La verdadera patria del hombre

Lectura (voluntaria) para el puente. Si no me leéis, os querré igual.

La Voz de Almería comienza a publicar hoy mis recuerdos de infancia.

La Voz de Almería empieza a publicar hoy algo de mis recuerdos de infancia («la verdadera patria del hombre», según Rilke).

Mis hijos David y Andrea en el tranco de «mi casa».

Almería, quién te viera… (1)

Entre el Quemadero y la Plaza Toros

José A. Martínez Soler

Ayer pasé por la puerta de mi casa. No me refiero a mi casa de Villanueva de la Cañada, en Madrid, donde vivo desde 1977 y donde se han criado mis tres hijos (Erik, Andrea y David). Cuando digo o escribo <<mi casa>>, tan espontáneamente como me ha salido aquí y ahora, me refiero a la casa de mis padres, en la calle Juan del Olmo, de Almería, equidistante del Quemadero y la Plaza Toros, del Hoyo de los Coheteros y la Muralla de Jayrán. Allí me crie hasta que aprobé preuniversitario y me fui a Madrid en busca de estudios, amores y fortuna.

Me fui, sí, atraído por la aventura de conocer otros mundos. Buena excusa. En mis largos paseos solitarios por la orilla del Mediterráneo, mirando al mar, los imaginaba, desde niño, al otro lado del horizonte. Soñaba con esos mundos. Me gustaba La Canción del Pirata de Espronceda: <<Asia a un lado, al otro Europa/ y allá a su frente Estambul>>.

Mi barco, como la Almería del escritor granadino Pedro A. de Alarcón, estaba anclado en tierra firme. África, al frente. Oriente, a mi izquierda. Occidente, a mi derecha. Por sus vientos de aúpa, dicen que Almería es tierra de <<dos mares>>: <<La mare que parió al Poniente y la mare que parió al Levante>>. También me dijeron que los almerienses tenemos un punto de locura causado por el peor de esos vientos (la <<ponientá>>) que nos incita a emigrar e, incluso, a asumir riesgos creativos y temerarios. Dan por hecho que la <<ponientá>> espabila, o enloquece, a los pusilánimes de mi tierra.

Almería era entonces la penúltima provincia más pobre de España, después de Orense, y una de las mayores fábricas de emigrantes de Europa.

Al mundo se iba en barco

En un claro amanecer, desde el cerro de la Molineta, cerca de mi casa, creí ver un día los picos del Atlas que nos separan del Sahara. El resto del mundo, desconocido para mí, me atraía. Un imán poderoso. Como ocurre con cualquier cuerpo físico, mis movimientos obedecían a dos vectores: el que me atrae y el que me empuja. Almería me gustaba, me anclaba a la tierra, a sus olores, a sus colores, a sus sabores, a su gente, pero también me empujaba hacia el mar. El resto del mundo, al que se llegaba entonces por barco, me llamaba. ¡Con qué fuerza! Como Ulises, quería emprender mi odisea.

Dijo Rilke: <<La infancia es la verdadera patria del hombre>>. Pues sí, mi querido Rilke, ayer pasé por la puerta de mi infancia. Mi patria verdadera. No entré. Cuando murió mi madre, decidí venderla, no sin dolor. Aún está en pie. La fachada mide unos tres metros y pico de anchura. Es más alta que ancha. Mantiene la misma estructura: puerta de madera altísima, tranco de granito, zócalo rojo, ventana casi tan alta como la puerta, con reja abombada a la altura de los codos para poder pelar la pava, en otros tiempos, o para sostener algunas macetas con geranios.

Salvo las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa que pasé, sin agua corriente ni electricidad, en el Cortijo de La Rumina (Mojácar), durante los siete años que duró la aventura agrícola de mi padre, pasé mi infancia y adolescencia en la Calle Juan del Olmo de la capital. Llevo más de cincuenta años fuera de allí. Sin embargo, aún me refiero a ella como <<mi casa>>. Allí nací, asistido por Maruja, la del mono, la matrona del barrio. Por si acaso, durante el parto, mi padre, escarmentado por una trágica experiencia, mantuvo un taxi en la puerta. Algo inusual para sus ingresos.

