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Exilio, oposición interior y transición democrática, según Villares

En el venerable salón de actos del Ateneo de Madrid, el profesor Ramón Villares rindió ayer un singular homenaje a los cientos de miles de españoles exiliados que perdieron la guerra civil y, desde su largo y penoso destierro, contribuyeron a la transición pacífica desde la dictadura de Franco a la Constitución democrática de 1978. Su último libro, «Exilio republicano y pluralismo nacional» (Ed. Marcial Pons), fue presentado ayer por el autor y por Ángeles Egido y Antonio García Santesmases.

Portada del libro de Ramón Villares.

De sus intervenciones y de la lectura del ensayo de Villares se desprende una cierta ingratitud por parte de la oposición interior al franquismo (el exilio interior) hacia los hombres y mujeres del exilio exterior, que mantuvieron vivos los ideales democráticos de la II República y nos cedieron una parte importante de su legado histórico. La deuda que tenemos los demócratas españoles con quienes sufrieron tan largo destierro y ayudaron a la Transición sigue pendiente. Los exiliados de la España peregrina, convertidos por Franco (con ayuda del «hisopo eclesial») en apátridas, en no españoles, mimaron durante décadas los valores republicanos y, en su momento, cambiaron incluso, no sin dolor, república por democracia, europeísmo, reconciliación entre vencedores y vencidos y pluralismo nacional. Este libro, con minuciosa documentación y rigor histórico, viene a saldar una parte de dicha deuda.

Contraportada de libro de Villares.

El profesor Villares une exilio y transición mediante un análisis de gran finura intelectual y delicadeza en el tratamiento de los hechos históricos. Me gustó regresar ayer a mi Ateneo, olvidado por la pandemia, y saludar a colegas interesados por los españoles «transterrados», tal como los llamaba mi maestro Juan Marichal que siempre llevó España a sus espaldas.

Con Solita Salinas, Juan Marichal y mi hijo David, en su casa de Cambridge (Mass).

Sus clases y tertulias, al otro lardo del Atlántico, me cambiaron la vida, cuando tuve que huir de la Dictadura, tras sufrir secuestro, torturas y un fusilamiento simulado, a los tres meses de la muerte del dictador, por miembros de la Guardia Civil del franquista general Campano. En algunos capítulos, el libro de Villares me ha producido varios ataques de nostalgia, pues cita a exiliados notables como Juan Marichal y José Ferrater Mora, con quienes compartí clases y veladas inolvidables en sus casas de Massachusetts y Pensilvania. O a Vicente Llorens, secretario del presidente Juan Negrín, experto en el exilio tanto como en la Literatura Española.

Con los exiliados Solita Salinas, Juan Marichal (con boina) y Vicente Llorens y su esposa Amalia, en una excursión a Plumb Island y Newburyport (Mass) a los pocos meses de la muerte de Franco.

El ensayo se cierra con un epílogo titulado «La canción del exilio» en el que escribe: «Los exiliados se habrían llevado, como cantó Léon Felipe, lo mejor de la cultura española. La España de Franco se quedaría con la «hacienda, el caballo y la pistola», pero qué importaría todo aquello, <<si yo me levo la canción>>.

<<El legado político del exilio>>, según Villares, <<fue más decisivo del que los protagonistas en el interior de la transición democrática quisieron reconocer, porque, a fin de cuentas, en el pecado del adanismo se lleva la penitencia de descubrir que siempre hay una <<caja de música>> en la que se guarda otra versión del pasado que no pasa».  Ayer pudimos escuchar en el Ateneo de Madrid unas notas agridulces de esa <<caja de música>>

Gracias, profesor Villares, por su libro. También, por estampar en él su firma. Mi ejemplar, lleno de notas a lápiz, ya vale más.

Autógrafo. «Para José Antonio Martínez Soler, que conoce la transición de primera mano».

 

Mis tres mitades: judío, moro y cristiano

Recuerdo mejor las anécdotas de mi infancia en Almería, aunque algunas hayan sido implantadas por mis padres o por las fotos conservadas. que lo que hice ayer en mi clase de tallasmadera.com. Debe ser cosa de la edad. El caso es que nunca olvidé que una vecina de la calle Juan del Olmo nos llamaba judíos cuando los niños hacíamos alguna trastada. Hoy lo rescato de mi memoria y lo publico en el diario La Voz de Almería.

Mi articulo 6, de la serie «Almería, quién te viera…», publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Para los jubilados con vista cansada, que no puedan leer la letra pequeña del diario, copio y pego a continuación el texto original en un buen cuerpo de Word.

Almería, quién te viera… (6)

 Mis tres mitades

 J.A. Martínez Soler

<<Usted es judío como yo>>

Así se dirigió a mi, en 1976, el profesor Raimundo Lida, cervantista argentino, que enseñaba El Quijote en la Universidad de Harvard. Sus palabras me trasladaron, de pronto, a mi infancia en Almería.

Con mi esposa, Ana Westley (awestley.com) en Harvard Square, 1976-77

Cuando los niños hacíamos alguna trastada, una vecina de mi calle nos gritaba, desgañitándose, y nos insultaba. << Judío, que eres un judío>>, nos decía. Es cierto que, en el lenguaje común de los españoles, persisten aún algunos restos racistas contra los judíos: <<No seas judío>>, <<esto es una judiada>>, etc. También es verdad que, afortunadamente, cada vez menos. Salvo aquella vecina, nadie me había llamado judío hasta entonces. También, bajo la piel, nos quedan restos racistas contra los moros. No en el caso de que sean ricos.

Raimundo Lida, profesor de la Universidad de Harvard.

