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Libros salvados del fuego en Tabernas

«Allí donde queman libros, acaban quemando personas». Siempre me perturbó esta premonición de Heine, poeta romántico alemán del XIX, anterior a Hitler. Antes del confinamiento, había empezado a tallar una copia reducida de «La quema de libros de un hereje», original de Juan de Juni.  La dejé a medias por la pandemia. Ahora he vuelto a tallar aquella obra que tenía en proceso. ¡Quemar libros! ¡Qué barbaridad! Mientras tallaba a los inquisidores, he recordado una aventura que compartí hace años con mi padre: ambos salvamos del fuego un montón de libros antiguos. Hoy publiqué esa historia en mi serie «Almería, quién te viera…» en el diario La Voz de Almería. Copio y pego en este blog de 20minutos.es el texto en word de ese artículo para que la gente de mi edad pueda leerla, ampliando el cuerpo de su letra, incluso sin gafas.

Con mi talla inacabada de la «Quema de libros heréticos» de Juan de Juni.

«Libros salvados del fuego en Tabernas», publicado hoy (6-03-2022) en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (13)

Libros salvados del fuego en Tabernas

 J.A. Martínez Soler

Hace unos años, en el Museo de León, me impresionó la famosa talla de Juan de Juni sobre la quema de libros de herejes por orden de la Inquisición. “Una escena muy española”, exclamé. Me miraron como a bicho raro. Hice una foto de la tabla y me propuse copiar la obra del genio. Mientras acariciaba con la gubia la cabeza de un inquisidor, a contra veta, me dio por recordar una aventura quijotesca que compartí con mi padre en Tabernas, su pueblo.

En la nebulosa de historias que recuerdo vagamente de mis pasos infantiles por Tabernas aparece una casa grande, enorme, con techos altos y cortinas inmensas. Sus muebles (mesas, aparadores, sillas, arcones y cómodas) eran de maderas oscuras, talladas con primor. El señor de aquella ilustre casona, muy próxima a la iglesia parroquial de Tabernas, era Don Manuel, un cura anciano, encorvado, que vestía una sotana vieja.

Mi tía Matilde, la ciega, fue quien me llevó allí varias veces. Más bien, yo la llevé a ella del brazo. Me explicó, no sin reverencia, que ese anciano era casi obispo. Seguramente por su biblioteca que, desgraciadamente, conocí demasiado tarde, era tenido por un hombre sabio. Con razón o sin ella, algunos del pueblo le llamaban “monseñor”. Por lo que supe años más tarde, lamenté no haberle conocido mejor.

En la Navidad de 1965, con 18 años, regresé de vacaciones universitarias a mi casa en Almería. Allí estaba mi tía Matilde. Me contó la ruina de su sobrina, que se había casado con un heredero del monseñor. En ocasiones, ella se vio obligada a compartir las limosnas recibidas para que las niñas de sus sobrinos pudieran comer algo caliente. En su relato hubo un detalle que me causó espanto:

– “Mis sobrinos, incultos como son, han ido quemando en la chimenea los libros del monseñor para calentarse en invierno. Lo descubrí por las llamaradas y el olor del papel quemado. Toda la casa llena de pavesas. Pensé mucho en ti. Con lo que te gustaban los libros…”

Horrorizado, mi padre saltó de la silla. “¿Podemos aún salvar algún libro de la quema?”. Sin dudarlo, mi padre y yo viajamos al día siguiente en el primer autocar que tenía parada en Tabernas. Atravesamos las ramblas secas y los desiertos en el autobús de Alsina Graells. Íbamos con ánimo de salvar de la hoguera a algunos supervivientes.

Apenas quedaban muebles, cortinas o lámparas en la casona del cura. Era el esqueleto de la mansión que yo había conocido de niño. Fuimos directos a la cocina. Había cadáveres de libros en la chimenea y cubiertas de piel carbonizadas y retorcidas. Un grupo de condenados esperaban, amontonados en capilla, la hora de su ejecución, al caer el sol. Así combatían el frío los herederos de aquella casa, ya sin el esplendor eclesiástico.

Mi padre les pagó el rescate de los indultados de aquella masacre. Sus primos no entendieron por qué les daba tanto dinero por aquellos libros viejos que nunca habían valorado. Para ellos no eran más que basura. O combustible. No nos dio tiempo a elegir. Mejor dicho, no quisimos mirar los títulos ni los autores. Solo sabíamos que eran libros. Como los verdugos de los libros de don Quijote, seguro que encontraríamos algunos que merecieran, siquiera por un párrafo, ser salvados de la hoguera.

Salvé, menos mal, a san Juan de la Cruz

Llenos de espanto, llenamos de libros tres grandes sacos y los cargamos en el primer autocar que regresaba de Murcia hacia Almería. Hacían falta dos personas para llevar cada saco. Pese a la oscuridad reinante en aquella habitación, no pude resistir rescatar de la chimenea a mis dos místicos favoritos: san Juan de la Cruz y a santa Teresa de Jesús. Por muy ateo que yo fuera, ¿cómo no salvar el Cántico del “medio fraile”?

Mi padre se permitía citar, o inventar, frases enteras del Quijote: “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros”. Le hablé de la afición de la Inquisición a la quema de libros. “No hay que ir tan lejos”, me dijo, “cuando Franco ganó la guerra, florecieron, otra vez, las hogueras de libros por toda España”.

El diario falangista Arriba, del que yo fui redactor (aunque, avergonzado, pronto lo borré de mi curriculum) publicó, el 2 de mayo de 1939, un comentario titulado Letras de humo en el que se decía:
“Con esta quema de libros también contribuimos al edificio de la España, Una, Grande y Libre. Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas; a los de la leyenda negra, anticatólicos; a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los del modernismo extravagante, a los cursis, a los cobardes, a los seudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos chabacanos. En España los hombres jóvenes tienen el valor de quemar vuestros libros y, sobre todo, de quemarlos sin un gesto de aflicción”.

Siguieron la línea, tan española, del inquisidor Torquemada quien, en el siglo XV, mandó quemar todos los libros no cristianos. Antes de que los nazis le dieran la razón, el poeta alemán Heine lo tuvo muy claro cuando dijo, en el siglo XIX, que “allí donde queman libros, acaban quemando personas”.

 Ya no queda nada de la casona del monseñor. Pero recordar es revivir. Entre los libros que rescatamos del fuego encontramos auténticas joyas. Un “Opusculum Morale”, edición en latín de 1685, un “Diccionario Anti-Filosófico” de 1793 para combatir las ideas de Voltaire que, visto con ojos de hoy, resulta cómico, y una joya, un Quijote de 1815.

