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Lorca y Cervantes: los españoles salvados

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Hubo reproche tal como esperaba, aunque no tanto como creí, cuando el otro día os pedí salvar un libro de un autor español. Tiene razón quien escribió en su respuesta que no está bien eso de proponer un ‘juego’ (aunque era una pregunta) y luego reprochar los resultados.

Así que vaya por delante que no es éste un reproche o no es mi intención que lo sea. Es más una expresión de mi sorpresa. Únicamente dos autores españoles han sido repetidos: Miguel de Cervantes y Federico García Lorca.

Quien reprochaba fue uno de los que salvó a Lorca, en concreto La casa de Bernarda Alba, si bien me queda la duda de saber si la salvación era por la obra o por ese canal de televisión que no especifica y al que parece recordarle la obra del escritor.

LorcaPrecisamente el poeta (aunque se haya quedado con una de sus obras de teatro el ‘comentarista’) escribió uno de los poemas que más recuerdo de García Lorca y su asfixiante (en el mejor sentido) libro Poeta en Nueva York. Un poema que salvaría, aunque confieso que habría otros que salvaría antes.

Y El Quijote, pues si de ser sinceros se trata, escribiré la verdad: no lo salvaría si sólo pudiera salvar uno. Ni siquiera sería el segundo ni el tercero. (Me van a gustar los reproches, estos sí).

¿Cuántas obras de arte hay que por algún motivo no mueven absolutamente nada a algunos de los que la observan?

Ahora sí. El poema, que aunque no el primero, salvaría.

Paisaje de la multitud que vomita
(Anochecer en Coney Island)

La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
Llegaban los rumores de la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.
La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.