En 1976, el primer día de clase de un curso completo sobre El Quijote, el profesor Lida pidió a la docena de alumnos de post grado que nos identificáramos con nombre y lugar de origen. Al llegar mi turno dije: <<Me llamo Martínez Soler y soy de Almería, España>>. En ese momento, el primer cervantista vivo en aquel momento -con permiso de Martín de Riquer- exclamó, con una mezcla de sorpresa y alegría:

<< ¡Ah! Bienvenido. O sea que usted es judío como yo>>.

-<<No lo sabía. Yo pensaba que solo era mitad moro y mitad cristiano. Ahora ya tengo mis tres mitades>>, le repliqué.

Judío, moro y cristiano

Esbozó una sonrisa y me explicó entonces que Soler, el apellido de mi madre, de mi abuelo, bisabuelo y tatarabuelo procedía posiblemente de los judíos de Mallorca (conocidos como chuetas) desde donde se extendió por la costa del Levante peninsular.

Isabel Soler, mi madre, natural de Nacimiento, Almería.

<<Busque usted>>, me dijo, <<en las guías telefónicas de Tel Aviv o de Jerusalén o en sus cementerios. Allí encontrará varios Soler, sus familiares lejanos>>.

Con James Thomson, presidente de la Fundación Nieman de Harvard. 1976-77.

Desde aquel día leo sobre los judíos de España, y del mundo, con más curiosidad. Fui descubriendo retazos de esas tres mitades almerienses: judío, moro y cristiano. Cuanto más aprendí, más me encariñé con lo que descubría. Sólo se puede amar lo que se conoce. Presumo, no sin razón, de mis <<tres mitades>>, y estudio con más interés las obras de Américo Castro, maestro de mi maestro Juan Marichal, sobre su <<Edad conflictiva>> y la cultura medieval española, una y trina, con sus tres religiones monoteístas.

Símbolos de las tres religiones monoteístas.

También, más me subleva la injusticia tremenda, el racismo y el robo despiadado, contra los sefarditas, los judíos españoles, y contra los moriscos. Si la historia de Estados Unidos es, en gran parte, la historia de la esclavitud y del exterminio de los indígenas, la historia de España (de Sefarad y de Al Ándalus) es, a su vez, una historia de antisemitismo, anti islamismo y supervivencia. El disimulo, el arte de sobrevivir, la al takiyya de los árabes, siempre me ha interesado.

Ritos secretos en la Alpujarra

He sabido, por ejemplo, que, durante siglos y hasta muy recientemente, algunos aparentes conversos al cristianismo, que vivieron en la Alpujarra almeriense, han mantenido, de generación en generación y en secreto, sus ritos originales hebreos o musulmanes.

También me sorprendió saber que los dos sabios más grandes del mundo en el siglo XII, Averroes, musulmán, y Maimónides, hebreo, convivieron en Almería bajo el mismo techo en el cerro de los yemeníes, hoy de san Cristóbal.

El sabio musulmán Averroes vivió en Almería en casa del sabio judío Maimonides. Lo publiqué en La Voz cuando era profesor titular en la UAL.

Apreciar mis raíces del sureste español no sólo me ha ayudado a entender mejor mi país (sus virtudes y sus injusticias), mi Almería (¿dónde están las antiguas sinagogas y mezquitas?), a entablar amistades singulares (los Nieman Zvi dor Ner o Jamil Mroue, por ejemplo), a conocer nuevos países, vistos con otros ojos, y a comprender mejor el mundo, con mayores dosis de tolerancia, esa palabra tan extranjera en España. Y todo ello, gracias al profesor Lida y a mi vecina racista.

En una ocasión, compartí viaje en tren con un viejo conocido, Emilio Quílez, desde Almería a Madrid. Le ofrecí medio bocata de jamón serrano y me lo rechazó cortésmente. Se disculpó diciéndome que se había convertido al Islam, a partir del momento en que descubrió que su apellido Quílez, leído al revés en un espejo, significaba <<muslim>>. Sus padres, abuelos y tatarabuelos siempre dijeron que su nombre debía leerse al revés. Conversión o expulsión. En ocasiones, también huían de la hoguera.

Relieve del emir Jayrán que tallé en madera de cedro. Está colgado en la entrada al aljibe árabe del hotel Catedral (Almería).

Una colega norteamericana, de apellido Carvajal, busca sus raíces sefarditas por toda la península ibérica. Y las va encontrando. Por razones semejantes, mi amigo Diego Selva, ya fallecido, se convirtió al judaísmo al descubrir sus orígenes hebreos. Mi colega Manuel Navarro, redactor de empresas en el semanario Doblón, que yo fundé en 1974, y en diario El País, también presumía de sus raíces hebreas.

Cuando estalló la primera guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por Sadam Husein, dictador de Irak, me dio por estudiar la lengua árabe, durante dos años, por si era capaz de entender algo de fuentes distintas de las occidentales. Acabó la guerra y no pude descifrar ningún titular de periódicos de Oriente Medio.

Con Nicolás Franco, sobrino del dictador, ante mi talla de Jayrán, primer emir de la taifa independiente de Almería.

Sin embargo, me emocionó poder cantar algo en árabe y escribir Almariyya, el nombre de la tierra que me vio nacer, de derecha a izquierda, en su lengua original cuando la ciudad fue fundada por Abderramán III en el siglo X. Desde entonces, miré la muralla del emir Jayrán, desde la ventana de mi cuarto en la calle Juan del Olmo, con otros ojos. Ojos judíos, moros y cristianos… ¿Por qué no? Aprendí a respetar más a las personas. No a las ideas.

Desde la ventana de mi cuarto, en la calle Juan del Olmo, Almería, veía la muralla del emir Jayrán.