Desde entonces mi padre y yo vimos los libros antiguos con ojos diferentes, con un cariño especial. Mi padre invirtió sus ahorros en unos tomos enormes de 1830 de El Quijote con ilustraciones preciosas. Cuando llegaron tiempos duros cambió las láminas por sacos de harina. Siempre lo lamentó. “Vacié mi alma por llenar el buche. Don Quijote se habría enfadado conmigo”, me decía. “Pero Sancho Panza me habría comprendido”. Así era mi padre. Cervantino puro.

Saco la gubia de la veta que atraviesa de la cabeza del inquisidor y, no sin temor a un nudo peligroso, sigo tallando la madera de cerezo. Y cavilando. España va mejorando. Me conviene no olvidar el progreso.

Nunca agradecí lo suficiente a mi tía Matilde que nos avisara de la masacre de libros que hicieron mis primos lejanos. “¡Serán cafres!”, decía ella. Mi padre y yo hemos disfrutado mucho hurgando en los libros rescatados del fuego. Él nunca culpó a sus parientes de aquel desastre. Al recordar la quema de ejemplares, algunos ya únicos, citaba a El Cordobés:

– “Más cornás da el hambre”.

Hoy, domingo, 6 de marzo, es el Día Internacional del Escultor. Buena ocasión para volver a mi taller y seguir tallando inquisidores (¡maldita sea!) quemando libros.

 

Mi abrigo de guardia civil

Con 4 y 5 años no pasé frío gracias al abrigo que me cosieron con la capa de guardia civil de mi tío. Una prenda de lujo que resultó ser muy polémica. No gustó a todo el mundo.

 

Publicado hoy (15/12/2021) en el diario La Voz de Almería.

Las fotos perdidas que voy encontrando en mi sótano activan recuerdos dormidos.

Mi tío Agustín, de guardia civil.

Mi padre (izda) y mi tío Agustín.

Veo esta foto por el retrovisor y me produce cierta ternura. Así recuerdo yo aquella historia. Copio y pego:

Almería, quién te viera… (2)

Mi abrigo de guardia civil

José A. Martínez Soler

Gracias a mi primer abrigo, aprendí a disimular casi antes que a hablar.

Según he oído contar en más de una ocasión, en el invierno frio de 1951, en el que yo cumplí cuatro años, vino una costurera de la calle Memorias y nos tomó las medidas a mi primo Pepe Giménez Soler y a mí. <<Vais a tener un abrigo muy hermoso, como los de los niños mayores>>, nos dijeron.

Al terminar nuestra guerra, mi tío Agustín Giménez, natural de Soria, se hizo guardia civil. Durante años, persiguió a los maquis por las sierras de Almería. En Nacimiento, se enamoró de mi tía Encarna Soler. Esa boda, con uniforme de un instituto armado, protegió probablemente a una parte de nuestra familia. La de los rojos.

Al terminar la persecución de los maquis a principios de los años 50, mi tío dejó el Cuerpo y guardó su vieja capa de guardia civil de montaña en un altillo de su casa, junto a sus correajes y su pistola, descargada y lejos del alcance de los niños. Más de una vez, en secreto y sin balas, jugamos con ella.

-<<Los niños pasan frío y muerta de risa está la capa de Guardia Civil>>, repetía Encarna, su mujer, hermana melliza de mi madre y vecina nuestra. Vivían en la casa de enfrente. Mi tía tenía también otro latiguillo: <<Qué lastimica de tela, con lo buena que es>>.

La costurera nos trajo dos abrigos para aquel invierno.  Qué emoción. Me gustó mucho y fue muy celebrado por el vecindario. Más tarde supe que hubo varias excepciones. Y cierta polémica.

<< ¿Qué es esto?>>

-<< ¿A quién se le ocurre vestir a unos niños con la capa de la Guardia Civil? ¿Nos hemos vuelto locos?… >>, dijo el padre de Juanico, vecino del carbonero de la calle Juan del Olmo, a quien quiso oírle. Al cruzarse con él por la calle, mi madre le afeó ese comentario. << Paece mentira que tú digas esas cosas contra el abrigo de mi niño. Además, lo dices en voz alta, pa que te oiga cualquiera del Régimen y te busque las cosquillas. ¿Es que no hemos pasao ya bastante? ¿Es que no va a acabar nunca esta maldita guerra?”

Resulta que a mi padre tampoco le gustaba que yo vistiera aquel abrigo verde oliva. Repetía a menudo:  -<< Hace un calor insoportable. ¿No te da pena llevar al pobre niño cargando con ese abrigo tan pesao? Quítaselo ya, Isabel>>.

Yo me preguntaba: << ¿Estará tonto mi padre? Calor, desde luego, no hace. Más bien, frio. ¿Por qué dice que hace calor?>> Mi foto con el dichoso abrigo y las anécdotas que me contaron sobre tal batalla han reforzado mis recuerdos.

Mi padre disimulaba cada día menos. Le había declarado la guerra a esa prenda. Decía que yo parecía un adefesio, ridículo y estrafalario, con ese abrigo de dos colores.

Sin que lo oyera mi madre, mi padre me aclaró más tarde que el color original de la capa había desaparecido de tanto darle el sol en los años de persecución de los maquis por las sierras de Nacimiento, donde estuvo destinado el tío Agustín después de la guerra. Los dos hermanos de mi madre, José y Mariano, estaban entonces presos en la cárcel de Gérgal, el pueblo de al lado. Por socialistas. Mi tía Encarna hacía una comida en su casa de Nacimiento para su marido guardia civil y otra que llevaba andando, rambla arriba, para sus hermanos rojos. Mi madre, casada con un republicano. Su hermana, con un guardia civil.

Al tío Agustín tampoco le hacían gracia los abrigos de su vieja capa. Seguía llamando bandoleros, forajidos, terroristas y otras palabras que nunca entendí bien, a quienes lucharon contra él, más allá del Monte Negro y de Sierra Nevada donde nace el río Nacimiento. En cambio, cuando mis padres creían estar solos, no les llamaban bandoleros sino maquis, milicianos o guerrilleros. Mi padre hablaba de los parientes y amigos que se echaron al monte <<para salvar el pellejo, engañados por los comunistas que les dijeron que, tras la derrota de Hitler y Mussolini, el final de Franco estaba al caer>>. Fue mucho más claro: <<Tu primo José disparaba desde un lado y tu cuñado Agustín desde el otro. Ambos se podían haber matado en cualquier escaramuza>>.

Mi madre dominaba la llamada al silencio con su chisss” medio silbado:

-<< Calla, José, calla. No me des más tormento. Por lo que más quieras, no hables así de los maquis ni de mi primo. Y menos delante de los niños, que las paredes oyen.>>

Al principio, llevaba el abrigo verde descolorido a todas partes. Incluso dentro de mi casa donde, a pesar del brasero, hacía un frio que pelaba. También, humedad. Mi madre solía decir que, en Almería, con esos techos tan altos contra el calor del verano, hacía más frio dentro de las casas que en la calle. Por eso, me decía:

-<< Anda, niño, abrígate bien, abróchate el abrigo, que vamo a entrar en casa>>.

