donde los muertos conviven con los vivos y donde estos buscan la piedra filosofal en cazuelas a la que se añade raspaduras de cobre, azufre y plomo.

Es en ese universo paralelo donde el amor viene anunciado por una nube de mariposas amarillas que es el preludio de un «temblor de tierra», de ese placer inconcebible que brota de un “dolor insoportable», de potencia ciclónica. O donde Remedios, la bella, se eleva para siempre en los altos aires, ante el asombro de una Úrsula Iguarán ya casi ciega. Es allí donde el milagro se hace cotidiano y donde la realidad es al fin lo que es: maravilla. Por más que a veces quieran desmotivarnos con cuentos para no dormir y algunos quieran pintarnos una vida mediocre y en tonos grisáceos.

Por todas estas razones (y algunas más que, por compasión, no voy a mencionar ya)… éste es mi libro. ¿Cuál es el tuyo? ¿Cuál elegirías si tuvieras que salvar uno?