 

 

 

Desde el 78, la tolerancia no es extranjera en España

Un puente laico-católico bien aprovechado. Ya lo creo. Entre la fiesta (democrática y aconfesional) de la Constitución y la fiesta (tradicionalista y católica) de la Inmaculada, terminé la lectura de «República encantada», de mi casi paisano José María Ridao, nacido en Madrid (1961) de padres de Antas (Almería).

Portada de «República encantada», de José María Ridao, una obra cervantina, con marca páginas del Quijote que dibujó mi hijo David Martínez Westley con 8 años. Las casualidades existen.

Habíamos perdido el contacto personal desde hace años, pero la lectura reposada de su última y, a mi juicio, mejor obra me obligó a felicitarle de inmediato.

José María Ridao

Y ahora me obliga a recomendarla vivamente a todos aquellos españoles que valoren el debate, de mucha enjundia, que plantea el subtítulo de su libro: «Tradición, tolerancia y liberalismo en España». Ridao me transportó , de pronto, a mis clases en Estados Unidos con grandes maestros del exilio republicano cuyas lecciones me reconciliaron con España y su historia. En 1976-1977, por primera vez, sin mérito por mi parte, pude sentirme orgulloso de ser español. 

Con Solita Salinas, Juan Marichal, Vicente Llorens y su esposa Amalia, en Newburyport, Massachusetts. (Invierno de 1977)

Copio y pego unas frases de nuestro breve intercambio entre Madrid y Delhi:

«[7/12 15:52] José A. Martínez Soler: Gracias a ti por tus obras. Esta última es, a mi juicio, la más profunda. Me has recordado a mis maestros Vicente Llorens, Raimundo Lida y Juan Marichal (discípulo de don Américo). Y, por supuesto, a mi paso feliz por Antas donde fui pregonero, gracias a una Ridao y a una Celia Soler, hija del alcalde. No pares. Un abrazo.

[7/12 16:01] José Maria Ridao: Muchas gracias, José Antonio. Esa es la tradición que haría de España un país menos brutal, pero no parece que tenga muchos partidarios; la tradición a la que Azaña se refería como la «queja murmurante al margen de lo ortodoxo». Y añadía: «somos sus herederos». Esos maestros tuyos lo son sin duda, y los demás hacemos méritos para serlo. Un abrazo fuerte.»

Contraportada del libro de Ridao

No quiero destripar el libro, pero, en su último capítulo dedicado, con emoción, a Juan Goytisolo (otro casi almeriense), José María Ridao cierra el círculo. Copio y pego (pag. 313):

«…junto a la España desabrida del tradicionalismo, existe otra siempre derrotada, pero irreductible y perseverante. Amor a España, a esa otra España, ¿con qué expresión referirse, si no, al sentimiento que Juan dejaba traslucir al hablar del Arcipreste, de Rojas, de Delicado, de Cervantes, de Blanco, de Galdós, y, en fin, de la España a cuyo sueño todos ellos se mantuvieron fieles? Juan había vuelto a estos autores durante los últimos años de su vida para, según me dijo, despedirse de las obras en las que había encontrado el país que el suyo no le ofreció…»

Ridao recurre, al final, a Tucídides:

«La función de la política es evitar que el odio sea eterno».

Amén.

Con mi maestro y amigo Juan Marichal, en su casa de Cuernavaca, Mexico, poco
antes de su muerte. Me despidió con tres palabras de Azaña: «Paz, piedad, perdón«.

https://juanmarichal.org/assets/jose-antonio-martinez-soler-sobre-juanmarichal-en-harvard-%2c-para-el-bile-especial-(1).pdf

 

 

Ser o no ser… cervantino

Hoy, 406 aniversario de la muerte del autor del Quijote, Día del Libro, me siento más cervantino que ayer. De adolescente, leí esa novela inmensa por imitar a mi padre, un cervantino autodidacta. Pero hasta la madurez (con 29 años) no me convertí en seguidor de Miguel de Cervantes. Fue entonces cuando asumí su obra como mi biblia verdadera. Su lectura me ayuda a saber quién soy, me entretiene y, casi siempre, me hace sonreír en cada página. Ese milagro se produjo por obra y gracia del maestro Raimundo Lida, durante el curso 1976-1977 en la Universidad de Harvard. Todo un año leyendo, desmenuzando y saboreando El Quijote en un curso irrepetible.

Hace poco, en plena pandemia, terminé de escribir mis memorias de la Transición y el Periodismo (“Y seguimos vivos. Recuerdos de un periodista que sobrevivió a la Dictadura”) que, aunque las escribí para mis hijos y nietos, espero poder publicar algún día, si encuentro editor benevolente. Confinado en casa y con tiempo libre, no pude evitar escribir en exceso sobre mí que, como saben quienes conocen mi vanidad insaciable, es mi tema favorito.

 

 

Mi chica (awestley.com) y mi paisano y amigo, el teniente general Andrés Cassinello (autor generoso del prólogo), ambos con mando en plaza, me recomendaron/ordenaron que recortara a la mitad el número de páginas. En especial, debía quitar toda mi infancia y adolescencia en la Almería pobre de los años 50. Me dijeron que “eso ya lo hizo Juan Goytisolo con Campos de Níjar y, por cierto, mejor que tú”.  También debía quitar las referencias académicas pedantes. No sin dolor, les hice caso en casi todo.

Por eso, hoy lamento haber extirpado los capítulos referentes a mis maestros Gabriel Jackson (algo publiqué sobre él en El País) y Juan Marichal (ese capítulo fue salvado antes en su web). Ambos me reconciliaron con la Historia y la Literatura de España, respectivamente. Sin embargo, mi homenaje y mi deuda de gratitud con Raimundo Lida, por lo que me enseñó, quedó archivado, sin publicar, en mi carpeta de borradores.

