Es la palabra estrella en la prensa internacional: yihadismo. Nuestros líderes políticos nos alertan de que el islamismo radical está presente en Europa, y tienen razón. Cuando nos mienten es al señalar con el dedo, siempre apuntando hacia Oriente Medio y la inmigración, pero sin decir demasiado sobre lo que está pasando en Libia, Egipto o el desierto de Argelia. No hablan de sus cuentas pendientes con el mundo árabe e islámico ni de su responsabilidad en el repunte del terrorismo, simplemente porque el ser humano siempre se resiste a asumir su culpa (especialmente cuando sabe que la tiene). Existe mucha información sobre la llegada del terrorismo islámico y una falta de incidencia respecto a dónde y cómo se forman los yihadistas.
El estallido de las revueltas árabes a finales de 2010 puso en evidencia el apoyo de Occidente a las dictaduras (¡pero si eran dictadores!) de Egipto, Túnez o Libia. Cuatro años después, continúan respaldando a un golpista que se ha convertido en el presidente egipcio, dado que es un fuerte aliado contra el terrorismo yihadista. Por no hablar de Siria, con cuyo presidente han llegado a entenderse -contra todo pronóstico- para luchar contra Estado Islámico, aunque los crímenes de Al Assad contra la población civil continúan. Pero ya han dejado de ocupar portadas. Este apoyo de la vergüenza también es incondicional para el régimen disfrazado de democracia de Marruecos, radicalmente represor con los inmigrantes, los opositores y el pueblo saharaui, y que alberga una de las «fábricas de radicales» que van y vienen de Siria; y para la monarquía de Arabia Saudí, otro nido de yihadistas cuyo régimen, además, aspira a liderar la hegemonía islamista de la corriente suní en todo Oriente Medio y rivaliza por ello con Irán. Otro punto de entendimiento con Occidente.