Mi abrigo de guardia civil

Con 4 y 5 años no pasé frío gracias al abrigo que me cosieron con la capa de guardia civil de mi tío. Una prenda de lujo que resultó ser muy polémica. No gustó a todo el mundo.

 

Publicado hoy (15/12/2021) en el diario La Voz de Almería.

Las fotos perdidas que voy encontrando en mi sótano activan recuerdos dormidos.

Mi tío Agustín, de guardia civil.

Mi padre (izda) y mi tío Agustín.

Veo esta foto por el retrovisor y me produce cierta ternura. Así recuerdo yo aquella historia. Copio y pego:

Almería, quién te viera… (2)

Mi abrigo de guardia civil

José A. Martínez Soler

Gracias a mi primer abrigo, aprendí a disimular casi antes que a hablar.

Según he oído contar en más de una ocasión, en el invierno frio de 1951, en el que yo cumplí cuatro años, vino una costurera de la calle Memorias y nos tomó las medidas a mi primo Pepe Giménez Soler y a mí. <<Vais a tener un abrigo muy hermoso, como los de los niños mayores>>, nos dijeron.

Al terminar nuestra guerra, mi tío Agustín Giménez, natural de Soria, se hizo guardia civil. Durante años, persiguió a los maquis por las sierras de Almería. En Nacimiento, se enamoró de mi tía Encarna Soler. Esa boda, con uniforme de un instituto armado, protegió probablemente a una parte de nuestra familia. La de los rojos.

Al terminar la persecución de los maquis a principios de los años 50, mi tío dejó el Cuerpo y guardó su vieja capa de guardia civil de montaña en un altillo de su casa, junto a sus correajes y su pistola, descargada y lejos del alcance de los niños. Más de una vez, en secreto y sin balas, jugamos con ella.

-<<Los niños pasan frío y muerta de risa está la capa de Guardia Civil>>, repetía Encarna, su mujer, hermana melliza de mi madre y vecina nuestra. Vivían en la casa de enfrente. Mi tía tenía también otro latiguillo: <<Qué lastimica de tela, con lo buena que es>>.

La costurera nos trajo dos abrigos para aquel invierno.  Qué emoción. Me gustó mucho y fue muy celebrado por el vecindario. Más tarde supe que hubo varias excepciones. Y cierta polémica.

<< ¿Qué es esto?>>

-<< ¿A quién se le ocurre vestir a unos niños con la capa de la Guardia Civil? ¿Nos hemos vuelto locos?… >>, dijo el padre de Juanico, vecino del carbonero de la calle Juan del Olmo, a quien quiso oírle. Al cruzarse con él por la calle, mi madre le afeó ese comentario. << Paece mentira que tú digas esas cosas contra el abrigo de mi niño. Además, lo dices en voz alta, pa que te oiga cualquiera del Régimen y te busque las cosquillas. ¿Es que no hemos pasao ya bastante? ¿Es que no va a acabar nunca esta maldita guerra?”

Resulta que a mi padre tampoco le gustaba que yo vistiera aquel abrigo verde oliva. Repetía a menudo:  -<< Hace un calor insoportable. ¿No te da pena llevar al pobre niño cargando con ese abrigo tan pesao? Quítaselo ya, Isabel>>.

Yo me preguntaba: << ¿Estará tonto mi padre? Calor, desde luego, no hace. Más bien, frio. ¿Por qué dice que hace calor?>> Mi foto con el dichoso abrigo y las anécdotas que me contaron sobre tal batalla han reforzado mis recuerdos.

Mi padre disimulaba cada día menos. Le había declarado la guerra a esa prenda. Decía que yo parecía un adefesio, ridículo y estrafalario, con ese abrigo de dos colores.

Sin que lo oyera mi madre, mi padre me aclaró más tarde que el color original de la capa había desaparecido de tanto darle el sol en los años de persecución de los maquis por las sierras de Nacimiento, donde estuvo destinado el tío Agustín después de la guerra. Los dos hermanos de mi madre, José y Mariano, estaban entonces presos en la cárcel de Gérgal, el pueblo de al lado. Por socialistas. Mi tía Encarna hacía una comida en su casa de Nacimiento para su marido guardia civil y otra que llevaba andando, rambla arriba, para sus hermanos rojos. Mi madre, casada con un republicano. Su hermana, con un guardia civil.