Cada Día del Libro recuerdo la obra de Cervantes (que mantengo, a mano, en mi mesita de noche) y el efecto balsámico que me produjeron las clases del maestro Lida. Me ayudó a mirar hacia atrás sin miedo, me hizo sentirme orgulloso de ser español y de compartir la lengua de Cervantes. Hace unos años, pude pregonar las excelencias de Lida ante un público selecto en un viaje organizado por The New York Times. Pero nunca lo divulgué en español.

Con permiso de Melisa Tuya, redactora jefa de 20minutos, me voy a permitir copiar y pegar aquí el borrador inédito de mis notas sobre El Quijote. Me consta que el espacio en Internet es casi ilimitado, pero no lo es la paciencia ni la atención de los lectores. Se trata de un texto muy largo. El que avisa no es traidor. Pido disculpas por ello, pero se lo debo al profesor Lida… y al autor del Quijote. Si no leéis este largo capítulo, os querré igual.

Ahí va:

Capitulo 55 (eliminado)

Me hice, por siempre, cervantino

Si tuviera que decidir sobre cuál fue la aportación más relevante que recibí de la Universidad de Harvard en 1976-77 lo primero que me vendría a la cabeza sería mi descubrimiento de Cervantes, gracias al curso sobre El Quijote que nos dio Raimundo Lida, el sabio argentino más grande que he conocido. Y ¡ojo!: aunque menos, también he conocido a Borges. No exagero. Mi paso por Estados Unidos me ofreció experiencias fantásticas, conocimientos impensables, horizontes insospechados, pero nada comparables al efecto que me causó mi reencuentro con la obra de don Miguel de Cervantes a 6.000 kilómetros de mi tierra.

Raimundo Lida fue quien me hizo cervantino

En más de una ocasión, he comentado la pasión cervantina de mi padre. Con él, la compartía a medias. Aunque es un libro difícil para un adolescente, por darle gusto, me aficioné, no sin esfuerzo, a su lectura favorita. Mi primer Quijote, el más grande que he tenido en mis manos, pesa varios kilos y mide más de medio metro de alto. Lo heredé, con el permiso de mi hermana, y aún lo conservo sobre un mueble antiguo presidiendo el salón de mi casa. Desde muy joven, lo leía en la cama y, por su peso, se me dormían las piernas. Son dos tomos impresionantes de pastas gruesas negras y letras enormes son aptos para gente con vista cansada. No sé cómo llegó a poder de mi padre una obra como ésta, publicada en en el siglo XIX, que incluía los nombres impresos de todos sus suscritores empezando por la reina Isabel II. Llegué a pensar que, quizás, procedía de la rica biblioteca de la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de don Andrés Cassinello, tío de mi amigo del mismo nombre. Ella fue mi proveedora principal de libros infantiles y juveniles a través de mi abuela Dolores, su criada.

Sin embargo, en alguna ocasión, mi padre me comentó que había rescatado libros viejos, muy estropeados y abandonados, en una mansión, casi en ruinas, relacionada, no sé cómo, con un general catalán muy franquista y muy poderoso en Almería. Se llamaba Andrés Saliquet. Luego supe que este militar golpista, casado con una almeriense de Fiñana, había participado en el nombramiento de Franco como jefe del Estado y caudillo de España. Durante la guerra civil, el general Saliquet mandó el Ejercito del Centro con medio millón de hombres y es recordado en Castilla y León por su dureza represora, lo que le valió el nombramiento de presidente del Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo y la concesión de un marquesado por Franco. No estoy seguro de la procedencia de “mi” Quijote. No obstante, a menudo, he fantaseado con la delicia de haberlo rescatado de las garras de un represor franquista, es decir, de lo menos cervantino que imaginarse pueda.

Lo que sí recuerdo claramente es que mi padre cometió un error, que lamentó toda su vida. En los años más duros del hambre en la postguerra, arrancó todos los grabados que ilustraban los dos tomos de El Quijote y los cambió por varios sacos de harina. “Primum vivere…”, claro. Siempre me dijo que don Quijote no se lo habría perdonado nunca. Ni el cura ni el barbero. Sancho Panza, en cambio, habría aplaudido su intercambio. Mi padre era un adicto a los refranes de Sancho y leía El Quijote sin orden alguno. Como hacen quienes leen la Biblia o los Evangelios. Según me comentó Lida, mi padre seguía, seguramente sin saberlo, una recomendación de William Faulkner. Abría el libro, al azar, por cualquier página, y se ponía a leer. A veces, en voz alta. Lo recuerdo, concentrado y orgulloso, leyendo el enorme tomo que, abierto, ocupaba casi la mitad de la mesa del comedor. Con frecuencia, soltaba alguna carcajada y, entre sonrisas, compartía las parodias cervantinas con nosotros. Con estos antecedentes familiares, no tiene nada de extraño que me apuntara, sin dudarlo un instante, al curso que el profesor Lida dedicaba íntegramente al Quijote. No me arrepentí.

Raimundo Lida había nacido en Lambert, en el imperio austrohúngaro, en 1908, en el seno de una familia judía. Desde bebé, creció en Argentina, en una comunidad askenazi laica, y de allí pasó a México y a Estados Unidos. Fue discípulo y heredero intelectual de Amado Alonso. Gracias a Américo Castro, el maestro de Juan Marichal, Lida consiguió una beca para la Universidad de Harvard en la que llegó a ser director del Departamento de Lenguas Romances. Cuando le conocí, tenía casi 70 años. Filólogo, filósofo del lenguaje, ensayista y crítico literario, el maestro Lida era una autoridad indiscutida en el Siglo de Oro (Quevedo) y en el Modernismo (Rubén Darío). Pero me apuesto algo a que el curso del Quijote era el que más disfrutaba. No había más que verle. Saboreaba las palabras y las citas eruditas o mundanas. Se lucía. En clase, con apenas una docena de alumnos de doctorado, Lida se transformaba ora en don Quijote, ora en Sancho. Siempre en Cervantes. Cuando murió, un par de años después de dar ese curso, leí un obituario escrito en su memoria por Ana María Barrenechea en el que decía que “Cervantes era el autor más afín a su hondura humana”. Estuve totalmente de acuerdo con ella.