 Delante de mi padre y del tío Agustín dejé de ponerme el abrigo sin saber por qué. El año siguiente despareció.

Cada vez que me veo en esa foto con mi abrigo verde oliva, sacado de la capa de mi tío, me da qué pensar…  Primero, lucí con mucho orgullo aquella prenda, aunque no gustó a todo el mundo. No eran tiempos para despreciar una tela tan buena para vencer al frío.

Más tarde, atando cabos, llegué a intuir que algo no iba bien con mi abrigo. ¿Por qué, si era tan bueno, desapareció de mi vida al año siguiente?

Me intrigaba y pegaba el oído para juntar las piezas que me sirvieran para explicar las distintas emociones que provocaba aquella prenda. Mi madre y mi tía, siempre ingeniosas para ahorrar cada céntimo, estaban encantadas con el abrigo. “Nuevo, costaría tanto”, decían. En cambio, mi padre, ex teniente superviviente del Ejército de la República, derrotado por Franco, sentía repelús cuando me veía abrigado con la tela de la vieja capa de montaña de mi tío. Casa día disimulaba menos su oposición aquella pieza infantil.

Mi padre y mi tío, procedentes de bandos enfrentados en la guerra civil, se llevaban bien. Por distintas razones, ambos declararon pronto la guerra a nuestros abrigos.  Hasta mucho más tarde, no pude comprender aquel conflicto con emociones encontradas. Las hermanas, tan prácticas, defendían la prenda que nos abrigaba de maravilla. Los cuñados, la detestaban.

Tardé mucho en comprender que mi tío se hizo Guardia Civil para vencer el hambre y la pobreza de la postguerra en su tierra soriana. Era un hombretón noble y sentimental. Le oí decir que nunca más volvería a pegar tiros por el monte. Por nada del mundo. Prefería cargar sacos de cemento en el puerto. Eso dijo.

Nuestros abrigos cumplieron su función contra el frio del invierno almeriense. Luego, desaparecieron en el baúl de los recuerdos. También tuvo otro efecto benéfico: me hizo un poco mayor. Por fuera y por dentro.

Con mi primo Pepe (Dcha) con el abrigo sacado de la capa de guardia civil de mi tío.

 

 

 

 

 

El alcalde de Madrid me ofende

Como almeriense de nacimiento y madrileño de adopción, me siento profundamente ofendido por una acción miserable del alcalde madrileño del PP, señor Almeida. Si no lo digo, reviento.

Cambian a un barco que salva por otro que mata.

Ha cambiado el nombre de la Calle del Barco Sinaia (que salvó la vida de miles de refugiados españoles, los afganos de 1937) por el de Calle del  Crucero Baleares (de terrorífica memoria por sus crímenes contra la Humanidad).

Cartel de la Desbandá o Huida de ancianos, mujeres y niños de Málaga a Almería.

No me lo invento. Me lo contó mi madre que vio llegar a Almería a miles y miles de malagueños que huían por la costa de la masacre fascista.

Huyendo de la represión del «carnicero de Málaga» por la costa.

El «Crucero Baleares», que masacró, asesinó, a multitud de civiles (entre 3.000 y 5.000 ancianos, mujeres y niños) en la terrorífica «Desbandá» o “Huida” entre Málaga y Almería en 1937 es homenajeado ahora por el alcalde Almeida con una calle en Madrid. Si no lo veo, no lo creo.

Bombas sobre civiles dormidos

Mientras aviones de Hitler y Mussolini bombardeaban a los civiles, los cañones de aquel Crucero Baleares (¡maldito sea!) los masacraban desde el mar. Una matanza, de proporciones bíblicas, menos conocida que las de Guernica o Badajoz, pero no menos cruel.

Abuela con sus nietos.

Cargando con lo que podían…

Mujeres y niños, en su mayoría.

Una cara que expresa el terror y el dolor

Un alto en el camino

Empujando los carros

Cojeando

¿Qué les pasa a los militantes y líderes del PP (no todos, no siempre) con los crímenes del franquismo?

¿Por qué no los condenan de una vez, sin complejos de VOX, y se hacen, por fin, respetables demócratas y europeos?

No lo entiendo.

Afortunadamente, el alcalde de Almería (también del PP) aún no dedicado una calle de mi ciudad natal al acorazado nazi Admiral Scheer y sus cuatro destructores que la bombardearon por venganza tras una derrota naval.

Acorazado nazi Admiral Scheer

Bombardeo nazi contra Almería

Mis padres nunca olvidaron aquel bombardeo del 31 de mayo de 1937 contra la población civil almeriense. Tampoco lo olvidó el gran poeta Pablo Neruda, autor de este poema:

Un plato para el obispo

“Un plato para el obispo, un plato triturado y amargo,

un plato con restos de hierro, con cenizas, con lágrimas,

un plato sumergido, con sollozos y paredes caídas,

un plato para el obispo, un plato de sangre de Almería.

Un plato para el banquero,

un plato con mejillas de niños del Sur feliz,

un plato con detonaciones, con aguas locas y ruinas y espanto,

un plato con ejes partidos y cabezas pisadas,

un plato negro, un plato de sangre de Almería.

Cada mañana, cada mañana turbia de vuestra vida

lo tendréis humeante y ardiente en vuestra mesa:

lo apartaréis un poco con vuestras suaves manos

para no verlo, para no digerirlo tantas veces:

lo apartaréis un poco entre el pan y las uvas,

a este plato de sangre silenciosa que estará allí cada mañana,

cada mañana.

Un plato para el Coronel y la esposa del Coronel,

en una fiesta de la guarnición, en cada fiesta,

sobre los juramentos y los escupos,

con la luz de vino de la madrugada

para que lo veáis temblando y frío sobre el mundo.

Sí, un plato para todos vosotros, ricos de aquí y de allá,

embajadores, ministros, comensales atroces,

señoras de confortable té y asiento:

un plato destrozado, desbordado, sucio de sangre pobre,

para cada mañana, para cada semana, para siempre jamás,

un plato de sangre de Almería, ante vosotros, siempre”.

Pablo Picasso pinto el Guernica. Pablo Neruda escribió el poema dedicado a Almería. El tercer gran Pablo (Pablo Casals) dirigió la Novena Sinfonía de Beethoven, mientras caían las bombas sobre Barcelona.

Perdonar, siempre. Olvidar, nunca, señor alcalde.