Dos años antes, había nacido muerta mi hermana mayor. Fue un parto casero, difícil y peligroso, lo que era bastante corriente en aquellos años. Mis padres nunca la llamaron por su nombre, Isabel, pero se referían a ella constantemente. Con demasiada frecuencia para mi gusto.

Una bici funeraria

Mi hermana mayor fue un bebé esperado y deseado. Su muerte, durante el parto, no debió ser fácil de asumir. En mi casa lavaron al bebé inerte y lo vistieron con un vestido blanco. Mi padre fue en bicicleta a ver a un amigo de la infancia, hijo del suicida que se rebanó el cuello en el Covarrón del Cerro, junto al Hoyo. Era carpintero. Con su ayuda construyó un ataúd pequeño con tablas sobrantes de la carpintería. Clavó la caja a martillazos y, con una soga de esparto, la ató al sillín trasero de su bicicleta. En esa caja, en esa bici funeraria, depositaron con cuidado el cuerpo de mi hermana mayor. Nunca supe quién hizo la foto de su cadáver. Atada al portaequipaje, por la calle Restoy y la carretera de Granada, a pedales, y solo, mi padre se la llevó hasta al cementerio de San José. Al recordarlo se le humedecían los ojos.

Hasta sus últimos días, mis padres conservaban en su mesita de noche la única foto de mi hermana mayor tumbada, ojos cerrados, vestida con un faldón blanco. <<Una muerta tan hermosa>>, decía mi madre, <<un ángel>>. Era tema de conversación, tan frecuente como inoportuno, cada vez que las visitas hablaban de sus hijos. O de sus partos. Mi madre no perdía ocasión de referirse a esa tragedia, incluso delante de mi hermana menor, también llamada Isabel. Con lo hábiles que fueron para sobrevivir en la posguerra -para disimular sus ideas políticas o religiosas, o para fingir cumplidos con los vecinos- mis padres no eran buenos sicólogos. Se referían persistentemente a nuestra hermana muerta. <<Ahora tendría 15 años, estudiaría enfermería, sería tan alta y tan guapa>>.

 Para mi madre, Dios se llevó a la niña perfecta y nos dejó en la tierra, vivitos y coleando, a mi hermana Isabel y a mí, cargados de defectos, desobedientes, guarros y maleducados. No podíamos vencer a un ángel. Mi madre no perdía ocasión de celebrar a la primera niña. Era <<grandísima>> al nacer. <<Por eso, pasó lo que pasó…>>, añadía, con los ojos ya húmedos. Cada año, le sumaba algunos gramos de más, los mismos que le iba quitando a su segunda niña y, a veces, también a mí.

De adultos, mi hermana y yo hacíamos bromas con estas escenas y nos partíamos de risa. Risa, a veces, amarga. Agridulce. <<Nació con 12 kilos>>, me decía mi hermana. <<¡Qué va! Nació con un doctorado en Arquitectura>>, le respondía yo.

El azar, tan caótico, nos marca desde el primer soplo de vida.

Pocos años después del entierro, sin ceremonia, de mi hermana mayor, mi padre, que era un manitas, inventó un sillín de madera para bebés que iba atornillado al cuadro de su bici.

En la misma bici que sirvió de vehículo fúnebre a mi hermana, recorrí yo las calles de Almería. Orgulloso y, quizás, muerto de miedo. Desde luego, bien agarrado al manillar. Tan feliz. Tengo foto. Aquel sillín postizo fue la envidia de mi barrio, desde el Quemadero hasta la Plaza Toros.

Con mi padre, en la «bici fúnebre», por el Paseo de Almería

 

Mi hermana Isabel, con 4 meses.

 

José A. Martínez Soler (o sea, un servidor) con 4 meses.

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