Nunca dejó de sorprenderme el saber casi enciclopédico del profesor Lida. Con naturalidad, sin petulancia, citaba de memoria a los grandes autores y destacaba con finura exquisita la aportación de cada uno de ellos al tema que trataba de explicar: Platón, Cicerón, San Agustín, Averroes, Maimónides, Goethe, Alfonso el Sabio, Ibsen, Flaubert, Dostoievski, Unamuno, Bergson o Kierkegaard. Ninguno escapaba a su vasto conocimiento de la literatura, la filosofía y la historia de Occidente. Estuvo muy bien preparado para analizar la realidad cervantina tan poliédrica, con tantas caras y aristas, tan rica en perspectivas tan distintas. Nos pintaba escenas del Quijote como si detallara los distintos puntos de vista de cada personaje. O sea, como el juego de espejos en las Meninas de Velázquez. Planos distintos entrecruzados. Todo ello formaba parte del “vértigo de don Quijote”, un libro abierto a muchas ricas lecturas. Podía ser cómico para los barrocos o trágico para los románticos. Pero las parodias de Cervantes nunca fueron crueles ni destructivas ni ajenas a cierta ternura. Con razón llegó a decir Dostoievski que “la presentación del Quijote en el juicio final serviría para absolver a la Humanidad”.

Lida lucía un humor finísimo, una ironía propiamente cervantina. Me encantaba su risita maliciosa, sus guiños penetrantes, sus anécdotas definitivas. De pronto, sin darle importancia, dejaba caer alusiones sutiles que encerraban un conocimiento profundo de ser humano. Nos dejaba suspendidos, en un arrobamiento intelectual inesperado, incapaces de seguir tomando apuntes hasta haber digerido su último disparo al corazón de su audiencia. Rezumaba cierto erasmismo en sus lecciones y presumía sin disimulo de los éxitos de judíos y conversos, tan sonoros en la historia, la filosofía y la literatura de Occidente y tan silenciados para los estudiantes españoles educados en la Dictadura franquista y el nacionalcatolicismo.

Nos decía que para los dos Fray Luis (de Granada y de León) la perfección era posible fuera de la Iglesia. Es decir, el hábito no hace al monje. Pero él nos hacía el guiño, naturalmente en latín: “Monacatus non est pietas”. Igualmente, nosotros pensábamos que el escenario y el boato académico no afectaba a la calidad de sus lecciones. Cuando un catarro le retuvo abrigado en su casa de Cambridge, aislada por un metro de nieve, nos convocó para seguir sus clases en su sala de estar. La perfección también era posible en torno a una mesa de camilla, fuera del estrado oficial de su cátedra.

Tomé todos los apuntes que pude. Los guardo como oro en paño. Sin embargo, ahora que los repaso, al cabo de más de cuarenta años, observo muchas lagunas. Lástima que Lida no haya publicado sus notas sobre el Quijote como hizo con Quevedo o Rubén Darío. Con mis recuerdos vagos y mis apuntes concretos, intentaré resumir ahora, casi en titulares, algunas de las ideas que más me llamaron la atención en sus clases, todas ellas magistrales.

“Dime qué ves en el Quijote y te diré quién eres”, nos dijo un día el maestro al hablar de este primer monumento del realismo, lleno de fantasía y verosimilitud, provocador y entretenido. Cervantes tenía muchos ángulos: erasmista, humanista, barroco, anti barroco, heterodoxo, ortodoxo, patriota, antipatriota, cristiano… Escapó a la Inquisición con hábil y sabio disimulo. No así a las cuentas de la Hacienda Pública. Dijo producir un libro para entretener y divertir. Al parecer, nada serio. ¡Válgame Dios! Escribió: “Yo di pasatiempo al pecho melancólico y mohíno”. Pero, a la vez, como el que no hace la cosa, se burló de la caballería andante y del teatro de moda, o sea, de Lope de Vega cuyo éxito le tuvo tan obsesionado. ¡Ay, la envidia que hace tan humano a nuestro gran genio! Así, como si nada, metió una carga de profundidad en el cosmos medieval divinizado, en el mundo escolástico decadente, y nos dejó una nueva conciencia del hombre europeo, capaz de empezar a separar, gracias a la ciencia emergente, el orden físico del espiritual. El panteísmo de Spinoza (“Dios igual a Naturaleza”) y el pacifismo de Erasmo se abren camino en la primera novela del mundo.

El Quijote fue la bisagra entre dos siglos, ambos de Oro, y el símbolo del español de entonces, una alegoría de la locura hispánica vista con simpatía. Su autor pintó como nadie la inadaptación a los tiempos y la entrada en una nueva era. La era, además, de la novela moderna. Inventó la fábrica de hacer novelas. Sus personajes entran y salen de la novela como Juan por su casa. Se independizan. Así abrió la puerta a Galdós, a Unamuno, a Borges, a Pirandello, a Gide, etc.

Tuvo Cervantes un éxito indudable desde la primera edición de su obra. También tuvo críticos muy duros que, de forma panfletaria, le acusaron de antipatriota. Un anónimo del siglo XVIII divulgó que “del honor de España, era el autor (Cervantes) verdugo y cuchillo”. Casi nada. Juega con las apariencias y la realidad. Mezcla críticas y sonrisas ante los ideales trasnochados y hace una meditación destructora de la caballería andante. Parece hablar en serio, pero se ríe de los autores de moda.