 

«Cornetín», el abuelo de 20 minutos

Como regalo por su 20 cumpleaños, hoy voy a revelar, con todo detalle, un secreto en exclusiva: el origen de “20 minutos”, el primer diario que no se vende y, antes de la crisis de 2008, el diario más leído de la historia de España. Ha llegado el momento de descubrir su linaje y atribuir a su abuelo “Cornetín” el mérito que le corresponde. Son partes de los capítulos 24 y 25 de mis memorias (inéditas) de la Transición y del Periodismo («Y seguimos vivos. Recuerdos de un periodista que sobrevivió a la Dictadura».) No apto para lectores impacientes.

Jura de bandera, en el centro.

Cornetín, mi primera publicación gratuita

Cuando mi capitán, en vez de mandarme a una prisión militar, me ofreció las medicinas de su difunto padre que curaron a Ana, me dieron ganas de darle un abrazo. Me contuve. Había recuperado la razón. Sabía que abrazar a un superior iría contra las reales ordenanzas militares de Carlos III. Le hubiera besado los pies. Injustamente, he olvidado su nombre. Después de aquel incidente, traté de demostrarle siempre mi agradecimiento. Me convertí en un soldado ejemplar. Su comportamiento me hizo cambiar la visión tan deplorable que yo tenía del Ejército.

En la cantina de tropa oí hablar de un proyecto antiguo de mis colegas José Antonio Plaza y Jesús Hermida. Años atrás, ambos periodistas fueron soldados del Batallón de Infantería al que pertenecía mi compañía de honores. Publicaron varios números de una vieja revista con el objetivo, creo yo, de librarse de las guardias y demás servicios. El Ministerio la financiaba hasta que fue borrada del presupuesto. Al desaparecer la subvención oficial, murió definitivamente.

Con esos antecedentes, pedí permiso a mi capitán para resucitar aquella revista con una idea original. En realidad, no era nada original. La aprendí, o sea, la copié cuando trabajaba en el diario Nivel. Su editor, Julio García Peri, lo era también del diario “Noticias Médicas”. Se repartía gratis a los médicos de toda España, y se financiaba solo con la publicidad de los laboratorios farmacéuticos y otros anunciantes del sector sanitario. Le conté mi plan y le garanticé que la revista no le costaría ni un duro al Ejército. Recordaba la experiencia fallida de Hermida. No tendríamos que pedir dinero a nadie. La idea le gustó.

Por la vía reglamentaria, consiguió que me recibiera el teniente coronel Alemán, nuestro superior. Tenía un gran despacho con vistas a la calle Barquillo. Me informé de todo lo referente a su historia, a su personalidad, a sus gustos literarios e históricos, a sus aficiones, etc. Junto con el Generalísimo y el capital general Muñoz Grandes, el que luchó junto a Hitler con la División Azul, mi jefe era uno de los pocos militares en activo que estaba en posesión de la máxima condecoración militar: la Gran Cruz Laureada de San Fernando.

Por su graduación, le correspondía tratamiento de jefe. Sin embargo, por ser “caballero laureado” se había ganado el máximo tratamiento de Vuecencia, es decir, Vuestra Excelencia, que se daba solo a los generales. Por tanto, en cuanto crucé el umbral de su despacho, me cuadré marcialmente y le dije:

– “¿Da Vuecencia su permiso?”.

Como al capitán de Cerro Muriano, le gustaba la historia militar. Le encantaron mis conocimientos de la guerra de África. Me la sabía de carrerilla por los pre guiones que escribí para la serie de TVE “España siglo XX”. Me dejó hablar. Él sería el director literario de la nueva etapa, y el capellán, que llamábamos “páter” como en mi Colegio Mayor Santa María, sería el director espiritual. Conservaba los 15 primeros números de la revista. Ejemplares flacos, de ocho páginas, sin apenas fotos, pagados con dinero público. Aún sentía nostalgia por ella. Se llamaba “Cornetín”. Me dijo:

– “Cornetín es el instrumento musical que nos manda lo que debemos hacer en cada momento”.

Así concluí mi disertación:

– “Como Vuecencia nos ha dicho, nuestra compañía de honores debe ser un espejo en el que se miren todas las demás compañías del Ejército español. Si Vuecencia lo permite, podríamos enviar un ejemplar gratuito de esta nueva etapa, con el doble de páginas, con fotos y mucho más contenido, a cada regimiento. Les marcaría un camino. Naturalmente, sin coste alguno para el Ejército”.

Aceptó mi plan periodístico y de negocio con una condición. Jamás abandonaría yo el Ejército, es decir, no me darían “la verde”, la cartilla de licenciado, sin haber concluido con éxito la refundación de la revista. Le di mi palabra y las gracias a Vuecencia. Como “Noticias Médicas”, se financiaría solo con los anuncios. Como fundador de la primera publicación gratuita, no subvencionada, de mi vida me estaba jugando el tipo. Salí cagado de miedo, aunque armado de ciertos residuos de valor, del despacho del teniente coronel laureado.

Se busca director comercial

Lo más urgente, lo prioritario, era garantizar la financiación de “Cornetín”. Aprendí pronto esa lección, tan provechosa para toda mi carrera profesional. Vencer o morir en aquella aventura periodística, es decir, mi futura y ansiada libertad o mi prisión permanente, dependía de que los ingresos de la revista fueran iguales o superiores a los gastos. Tomé buena nota.

Para medir bien los gastos de la nueva empresa debía visitar, con cierta flexibilidad y frecuencia, a mis proveedores (papel, imprenta, correos, etc.) y colaboradores. El capitán me libró de todos los servicios de guardia, limpieza, etc. salvo, llegado el caso, de los de rendición de honores en visitas de Estado u otras solemnidades castrenses. Objetivo alcanzado: Pase “pernocta”, sin guardias y con libertad casi total de movimientos por el Ministerio del Ejército para poder buscar anunciantes y colaboradores apropiados. Las tardes, libres.

Entregué al capitán, para que se lo hiciera llegar a Vuecencia, el plan de negocio detallado, especialmente en los gastos, cuyos presupuestos le adjunté. Necesitaba que liberara de guardias y otros servicios a otro soldado, el futuro director comercial. Él debía ayudarme a buscar los anuncios para asegurar los ingresos imprescindibles que harían viable, incluso rentable, la edición de “Cornetín”. Me dio la venia.

Ya le había echado yo el ojo a un charnego espabilado, un andaluz como yo, pasado por Cataluña, que tenía mucha gracia y habilidad para hacer negocios (tabaco, comida, cambios de guardia, etc.) con los soldados de la compañía de honores y los vecinos de la compañía de Telegrafía. Le propuse el cargo con un sueldo inimaginable: ¡liberado de todas las guardias! Aceptó en el acto.

