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“Hijo mío, no te signifiques”

Hoy recuerdo uno de los episodios más dolorosos para mi madre, a quien yo tenía por miedosa y cobarde. Hasta que me reveló su historia. Nunca más la tuve por miedosa. Fue una heroína. Lo cuento en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Mi articulo publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (25)

Hijo mío, no te signifiques

 J.A. Martínez Soler

Hasta aquel día, siempre tuve a mi madre por miedosa. Sus frases típicas eran fruto del temor que habitaba entre nosotros durante la Dictadura de Franco. “Las paredes oyen” , “En boca cerrada no entran moscas” o bien, “Hijo mío, no te signifiques” eran sus tres mandamientos favoritos. En el verano de 1963, con 16 años, visité a mi tío Antonio, el miliciano exiliado en Francia. Me llevé un buen chasco. “¿Miedosa, mi Isabel? No sabes lo que dices. Tu madre merece un monumento. Salvó la vida a muchos vecinos de Nacimiento. Pregúntale si sabe algo del hijo de su primo José León”, me replicó mi tío.

En 1984, el primer gobierno socialista desde la guerra aprobó una Ley por la que se reconocía la paga de jubilado a los españoles que habían pertenecido al Ejército de la II República. Mi padre quiso cobrar su pensión de suboficial republicano y lo consiguió. Siempre estuvo orgulloso de su lucha en defensa de los ideales de la República y esta paga fue para él un símbolo de la reconciliación en España. Tras el éxito de esta gestión burocrática, mi madre me pidió que ayudara también a su prima Paca a cobrar la pensión de viuda de militar de la II República. Lo conseguimos también, pero no fue tan fácil.

La República daba a su marido, el primo José, por “desaparecido”, lo que equivalía a muerto en combate. Entonces fue cuando recordé algo de lo que, en 1963, me contó el tío Antonio cuando le visité en Francia. En una tarde fresquita, invité a mi madre a tomar un helado de chocolate en la terraza de la heladería Adolfo del Paseo Versalles. Le pedí que me contara lo que supiera sobre sus primos José y Paca. Conocía algunos detalles de esa historia, pero me faltaban piezas para armar el puzzle. Para vencer su miedo secular a hablar de la guerra civil, le insistí en que podía fiarse de mí y que no lo contaría jamás sin su permiso. Soltó una carcajada socarrona. Con su sorna habitual, me hizo esta observación:

– “¿Fiarme yo de un periodista? ¡Pero qué cosas tienes, hijo mío! Tú eres mu confiao. Mira lo que te pasó en la mili, por bocazas. ¿Y qué me dices de los que te secuestraron y torturaron? ¡Es que no aprendes!”

Entonces le dije:

– “A mí no me importa tanto, pero el hijo de José y de Paca, que vendrá a verme a Madrid, tiene derecho a saber lo que pasó con su padre. Y me ha pedido que te lo pregunte a ti porque piensa que su madre solo le ha contado una parte pequeña de la historia”.

Con este recurso conseguí que me contara, con algunas lágrimas, algo de lo que pasó en Nacimiento, su pueblo. Me dijo que José y Paca se casaron poco antes de la guerra. Se querían con locura y, por desgracia, solo vivieron juntos unos meses. Mientras José estuvo en el frente, en el de Teruel, como mi padre, no supieron nada de él.

Con gesto de misterio, y aun bajando más la voz, me dijo que, a principios de los años 40, poco después de acabar la guerra, cuando estaba en Nacimiento huyendo del hambre, recibió un recado muy raro de un amigo del tío Antonio, que estaba en la sierra con los maquis. Al atardecer del día siguiente, debía pasar varias veces, pero sin detenerse, por la fuente del Acebuche de Nacimiento. Según le dijo, “era cuestión de vida o muerte”.

“El corazón me dio un vuelco cuando vi a José allí mismo, después de darle por muerto. Parecía totalmente un mendigo. Nos abrazamos.” Mi madre intentó convencerle de que se fuera a Francia como su Antonio. Paca se reuniría allí con él. Le dijo que el pueblo estaba lleno de guardias civiles, y hasta de tropas del Ejército, que buscaban a los maquis de día y de noche por toda la sierra de los Filabres y Monte Negro. Le advirtió de que aún se oían tiroteos no lejos del pueblo.

Mi madre preparó un plan, que había usado otras veces, para que José pudiera bajar del monte, envuelto en mantones negros como si fuera una mujer, sin levantar sospechas en la Guardia Civil. Arriesgando su vida, acompañaba a su primo hasta su casa en el pueblo. Aquellas visitas nocturnas se fueron convirtiendo en una rutina. Cuando aumentaron los golpes de la guerrilla, en algún momento ella llegó a creer que José se había olvidado del proyecto de huir a Francia con su mujer. Por otros maquis, mi madre supo que José era uno de sus cabecillas. Un día encontró a su prima Paca con mala cara. Había estado vomitando. La acompañó, andando rambla arriba, al médico de Gérgal.