A medida que avanzaba el curso, Lida nos recomendaba una amplísima bibliografía, que podíamos encontrar en la Widener Library de Harvard. No daba abasto. Por eso, opté por comprar algunos de esos libros, nuevos y usados, para seguir leyéndolos en el resto de mi vida. Una gran sorpresa fue volver a leer El Quijote, próximo yo a la treintena, pero con las notas de Martín de Riquer que el maestro tanto alabó. Lida nos advertía del efecto sorprendente de leerlo a distintas edades. ¡Qué rica fue esa segunda lectura! El curso envolvía el choque de dos mundos: el de la aristocracia minoritaria, que se resistía a morir, atado a sus antiguallas y derechos divinos, y el de la burguesía mercantil, ligado a las ciudades y al progreso, que luchaba por nacer e imponerse con pensamientos sentimientos modernos.

Nuestro hidalgo luce un lenguaje y unos ideales arcaicos. Pero nos cuela, casi de rondón, ideales de libertad e igualdad, revolucionarios para su época. Entre ellos está la aristocracia del alma, extendida a mucha más gente, la “gente nova” de Dante. El hombre es hijo de sus obras. Cervantes conoce muy bien la literatura italiana, que desdeña lo medieval, y enlaza con Petrarca. Las virtudes no son solo de la hidalguía de linaje, nobleza de sangre feudal, sino que dependen del modo interior de vida de cada hombre. ¿La verdadera nobleza? La del virtuoso, cualquiera que sea su origen y linaje. Nos lo dice Cervantes dos siglos antes de la Revolución Francesa. Ahí es nada.

¡Cómo se ríe nuestro autor del amor cortés de las leyendas carolingias y artúricas! Ariosto, con su “Orlando furioso”, influye mucho en Cervantes. Había libertad de imitación y de creación. Orlando, bravo en la batalla y torpe en el amor con Angélica. Con ironía y sorna, vemos, de pronto, a Roldán transformado en don Quijote. Desde Homero a Cervantes, el hombre luchaba cuerpo a cuerpo. Ahora, el arcabuz portátil, con su pólvora, se impone a la espada y a la lanza. Gran discurso de las armas y las letras. Con un arma de fuego, un cobarde puede matar a un héroe. Nuestro hidalgo insiste orgulloso en llevar las armas ridículas de su abuelo, en un momento en que se abre camino la pólvora, nada caballeresca, que mata a distancia y no con la fuerza del brazo de un guerrero. Gracián llegó a decir: “Una gallina mata a tiros a un león y el más cobarde al más valiente”. Esa es la injusticia de una guerra que a nuestro hidalgo le parece innoble.

¿Era solo combatir los libros de caballería el propósito de Cervantes?  De eso, nada. Dijo Borges que la segunda parte del Quijote es un comentario de la primera. En su novela, trata de asimilar lo bueno de la nueva cultura, de los descubrimientos, de los viajes y de la nueva épica burguesa, y no desesperar agarrados a los viejos tiempos. Nada más actual. Además, las novelas de caballería son su excusa para criticar toda la literatura.  El Quijote es mucho más que una parodia contra la caballería andante. El odio es limitado y el amor se antepone al odio en el ataque. El mal, el ser cainita, no existe en el Quijote. Hay ironía, burla, humor. No sátira cruel.

En sus clases, Lida no ocultaba las influencias de Américo Castro, su protector, cuyos libros nos recomendaba. En su prólogo al Quijote, don Américo destacó la alusión directa a comer “los sábados, duelos y quebrantos”. ¿Sufrir y tener quebrantos si comía cerdo el sábado? Ahí se percibe que la limpieza de sangre de don Quijote no corresponde a la de un cristiano viejo sino a la de un cristiano nuevo, descendiente de judíos conversos. Las virtudes de los caballeros andantes le venían “de casta”, por su buena cuna. Eran héroes por linaje. Un hidalgo, por respeto a lo que es, no hace trabajos manuales, cosa de judíos y moriscos. Ahí vemos ciertas raíces profundas del atraso económico de España. El hidalgo desprecia el lucro y el ahorro. Lo suyo es la liberalidad del manirroto. Se dedica al ocio o la guerra. Pero Cervantes no nos ofrece un héroe de 12 años, como Amadís de Gaula, sino un viejo de 50 años, como él mismo. Un hidalgo moderno que sabe leer. Y hace una burla erasmista de los eruditos medievales. Pasa de la debilidad por los libros a otra debilidad peor: la caballería andante.

Nos presenta a un héroe invencible que socorre a los débiles, viudas, huérfanos, desvalidos, doncellas perseguidas por tiranos. Su espada es infalible, mágica, contra reyes, emperadores, gigantes, follones, magos, brujos, demonios o encantamientos. Sus aventuras contra leones, fieras míticas o caballos voladores tienen final feliz. Recorre al azar montes, valles, castillos, cortes fantásticas en las que princesas se casan con el vencedor de un torneo. Puede ser, si quiere, rey de una ínsula. Treinta años antes, el Concilio de Trento había condenado los libros de caballería por “lascivos y obscenos”. Los acusaba de difundir el asombro y el milagro de la magia (del diablo) y no de Cristo y los santos. La Iglesia defendía la “honestidad cristiana” frente a la moralidad caballeresca de origen pagano (“el amor solo para Dios”) y declaraba la guerra a la mundanidad del siglo. “Con la Iglesia hemos dado, Sancho”. Cervantes se ríe de la beatería y de la hipocresía.