La guardia en la calle Prim era la más deprimente. Nadie la quería. Por las noches de Prim rondaban homosexuales, perseguidos por las leyes del franquismo, sometidos a frecuentes redadas. También vi pasar a caballeros viejos con coches de lujo que contrataban los servicios sexuales más denigrantes de jóvenes chaperos, casi niños, muertos de hambre.

Una vez contratado, pasé la lista de clientes potenciales a mi flamante jefe de publicidad. Allí estaban los principales proveedores del Ministerio del Ejército: el fabricante de tambores, Cervezas El Águila, otros proveedores de las cantinas y del comedor, sastres de la calle Mayor, especializados en uniformes militares, vendedores de instrumentos musicales para las bandas, papelerías, etc.

Con más imaginación que yo para los negocios, mi director comercial amplió la lista en un santiamén. Los contratos de publicidad, para un nicho tan específico y eficiente, se iban firmando con demasiada celeridad. Un día me enteré de que mi colega amenazaba veladamente a sus clientes potenciales con cambiar de proveedor en el Ministerio si no firmaban el contrato. Por tan poco dinero, no querían arriesgarse a quedar mal con el Ejército.

Los periodistas conocemos esa técnica comercial como “Exclusivas El Trabuco”. Una de las mayores vergüenzas, y de los chantajes más habituales, de mi profesión. El periodista/comercial o el comercial/periodista solía amenazar así a sus clientes:

– “Si no me das publicidad, escribiré o actuaré en tu contra”.

Le pedí que aflojara la presión y no pusiera tanto empeño en su labor. Su trabajo y el mío debían durar hasta poco antes de Navidad de 1971, fecha prevista, de publicación del número 16 de “Cornetín”, nº 1 de la nueva etapa no subvencionada, y, por tanto, cerca de nuestra liberación y pase a la reserva. No convenía imprimirlo antes de tiempo.

Ambos departamentos, redacción y publicidad, vivíamos a cuerpo de rey. Acudíamos al cuartel por la mañana, después del toque de diana, dábamos una vuelta para ser vistos, hacíamos como que hacíamos alguna gestión. A veces, la hacíamos de verdad. Luego, quedábamos liberados hasta el día siguiente. La elección del director comercial de “Cornetín” fue un acierto. Siempre he valorado ese puesto en todas las fundaciones periodísticas que hice a partir de aquella. Poco después de la mili, le reencontré de director de una sucursal bancaria. Un triunfador que rozaba la línea de lo permitido.

Mi pluma, al servicio de la Falange

Desde que yo era muy niño, mi padre me había prohibido llevar la camisa azul del Frente de Juventudes de Falange. Por eso, no le gustó nada mi nuevo empleo. Por más que le expliqué que los tiempos habían cambiado, y que nadie me obligaría a escribir lo que yo no quisiera, nunca estuvo de acuerdo. Lo aceptó de mala gana en cuanto le dije que ese era el único empleo al que podía tener acceso con el uniforme de soldado. Tendría que esconder, como casi siempre, mis ideas políticas. Eso sí, sin dejar todo el peso de nuestros gastos sobre los ingresos de Ana como secretaria en Sofico. Además, Ana presentía que su empleo no iba a durar mucho. Los clientes ingleses reclamaban la rentabilidad de su inversión, y temían perderlo todo.

A pesar de las razones que di a mi padre, a mí me dio un no sé qué cuando crucé el umbral del Edificio Arriba. Tenía diez o doce pisos, en el Paseo del Generalísimo, frente a la Ciudad Deportiva del Real Madrid, donde hoy se alzan las torres de Florentino. En su fachada de ladrillo rojo visto colgaban el yugo y las flechas, el símbolo de Falange, de tamaño descomunal. Las flechas debían de medir más de cinco metros.

Pregunté por Melchor Sainz Pardo, mi compañero de la Escuela de Periodismo, que trabajaba en la Agencia PYRESA (Prensa y Radio del Movimiento, S.A.). Le impresionó mi traje militar de paseo, el correaje y la gorra de plato con visera de charol. Parecía un oficial. Me presentó al camarada Vicente Cebrián, director de la Agencia y anterior director del diario Arriba. Era un hombre alto, con un gran bigote, y de aspecto distinguido. Muy comprensivo con mi uniforme. Me recibió con gran cortesía, que mantuvimos mutuamente durante muchos años, y me contrató casi en el acto.

Salí muy contento de su despacho. Al día siguiente debía rellenar los papeles para darme de alta en la nómina y en la Seguridad Social, y empezar a trabajar en la agencia oficial de noticias de Franco.

Melchor me llevó a la cafetería del edificio, compartida con el Diario Arriba, varios semanarios también de Falange, y otros servicios de prensa del Movimiento. Allí me encontré por casualidad con Enrique Vázquez y Vicente de Luis Botín. ¡Vaya susto! Dos rojos perdidos, desde mis tiempos universitarios, emboscados en la cueva de los fascistas. Otra vez, juntos, pero no revueltos, como en mi Colegio Mayor. Nos saludamos efusivamente y comentamos mi incorporación inmediata a Pyresa. Les comenté el motivo de mi visita. Enrique Vázquez me interrumpió:

– “De eso, nada. Tú tienes que incorporarte, sí, pero al diario Arriba, en la planta debajo de Pyresa, donde soy el jefe de la Sección Internacional. Te necesitamos. Déjalo de mi cuenta. No te muevas de aquí”.

Melchor y yo no sabíamos qué decir. Enrique salió disparado hacia el despacho de su director, Jaime Campmany, un falangista murciano, camisa vieja, que estaba evolucionando hacia posiciones aperturistas del Régimen. Llevaba apenas un año de director, y ya había contratado a varios redactores izquierdistas para darle un tinte moderado al diario oficial del franquismo que había sido filo nazi hasta muy recientemente.

Después de la “Primavera de Praga”, brutalmente frustrada por los tanques soviéticos en el verano del 68, los cambios operados en la primavera de 1971 en el seno del diario Arriba, el órgano de Falange Española fundado por José Antonio Primo de Rivera, merecieron el nombre de la “Primavera de Campmany”.

Ese mismo día, cambié dos veces de empleo. Al camarada Campmany también le gustó mi traje militar de paseo. Tras chocar la mano, sin saludo brazo en alto como me había ocurrido más de una vez en el SUT, me dijo:

“Según Enrique, hablas francés e inglés, justo lo que necesitamos en esta nueva etapa de apertura del diario y de toda España al mundo exterior”.

Apenas pude responder:

“Francés, bien, pero inglés, un poco”.

Enrique me cortó:

– “No le hagas caso. Lo sé. José Antonio es muy modesto. Ha vivido en Estados Unidos antes de la mili, y su mujer es de Boston”.

Solo dije que me sentía mal por abandonar a Vicente Cebrián para quien iba a comenzar a trabajar al día siguiente. Campmany me replicó:

– “Eso no es problema; aquí somos una familia. Yo me encargo de hablar con él”.