Al tío Agustín tampoco le hacían gracia los abrigos de su vieja capa. Seguía llamando bandoleros, forajidos, terroristas y otras palabras que nunca entendí bien, a quienes lucharon contra él, más allá del Monte Negro y de Sierra Nevada donde nace el río Nacimiento. En cambio, cuando mis padres creían estar solos, no les llamaban bandoleros sino maquis, milicianos o guerrilleros. Mi padre hablaba de los parientes y amigos que se echaron al monte <<para salvar el pellejo, engañados por los comunistas que les dijeron que, tras la derrota de Hitler y Mussolini, el final de Franco estaba al caer>>. Fue mucho más claro: <<Tu primo José disparaba desde un lado y tu cuñado Agustín desde el otro. Ambos se podían haber matado en cualquier escaramuza>>.

Mi madre dominaba la llamada al silencio con su chisss” medio silbado:

-<< Calla, José, calla. No me des más tormento. Por lo que más quieras, no hables así de los maquis ni de mi primo. Y menos delante de los niños, que las paredes oyen.>>

Al principio, llevaba el abrigo verde descolorido a todas partes. Incluso dentro de mi casa donde, a pesar del brasero, hacía un frio que pelaba. También, humedad. Mi madre solía decir que, en Almería, con esos techos tan altos contra el calor del verano, hacía más frio dentro de las casas que en la calle. Por eso, me decía:

-<< Anda, niño, abrígate bien, abróchate el abrigo, que vamo a entrar en casa>>.

 Delante de mi padre y del tío Agustín dejé de ponerme el abrigo sin saber por qué. El año siguiente despareció.

Cada vez que me veo en esa foto con mi abrigo verde oliva, sacado de la capa de mi tío, me da qué pensar…  Primero, lucí con mucho orgullo aquella prenda, aunque no gustó a todo el mundo. No eran tiempos para despreciar una tela tan buena para vencer al frío.

Más tarde, atando cabos, llegué a intuir que algo no iba bien con mi abrigo. ¿Por qué, si era tan bueno, desapareció de mi vida al año siguiente?

Me intrigaba y pegaba el oído para juntar las piezas que me sirvieran para explicar las distintas emociones que provocaba aquella prenda. Mi madre y mi tía, siempre ingeniosas para ahorrar cada céntimo, estaban encantadas con el abrigo. “Nuevo, costaría tanto”, decían. En cambio, mi padre, ex teniente superviviente del Ejército de la República, derrotado por Franco, sentía repelús cuando me veía abrigado con la tela de la vieja capa de montaña de mi tío. Casa día disimulaba menos su oposición aquella pieza infantil.

Mi padre y mi tío, procedentes de bandos enfrentados en la guerra civil, se llevaban bien. Por distintas razones, ambos declararon pronto la guerra a nuestros abrigos.  Hasta mucho más tarde, no pude comprender aquel conflicto con emociones encontradas. Las hermanas, tan prácticas, defendían la prenda que nos abrigaba de maravilla. Los cuñados, la detestaban.

Tardé mucho en comprender que mi tío se hizo Guardia Civil para vencer el hambre y la pobreza de la postguerra en su tierra soriana. Era un hombretón noble y sentimental. Le oí decir que nunca más volvería a pegar tiros por el monte. Por nada del mundo. Prefería cargar sacos de cemento en el puerto. Eso dijo.

Nuestros abrigos cumplieron su función contra el frio del invierno almeriense. Luego, desaparecieron en el baúl de los recuerdos. También tuvo otro efecto benéfico: me hizo un poco mayor. Por fuera y por dentro.

Con mi primo Pepe (Dcha) con el abrigo sacado de la capa de guardia civil de mi tío.

 

 

 

 

 

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