Sabe que en Italia los libros españoles eran sospechosos de judaísmo. Por su magia, incluso Amadís, leído por los luteranos, era tenido por hereje y demoniaco. Sin embargo, nuestro autor no odia los libros de caballería. Según Lida, hace otro. El mejor. Tiene su alma dividida: “libros sin igual”. Los elogia: “admirado ante el disparate”. Con sabor agridulce, tiene un desquite irracional: un loco “con bonísimo entendimiento”. Celebra “el estado para el que hemos nacido: la caballería andante”. Y recurre al canónigo para dar otra vuelta de tuerca maliciosa: “si no los leo críticamente corro el peligro de divertirme”.

Tengo la impresión de que Cervantes es un bromista redomado, que juega con el lector, con indecisión y goce dual. Mezcla lo histórico con lo legendario, lo sublime con lo ridículo. Parece decirnos que no debemos fiarnos ni de él mismo. Practica la prosa arcaica, como Garcilaso, y ofrece relajo, equilibrio, salud, distracción y pasatiempo “al pecho melancólico y mohíno”.

Por su modernidad y fuerza moral, uno de los capítulos más impactantes del Quijote ha sido para mí el que da cuenta de los amores y desamores de la pastora Marcela y el estudiante Grisóstomo … ¡en 1606! Se adelanta a cualquier feminista de hoy. “Comprender mejor es estar en condiciones de amar mejor”. Ahí se arriesga y se luce Cervantes. Marcela grita desde lo alto de una roca: “Nací libre”. La pastora quiere “vivir su vida” y celebra su libertad individual sin atender al efecto de su acción en los demás. Todos acusan a Marcela del suicidio de Grisóstomo quien se mata por su amor no correspondido. Ella no se siente culpable. Don Quijote – ¡cómo no! – la defiende. El mundo ha cambiado y nuestro ingenioso hidalgo se lanza contra la hipocresía, la mentira y el cinismo. Es decir, contra el amor provenzal. Sale en defensa de los derechos de la mujer. Da pie a varios mitos: un hombre quijotesco, aventuras quijotescas, quijotismo.

Cervantes parodia, critica, ataca, quiere, imita y mejora los libros de caballería y, burla burlando, pasa el problema al lector. Pero su sátira no es encarnizada como la de Quevedo. “Nunca voló mi pluma por la región satírica…” Critica los libros de caballería no con sarcasmo destructivo sino con la sonrisa, con el humor de un loco ridículo que pronto se convierte en un loco entretenido y crece hasta ser un prodigio de simpatía. Nos hace reír y, sin embargo, ¡qué pena!, muelen a palos al héroe, hacen burlas del derrotado. Según Lida, Dickens, como Cervantes, une a la burla el amor. Son víctimas de la sociedad que no se resignan. Para Galdós, El Quijote es una obra moderna. Un libro lleno de vida, de amor. Su autor se separa de la contrarreforma. Opone la igualdad a la casta, la paz a la guerra, el amor al odio.

En este “libro de libros”, “versión de versiones”, no aparece el pecado original, no hay figura del mal ni del pecador arrepentido. No hay seres perversos sino cambiantes. No son de una sola pieza. El bandido Roque es cruel y compasivo. Es la novela de los imposibles. “Yo soy libre”, le hace decir a Marcela ¿a los 16 años? ¿Dónde queda la autoridad paterna? ¿Por qué lo dice si sabe que no es cierto? ¿Cuál era su propósito? Lida no se sorprende. Cita a Valery: “Las intenciones son intenciones y las obras son obras”. Nos dice que sí, que Dostoievski trató de escribir un folletón de moda y, mira por dónde, le salió “Crimen y castigo”. ¡Qué diferencia entre la intención y la obra! Recurre a Fichte: “La obra literaria depende del hombre que se es”.

A veces, nos parece escrito desde otro mundo. Salta por encima de los valores de su época y se dirige a temas universales. No niega la realidad objetiva ni hay idealismo a lo Berkeley, pero nos muestra una realidad insegura, oscilante. Los libros no son inertes. Actúan sobre el alma humana. Cada libro es distinto para cada lector. Nos muestra distintas posiciones ante la misma aparente realidad. ¿Gigantes o molinos? El ventero defiende los libros de caballería, como don Quijote. El cura los ataca. Cervantes nos va irradiando problemas en cada línea. Inquieta al lector. Hace una “imitación selectiva” de los llantos de Amadís o de Orlando cuando escribe la carta, con lenguaje arcaico, a Dulcinea. Para Pedro Salinas esa es “la mejor carta de amor de la literatura española”.  Su Quijote huye de la sociedad… enloqueciendo.

Uno de los grandes aciertos del libro es, a mi juicio, la influencia mutua que se produce entre don Quijote y Sancho. Tengo un dibujo muy querido que el gran Ortuño me dedicó cuando fundamos Cambio 16. Muestra al caballero y al escudero por la Mancha, a lomos de sus bestias, bajo un sol de fuego. El globito de texto es muy escueto, lapidario. Don Quijote le dice a su criado: “Tutéame Sancho”. Toda la obra cervantina es una parodia de la parodia, con un estilo que Lida llamaba “mercurial” y zumbón pues nada estaba quieto. “Soberana y alta señora”, empieza diciendo el hidalgo. Sancho lo memoriza así: “Alta y sobajada señora”. De soberana a sobajada.