Volvimos a subir a la cafetería compartida para celebrar mi segundo empleo en un mismo día. Pronto se sumaron Melchor Sainz Pardo y Vicente Cebrián. Este último me dio una palmada amistosa en la espalda al tiempo que me decía:

– “Traidor, menudo traidor”.

Sonreía. Por eso, no enrojecí de vergüenza. Volví a encontrarme con él muchas veces en mi carrera profesional. Era un caballero. Siempre recordó aquella “traición” con la misma sonrisa. Incluso a su hijo, Juan Luis Cebrián, el primer director de El País, quien, no obstante, me llegó a contratar cuatro veces.

Portada del diario de la Falange, Arriba, que borré de mi curriculum

Crónicas de mierda

El miedo a ser descubierto nunca me abandonó en la redacción del diario de la Falange. Me maravillaba cómo se comportaban mi jefe y mis colegas de la Sección Internacional. Aquello parecía Versalles. Nunca se discutía de política. Cada uno iba a lo suyo. Una célula de orientación comunista conviviendo con los restos del franquismo más rancio. Increíble, casi surrealista, pero cierto. Otra vez, como en mi Colegio Mayor del SEU donde acumulé experiencia en el arte de fingir.

En ese ambiente anti comunista y anti ateo, Campmany había metido a varios filocomunistas, probadamente ateos, en su propia redacción. Dio un paso más. Permitió el estreno, casi clandestino, de la película “Canciones para después de una guerra”, de Basilio Martín Patino, en la sala privada de cine del Edificio Arriba. Basilio quería sumar apoyos del Régimen para que levantaran la prohibición que pesaba sobre su obra. Era una recopilación de canciones e imágenes de la sociedad española durante la postguerra.

Todos los izquierdistas asistimos al estreno con el ánimo de aplaudir. Un buen número de franquistas también acudieron con el ánimo de abuchear la película. Estos no esperaron hasta el final para mostrar su claro repudio. Durante la proyección, se produjeron varios gritos en la oscuridad contra el director y su obra. Escuché gritos de “falso”, “mentira”, “qué cabronada”. Me asusté. Detrás de mí estaba sentado un colega de mi sección que gritó más fuerte que nadie: “Esta película es una hijoputez”. Nadie aplaudió al terminar la cinta. Rodeamos y acompañamos a Basilio hasta la puerta de salida del Arriba para evitar altercados contra él.

Conocíamos el carácter violento de algunos falangistas. Formaba parte de su cultura. Unos viejos, inspirados por los ataques de los nazis a las tiendas judías, presumieron abiertamente del asalto de los falangistas contra los almacenes SEPU, durante la República, por ser judíos que supuestamente explotaban a los empleados españoles.

En la Hemeroteca pudimos ver la portada de nuestro periódico del 30 de abril de 1945, el mismo día que Hitler se había suicidado. No mencionaba la muerte del dictador nazi. Este era su titular: “Europa tributa honores a su excelso hijo: Adolf Hitler”. Esas eran las raíces del diario donde conseguí mi primer empleo de redactor en plantilla con 13.000 pesetas al mes (aproximadamente un poco más de 2.000 euros de hoy, ajustada la inflación). Nuestro subdirector, Antonio Izquierdo, que luego dirigió El Alcázar, diario golpista de extrema derecha, solía poner su pistola sobre su escritorio.

Para dibujar el ambiente de falso compañerismo que reinaba en el diario Arriba, no puedo olvidar las crónicas de nuestro compañero de sección Vicente de Luis Botín, claramente izquierdista. Campmany le envió a cubrir las elecciones municipales de Chile en aquella primavera de 1971. Eran la prueba de fuego del presidente Salvador Allende, elegido en 1970, para avanzar en su “vía democrática hacia el socialismo”.

Yo era el encargado de recoger las tomas del télex o del teletipo de Efe por donde él enviaba sus textos. Corregía sus crónicas, las titulaba, y escribía el sumario lo más neutral posible. Al día siguiente, encontraba sobre mi mesa un sobre cerrado a nombre de Vicente de Luis Botín. Cada día se repetía la misma operación. Al cabo de varios días, el olor de los sobres acumulados sobre mi mesa a nombre de nuestro corresponsal en Chile se empezó a hacer insoportable. Se lo comenté por télex y Vicente me autorizó a abrir los sobres a su nombre.

Una desagradable sorpresa. Cada sobre contenía el recorte de una crónica suya de las elecciones en Chile llena de mierda. Se habían ido limpiando el culo con las crónicas de Botín sobre los avances del socialista Salvador Allende en las elecciones municipales. Valga como muestra del ambiente de compañerismo extravagante que respirábamos en el órgano doctrinal del franquismo.

               

Una oferta que no pude rechazar

Capítulo 25

En mi periódico había un cóctel ideológico surrealista. Dos mundos totalmente opuestos, el fascista y el comunista, se cruzaban por nuestra redacción con rumbos opuestos. A veces, a la deriva y con riesgo de colisión. En cuanto saltara por los aires el tapón biológico de los falangistas y otros ex combatientes del franquismo, la prensa caería, como una pera madura, en manos de mi generación. “¡Qué oportunidad!”, llegué a pensar entonces.

El vacío periodístico que hubo durante 40 años sin libertad lo pudimos llenar en el declive de la Dictadura. Debo reconocer que, desde el punto de vista laboral, los periodistas de mi generación lo tuvimos más fácil que los que vinieron después. Fuimos un tapón para los jóvenes que quisieron seguir nuestros pasos. Debemos mucho a aquella oportunidad histórica irrepetible. Por eso, no deberíamos presumir tanto de lo que hicimos por la libertad de prensa. Por lo menos, en mi caso, yo sé por qué lo digo. Con lo que me gusta presumir, tantas veces sin razón, tengo que reconocer que, sin mucho mérito por nuestra parte, estuvimos en el lugar oportuno y aprovechamos la ocasión. Nacimos de pie. Aunque, no siempre. Íbamos en una montaña rusa.

Otra vez, como en el semanario Don Quijote o en el diario Nivel, la dura realidad se impuso de nuevo sobre mis sueños de un futuro en libertad. La “Primavera de Campmany”, una mini revolución desde arriba, fue aplastada de pronto sin necesidad de tanques, como ocurrió en 1968 con la “Primavera de Praga”. Torcuato Fernández Miranda, que defendía la apertura casi democrática del franquismo, perdió su batalla a favor de legalizar las “asociaciones políticas” y cesó a Campmany.

Cuenta la leyenda que Franco le dijo:

– “O esas asociaciones son partidos o no son nada. Y, mientras yo viva, en España no habrá partidos políticos”.