– “Me lo temía. Lo que faltaba: preñada. Me rogó, me suplicó, por lo que más quisiera, que no se lo dijera a su José y que no le trajera nunca más al pueblo. Temía por su vida, si alguien más se enteraba de su embarazo. Siendo, como era, una mujer honrá, irían a por él”.

Le prometió no traer más a José al pueblo. Durante varios meses, José envió mensajes desesperados pidiendo ver a mi madre. Ella acudió al lugar de las citas anteriores, pero sin disfraz para él. Él creía que Paca se había cansado de esa vida tan dura de la guerrilla. Llegó a pensar que ya no le quería. Mi madre guardó un largo silencio.

“Eso me dolió mucho. Ahí perdí el control y metí la pata. Fue el error más grande de mi vida. Aún no me lo perdono. Por eso nunca he querido hablar de esto con nadie. Le dije: No puedes bajar más al pueblo porque Paca está preñada y la Guardia Civil lo sabe. Van a por ti”.

José se quedó de una pieza. Solo repetía y repetía:

– “Tengo que verla, prima, tengo que verla; aunque solo sea una vez. Y esta vez va en serio. Te lo prometo: nos iremos a Francia con tu Antonio. Ya lo tengo to arreglao. Díselo”.

Entre suspiros y algún gemido, me madre me dijo: “No volví a verle nunca más. Pobretico mío. A los pocos días, vi mucho movimiento de guardias por to los alrededores del pueblo. Esa noche no pude pegar ojo. De madrugá, me sobresaltó una ensalá de tiros que venían de mu cerca. El tiroteo duró más de una hora o de dos horas. Poco antes de amanecer ya no volví a oír ningún tiro”.

Cuando se hizo de día, mi madre fue, desesperada, a casa de Paca. Allí estaba, con un guardia civil a cada lado. Recibió a mi madre con estas palabras: “Me lo han quitao, prima. A mi José, me lo han quitao. Acribillao a tiros en el terrao. Y se han llevao su cuerpo”.

Aguantó en el terrado hasta que se le acabaron las balas. Mi madre terminó así su relato:  «Ya se lo puedes contar así a su hijo José cuando vaya a verte a Madrid. Dile que su padre fue un hombre cabal, enamorao de su madre y fiel a sus ideales”.

Abracé a mi madre y le di las gracias. Después de esa tarde, unidos por aquel doloroso secreto compartido, ya no fuimos los mismos. Nunca más la tuve por miedosa.

Mi madre, Isabel Soler, en 1936

 

Mi padres

De bebé con mis padres

Con mis padres, mi hija Andrea y mi tío Antonio, el miliciano, cuando vino a mi casa en Almería después de la muerte de Franco.

Me sorprendió que no me publicaran ayer mi artículo de la serie «Almería, quien te viera» que suele salir cada domingo. Hasta que vi la portada de La Voz de Almería. ¡Qué tonto fui! ¿Como no me iba a desplazar del domingo un notición como el pase del equipo de Almería a Primera División? Seis o siete páginas de fútbol. Razón de más. El director de La Voz, Pedro Manuel de la Cruz, me dijo que «el futbol lo trastoca todo». Le comprendí. Yo hubiera hecho lo mismo. Faltaría más.

Portada de La Voz de Almería de ayer domingo

¡Enhorabuena, Almería! Me alegré de la victoria del Real Madrid en la Champion. Pero me alegró mucho más ver al equipo de mi tierra en Primera. ¿Por qué será?

El Almería volvió ayer a la Primera División

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi abrigo de guardia civil

Con 4 y 5 años no pasé frío gracias al abrigo que me cosieron con la capa de guardia civil de mi tío. Una prenda de lujo que resultó ser muy polémica. No gustó a todo el mundo.

 

Publicado hoy (15/12/2021) en el diario La Voz de Almería.

Las fotos perdidas que voy encontrando en mi sótano activan recuerdos dormidos.

Mi tío Agustín, de guardia civil.

Mi padre (izda) y mi tío Agustín.

Veo esta foto por el retrovisor y me produce cierta ternura. Así recuerdo yo aquella historia. Copio y pego:

Almería, quién te viera… (2)

Mi abrigo de guardia civil

José A. Martínez Soler

Gracias a mi primer abrigo, aprendí a disimular casi antes que a hablar.

Según he oído contar en más de una ocasión, en el invierno frio de 1951, en el que yo cumplí cuatro años, vino una costurera de la calle Memorias y nos tomó las medidas a mi primo Pepe Giménez Soler y a mí. <<Vais a tener un abrigo muy hermoso, como los de los niños mayores>>, nos dijeron.

Al terminar nuestra guerra, mi tío Agustín Giménez, natural de Soria, se hizo guardia civil. Durante años, persiguió a los maquis por las sierras de Almería. En Nacimiento, se enamoró de mi tía Encarna Soler. Esa boda, con uniforme de un instituto armado, protegió probablemente a una parte de nuestra familia. La de los rojos.

Al terminar la persecución de los maquis a principios de los años 50, mi tío dejó el Cuerpo y guardó su vieja capa de guardia civil de montaña en un altillo de su casa, junto a sus correajes y su pistola, descargada y lejos del alcance de los niños. Más de una vez, en secreto y sin balas, jugamos con ella.