El autor se ríe de la falsa erudición, de la falsa ciencia, de la sabiduría inútil. Se ríe de sí mismo. “¿Qué libro tienes ahí?”. El lector responde: “La Galatea, de Miguel de Cervantes”. Inventa aquí el “pirandelismo”, el desdoblamiento entre personaje y autor. De paso, nos mete un corte publicitario. Así es el prisma cervantino. Cuando un asunto llega al prisma queda descompuesto en colores distintos. Así son también las distintas verdades y planos del creador del Quijote y – ¡cómo no! – de Sancho. El creador de un enorme mito doble: el ingenioso hidalgo y su interlocutor o anti personaje que no es Dulcinea (la presencia de una ausencia) sino Sancho. Dulcinea es el gran personaje ausente. Alonso Quijano nunca tuvo el “don”. Don Quijote, sí. Además, “de la Mancha”, como el “de Gaula” o “de Inglaterra”. Don Quijote es un judío converso pero su apellido viene del árabe: Mancha o Manggia, tierra seca y alta, refugio frente a inundaciones. Hay parodia de nombres pomposos (Don Quijote, Dulcinea) con apellidos ridículos (de la Mancha o del Toboso).

También juega con los octosílabos: “don Quijote y Sancho Panza” o bien “en un lugar de la Mancha”. Como a Raimundo Lida no se le escapaba ni una, nos descubrió que el Quijote empieza, sin ponerle comillas, como es costumbre cuando se copia, con ese octosílabo (“En un lugar de la Mancha…”) sacado sin permiso de una coplilla anónima y vulgar. Es una nota de humor, una comicidad para enterados, más propia de la picaresca que del mundo de los sabios. Riza el rizo con esta imprecisión en endecasílabo: “…de cuyo nombre no quiero acordarme…”. De lo que sí se acuerda seguramente Cervantes es de otro endecasílabo de La Eneida: “Callaron todos, tirios y troyanos”. En su juego “mercurial”, recurre al equívoco con frases célebres.

El caballero va contagiando su locura al escudero. Las promesas de una ínsula ayudan. Pero también vemos un cariño gradual de Sancho hacia su amo, una cierta hermandad matizada. Aunque el criado es rústico, hablador, abusador del lenguaje, la relación entre caballero y escudero los iguala como el amor que iguala a la pareja. Hay una dignidad entre señor y criado. Sancho aprende e imita pues tiene fe en su amo. Se hacen inseparables, imprescindibles hasta la muerte. Son dos almas que se van haciendo recíprocamente. Cuando el escudero es gobernador, pasa a primer plano. Sancho Panza no es la sombra de don Quijote sino su complemento. Crecen y se funden el uno en el otro. Son la cara y la cruz del alma humana.

Los refranes de Sancho, píldoras de conocimiento, se le van pegando a su señor. “Cuatro dedos de enjundia tiene de cristiano viejo”. La enjundia es grasa o manteca de cerdo, prohibida a musulmanes y judíos. Con mucha gracia, Sancho corrompe el lenguaje. Su amo dice “pacto tácito o expreso con el demonio” y Sancho lo repite, a su modo, como “patio espeso con el demonio”. En su entrelazamiento, ambos tienen un acuerdo de creerse mutuamente. Para Lida es, sin duda, una novela social. Otro rizo: haciendo la novela explica cómo se hace una novela. El cura habla de Cervantes y de su Galatea. Novela sobre novela. No hay marcos fijos entre novela y realidad. Salen personajes en la segunda parte que han leído la primera, en ediciones piratas por las que Cervantes no cobró ni un maravedí. Lo mismo que hoy con Internet.

En su continuo juego de perspectivas, el autor hace al lector cómplice del narrador. Es un gran periodista que utiliza diversas fuentes, según se mire, para informar de un mismo hecho. Pone el nombre de Cide Hamette Berengeli (berenjena) al autor del manuscrito. Precisamente, la berenjena, plato favorito de moriscos y judíos. Mi hijo David no olvida una frase que leímos juntos, cuando era niño, antes de dormir: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros”. La repetimos aún entre risas. La fantasía y la imaginación… “la loca de la casa” para Santa Teresa.

Hay tantas lecturas del Quijote como lectores. Para un romántico perdido como Heine, es “el libro más triste que existe”. Pero también nos da pistas de un pre racionalismo avanzado, de un pensamiento pre siglo XVIII. No pocos aún siguen descifrando los mensajes de Cervantes, los misterios que disimuló hábilmente y no pudo decir con claridad por miedo a la Inquisición, siempre atenta a los peligros de cualquier disidencia.

Algunos han querido ver el engrandecimiento de Sancho como un anuncio de la emancipación de la clase obrera o los valores democráticos (libertad, igualdad, fraternidad) en don Quijote. No digamos Pirandelo en su obra, tan cervantina, “Así es si así os parece”. Para Unamuno, nuestro hidalgo sufre una “santa locura”. Para Ortega y Gasset, se trata de la novela de los puntos de vista, del perspectivismo y la realidad oscilante. Cervantes es un Erasmo sin religión. En su obra no hay influencia religiosa pues la moral de Cervantes es filosófica, natural, humana. Lutero, que tiene todo lo español por sospechosamente poco cristiano, llegó a decir que “casi prefiero tener al turco por enemigo que a los españoles que no creen en nada; son marranos seudo convertidos”. Así se abonaba la leyenda negra contra el imperio español de los Austrias.

Para compensar lo de Lutero, no puedo cerrar los apuntes que tomé de las clases magistrales del maestro Raimundo Lida sin copiar aquí una cita que nos regaló de Rubén Darío. En ella, el grandísimo poeta modernista santifica a nuestro don Quijote:

“Rey de los hidalgos,

señor de los tristes,

noble peregrino,

contra las certezas,

contra las mentiras,

contra la verdad,

ruega por nosotros”.

Así sea, maestro Lida. Usted me hizo, por siempre, cervantino. Gracias.

FIN

Si has llegado hasta aquí, querido lector, ya eres cervantino. Como yo. Gracias.

Charla sobre el Quijote por encargo del New York Times