El vicepresidente Carrero Blanco tomó nota, y le ganó esa batalla a Torcuato. Lo que son las cosas. Dos años y pico después, Carrero sufrió un atentado terrorista de ETA, y voló por los aires. Torcuato le sustituyó como presidente en funciones, y ayudó a poner al Rey en el trono y a Suárez en el Gobierno. Carrero ganó aquella batalla contra Campmany. Torcuato ganó la guerra.

La iglesia que no se quemó tres veces

Prácticamente liberados de los servicios de armas, incluso de los desfiles, el director comercial de “Cornetín” y yo vivíamos en el mejor de los mundos. Pensé que sería posible volver a colaborar con Ricardo Blasco, Fernández de la Torre o Esteban Madruga en algunos episodios de la serie de TVE “España, siglo XX” aún sin concluir.

A petición mía, Sol Nogueras, mi compañera de Hispania Press, había ocupado mi puesto durante mi viaje a Estados Unidos y mi servicio militar. El jefe de producción me dijo que podía sumarme al equipo sin desplazar a Sol. Se trataba de una colaboración eventual para la coordinación de los guiones con el montaje final, compatible con la mili y con el Arriba. Ese dinero extra no me vendría mal. Todo aprovecha para el convento. Además, aterrizaba de nuevo en Televisión. Allí podría encontrar oportunidades para poder dejar algún día el diario franquista, una experiencia enriquecedora que, en poco tiempo, tanto me había decepcionado.

Al cabo de más de un año de ausencia de la serie, noté un ambiente distinto. Los primeros episodios de la II República tropezaron con la censura. El franquismo no estaba dispuesto a que se emitieran, por ejemplo, las imágenes de la explosión de alegría callejera causada por el fin de la monarquía de Alfonso XIII. La feliz algarabía callejera con que una mayoría de españoles recibió la proclamación de la República, que Franco había destruido con su golpe de Estado, no era bien vista por los responsables de la serie.

Las imágenes de esa muchedumbre celebrando pacíficamente el cambio político en la Puerta del Sol eran un bofetón a los golpistas que ganaron la guerra civil. Hubo que rehacer muchos episodios. Me dijeron, y no me cuesta creerlo, que el propio Franco, gran amante del cine y de la televisión, intervino en la censura de algunos episodios. El Caudillo hizo algunas recomendaciones que nadie se atrevió a ignorar.

Para resolver los conflictos que planteaba la falsificación de la historia, TVE, bajo las directrices del Opus Dei triunfante, contrató al profesor Vicente Cacho Viu como asesor histórico de la serie. Un tipo interesante. Nada tonto. Leí su obra principal, voluminosa y perspicaz, sobre “La Institución Libre de Enseñanza” (ILE), a cuyo consejo editorial pertenezco ahora.

En agosto y septiembre de 1971, mi trabajo en Arriba se hizo bastante incómodo, por decirlo con palabras suaves. También en la serie “España, siglo XX”. Me llevaba bien con el profesor Cacho Viu. Dijo que, debido a mi juventud, comprendía mi intransigencia al negarme a incluir en episodios de mayo de 1931 imágenes filmadas de una iglesia ardiendo que ambos sabíamos que correspondían a junio de 1936, cuatro meses después de las elecciones que ganó el Frente Popular. Su teoría se basaba en aceptar un mal menor (imágenes repetidas fuera de su fecha real) para conseguir un bien superior (la continuidad de toda la serie, tan educativa). Otra vez, frente al eterno dilema moral: ¿el fin justifica los medios? Ese falso dilema siempre me pareció una coartada cínica.

Las imágenes filmadas de la quema de una iglesia, las únicas que teníamos a mano, se reproducían, una y otra vez, en varios episodios de distintas fechas para justificar y hacer verosímiles los desórdenes anticlericales y la violencia a que obligaba el guion autorizado. Les dije que no teníamos disponible ninguna imagen filmada de la quema de iglesias y conventos de mayo de 1931. Solo teníamos las de junio de 1936. Era una serie documental, no de ficción. Perderíamos credibilidad. Deberíamos recurrir solo a las fotos que publicó la prensa de la época.

Algunos colegas me recordaron a mi madre. Uno de ellos citó una de sus frases favoritas:

– “No está el horno para bollos”.

Todos tenían familia y ese era su único empleo. Yo tenía otro empleo, y ningún hijo que alimentar. Además, Ana me cubría las espaldas con su sueldo. Los comprendí y lamenté mi chulería. El historiador, el director y el productor entendieron y aceptaron la posición oficial. Según ellos, las instrucciones procedían “nada menos que de El Pardo”.

El incidente quedó reducido a una carta mía, muy educada, ingenua quizás, no exenta de cierta soberbia juvenil, dirigida a Vicente Cacho Viu, mi superior inmediato. En ella, le comunicaba mi dimisión “irrevocable” como ayudante suyo en “España, siglo XX” “por razones morales”. No sé si fui ingenuo, pedante, petulante o, simplemente, impulsivo. O las cuatro cosas, a la vez.

 Una revista como “The Economist”

Entre tanto, Ana y yo estábamos preparados para dejar Sofico y el diario Arriba. Conectamos de nuevo con Heriberto Quesada y Alfonso S. Palomares, los dueños de la Agencia de Prensa Delfos, con quienes ya habíamos colaborado con cierto éxito no solo con reportajes del corazón. Ellos habían vendido muy bien, por ejemplo, la entrevista que hicimos a Pablo Casals. Nos recibieron con los brazos abiertos.

A los pocos días, Heriberto me invitó a comer cerca de su oficina de la calle Alcántara. Acudí de paisano, como si ya estuviera licenciado. Intentó quitarme de la cabeza la idea que teníamos de emigrar. Dijo tener un proyecto hecho a mi medida: periodista con base económica. “Un semanario para la democracia”, me dijo. No le creí. Había visto nacer y morir, en cuestión de semanas, varios proyectos semejantes. “Cosas de aficionados”, pensé, con mi ya larga experiencia en fracasos profesionales de ese tipo. Me creía un experto en detectar sueños imposibles.

No me convenció. No obstante, acepté visitar, de su parte, a Juan Tomás Salas. Era un abogado que quería lanzar una revista, según me dijo, como “The Economist”. Necesitaba a un profesional que tuviera conocimientos de Economía. Además, era indispensable que tuviera el carnet y el correspondiente número en el Registro Oficial de Periodistas del Ministerio de Información para registrarle como responsable del contenido. Ese número, que Juan T. Salas no poseía, era imprescindible para obtener el permiso del Gobierno. Le habían hablado de mí, y quería conocerme.

El piso viejo de la calle García de Paredes no tenía nada que ver con las oficinas modernas de Ana en Sofico. El ascensor parecía inseguro. La escalera olía a cocido rancio. Alicia Fernández, una joven muy simpática, me abrió la puerta. Luego comprobé que era la secretaria del jefe, telefonista y encargada de resolver todo tipo de problemas. Acabó mandando mucho en aquel proyecto. Casi medio siglo después, la seguí admirando. Falleció prematuramente hace cuatro años. Buena amiga.

Salas me recibió efusivamente. Casi me abraza sin conocerme. Luego comprobé que lo hacía con frecuencia, indiscriminadamente. Parecía muy simpático. De buena familia, desde luego. Tenía risa fácil y carcajadas ruidosas. Me habló con mucha franqueza, lo que agradecí. Más o menos, lo que ya sabía. Me preguntó un poco por mi vida. Intercambiamos varias risas. Me dijo:

– “Heriberto no trabajará aquí, pero es de confianza y, de momento, aparecerá en la mancheta como director. Me dice que eres el mejor para el puesto de redactor jefe. Le creo. Te necesitamos ya mismo como director en funciones. Para serte sincero, lo que más necesitamos es tu carnet oficial de periodista, para poder inscribir el semanario en el Registro del Ministerio, y a ti, como responsable oficial del contenido de cara al Gobierno. Queremos salir cuanto antes”.

Todo iba demasiado rápido. Él llevaba mucho tiempo fuera de España (Colombia, Francia, Inglaterra) y apenas conocía periodistas. Se fiaba de Heriberto, pues venía de la mano de Luis González Seara, presidente de la editora IMPULSA, un hombre próximo al ex ministro Fraga. Los tres, gallegos.

Mientras decidíamos si emigrábamos o no a Améríca Latina, Juan Tomás y Heriberto me pidieron que les ayudara a avanzar con el proyecto, al menos para darle cuerpo al número 1, como colaborador eventual sin compromiso. Tenían mucha prisa. Me pagarían 22.000 pesetas al mes, 9.000 más que en el diario Arriba. Ese disparo de 22.000 pesetas, y en nómina cuando quisiera, me hizo tambalear. No me derribó.

Portada del primer número del semanario Cambio 16, noviembre de 1971

Al día siguiente, por si acaso, anuncié a Su Excelencia, mi teniente coronel, que la revista “Cornetín” ya estaba en el horno, lista para ser impresa “cuando Vuecencia me dé la orden”. Le mostré las pruebas completas de imprenta. La mayoría de las páginas ya las conocía. La portada le encantó. Una gran foto, a toda página, de la entrada principal del Ministerio con un soldado de los nuestros de guardia a cada lado de la puerta. Quedó muy satisfecho. Con una amplia sonrisa me dio la orden. Me dijo:

– “Al ataque”.

En unos pocos días, creo que coincidió con el 1 de octubre, fiesta del Caudillo, tuvimos los primeros ejemplares impresos en máquina plana. Mi capitán fue el primero en verlos. A la vez, le entregué las cuentas equilibradas de gastos e ingresos. Lo comido por lo servido. Me dio una palmada en la espalda:

– “Tenías razón, muchacho, aquí está “Cornetín” y sin costar ni un duro al Ejército”.

Con unos cuantos ejemplares en la mano, se fue directo al despacho del jefe laureado del Batallón de Infantería del Ministerio, teniente coronel Alemán, al que pertenecía mi compañía de honores. Le seguí hasta la puerta. Tardaba mucho en salir. Me empecé a preocupar. Se nos podía haber escapado alguna errata grave de imprenta. El caso es que, unos días antes, habíamos revisado juntos todas las páginas y les había dado el visto bueno. El miedo recorría todo mi cuerpo. Mi capitán tardaba mucho en salir. ¡Qué nervios!

La puerta se abrió y vi de lejos la sonrisa de Su Excelencia. ¡Qué alivio! Con el Ejército nunca se sabe. Como de costumbre:

– “¿Da Vuecencia su permiso?”

Me hizo un gesto amable y entré. Me recibió con estas palabras:

– “Enhorabuena, soldado. Te felicito. Has superado a Jesús Hermida, el último responsable de “Cornetín”. Gracias a los anuncios y al poco coste de fabricación, has sentado un buen precedente para que este proyecto benemérito no vuelva a morir. Lo prometido es deuda. He dado la orden a tu capitán para que te conceda permiso indefinido hasta la fecha oficial de tu licenciamiento del Ejército. Ha sido un placer tenerte a mis órdenes. Buena suerte en el periodismo. Y cuídame la guerra de África en Televisión Española. Soldado, puedes retirarte”.

¡Menudo parlamento! Solo pude balbucear un tímido:

– “Gracias, Vuecencia. Con su permiso, Vuecencia”.

Salí de ahí como pude. Caminando hacia atrás. Me temblaban las piernas.

Portada de la revista Cornetín (gratis) del ministerio del Ejército.

Al día siguiente, de paisano permanente, acepté la oferta de Juan Tomás Salas como “director en funciones” de un nuevo semanario de economía que se llamaría, según me dijo entonces, “Cambio 16”. El Registro de marcas había rechazado el nombre de “Cambio” por ser demasiado genérico.

Con el número 16 incorporado a la palabra Cambio, un nombre nada genérico, la marca fue aceptada por el Registro de la Propiedad. “¿Por qué 16?”, pregunté. Salas respondió:

– “Esos 16 son los socios fundadores de IMPULSA. Ya los irás conociendo”.

Firmé un precontrato. Salas se levantó y, entonces sí, me dio un gran abrazo. Luego dio una voz:

– “¡Manolo!”.

Allí se presentó Manolo, el único redactor de aquella empresa. Ya éramos cuatro para, armados de palabras, acabar pacíficamente con la Dictadura de Franco: Juan Tomás Salas, Alicia Fernández, Manolo Saco y yo. Por favor, que nadie se ría: aunque os parezca un poco pretencioso, ese era nuestro objetivo. Al día siguiente, me presentaría a varios accionistas de esos 16 que acudirían a la primera reunión editorial en toda regla.

Manolo y yo salimos a tomar juntos, en el bar de la esquina, la primera copa. En este punto, importante en mi vida, sólo puedo copiar a un clásico: fue el comienzo de una hermosa amistad. Al cabo de cincuenta años, sigo llamándole Mozart y yo mantengo para mí, a su lado, en un arranque inaudito de modestia, el nombre de Salieri.

En mayo de 2019, Ana y yo celebramos en su casa gallega nuestras bodas de oro. Con eso está todo dicho. Y recordamos, al borde de las lágrimas, el segundo aniversario de la muerte de su esposa, nuestra Alicia Fernández, fundadora, junto con nosotros, de Cambio 16, un embrión glorioso (sí, sí, glorioso, y me quedo corto) de la prensa libre en plena Dictadura.