-<<Los niños pasan frío y muerta de risa está la capa de Guardia Civil>>, repetía Encarna, su mujer, hermana melliza de mi madre y vecina nuestra. Vivían en la casa de enfrente. Mi tía tenía también otro latiguillo: <<Qué lastimica de tela, con lo buena que es>>.

La costurera nos trajo dos abrigos para aquel invierno.  Qué emoción. Me gustó mucho y fue muy celebrado por el vecindario. Más tarde supe que hubo varias excepciones. Y cierta polémica.

<< ¿Qué es esto?>>

-<< ¿A quién se le ocurre vestir a unos niños con la capa de la Guardia Civil? ¿Nos hemos vuelto locos?… >>, dijo el padre de Juanico, vecino del carbonero de la calle Juan del Olmo, a quien quiso oírle. Al cruzarse con él por la calle, mi madre le afeó ese comentario. << Paece mentira que tú digas esas cosas contra el abrigo de mi niño. Además, lo dices en voz alta, pa que te oiga cualquiera del Régimen y te busque las cosquillas. ¿Es que no hemos pasao ya bastante? ¿Es que no va a acabar nunca esta maldita guerra?”

Resulta que a mi padre tampoco le gustaba que yo vistiera aquel abrigo verde oliva. Repetía a menudo:  -<< Hace un calor insoportable. ¿No te da pena llevar al pobre niño cargando con ese abrigo tan pesao? Quítaselo ya, Isabel>>.

Yo me preguntaba: << ¿Estará tonto mi padre? Calor, desde luego, no hace. Más bien, frio. ¿Por qué dice que hace calor?>> Mi foto con el dichoso abrigo y las anécdotas que me contaron sobre tal batalla han reforzado mis recuerdos.

Mi padre disimulaba cada día menos. Le había declarado la guerra a esa prenda. Decía que yo parecía un adefesio, ridículo y estrafalario, con ese abrigo de dos colores.

Sin que lo oyera mi madre, mi padre me aclaró más tarde que el color original de la capa había desaparecido de tanto darle el sol en los años de persecución de los maquis por las sierras de Nacimiento, donde estuvo destinado el tío Agustín después de la guerra. Los dos hermanos de mi madre, José y Mariano, estaban entonces presos en la cárcel de Gérgal, el pueblo de al lado. Por socialistas. Mi tía Encarna hacía una comida en su casa de Nacimiento para su marido guardia civil y otra que llevaba andando, rambla arriba, para sus hermanos rojos. Mi madre, casada con un republicano. Su hermana, con un guardia civil.

Al tío Agustín tampoco le hacían gracia los abrigos de su vieja capa. Seguía llamando bandoleros, forajidos, terroristas y otras palabras que nunca entendí bien, a quienes lucharon contra él, más allá del Monte Negro y de Sierra Nevada donde nace el río Nacimiento. En cambio, cuando mis padres creían estar solos, no les llamaban bandoleros sino maquis, milicianos o guerrilleros. Mi padre hablaba de los parientes y amigos que se echaron al monte <<para salvar el pellejo, engañados por los comunistas que les dijeron que, tras la derrota de Hitler y Mussolini, el final de Franco estaba al caer>>. Fue mucho más claro: <<Tu primo José disparaba desde un lado y tu cuñado Agustín desde el otro. Ambos se podían haber matado en cualquier escaramuza>>.

Mi madre dominaba la llamada al silencio con su chisss” medio silbado:

-<< Calla, José, calla. No me des más tormento. Por lo que más quieras, no hables así de los maquis ni de mi primo. Y menos delante de los niños, que las paredes oyen.>>

Al principio, llevaba el abrigo verde descolorido a todas partes. Incluso dentro de mi casa donde, a pesar del brasero, hacía un frio que pelaba. También, humedad. Mi madre solía decir que, en Almería, con esos techos tan altos contra el calor del verano, hacía más frio dentro de las casas que en la calle. Por eso, me decía:

-<< Anda, niño, abrígate bien, abróchate el abrigo, que vamo a entrar en casa>>.

 Delante de mi padre y del tío Agustín dejé de ponerme el abrigo sin saber por qué. El año siguiente despareció.

Cada vez que me veo en esa foto con mi abrigo verde oliva, sacado de la capa de mi tío, me da qué pensar…  Primero, lucí con mucho orgullo aquella prenda, aunque no gustó a todo el mundo. No eran tiempos para despreciar una tela tan buena para vencer al frío.

Más tarde, atando cabos, llegué a intuir que algo no iba bien con mi abrigo. ¿Por qué, si era tan bueno, desapareció de mi vida al año siguiente?

Me intrigaba y pegaba el oído para juntar las piezas que me sirvieran para explicar las distintas emociones que provocaba aquella prenda. Mi madre y mi tía, siempre ingeniosas para ahorrar cada céntimo, estaban encantadas con el abrigo. “Nuevo, costaría tanto”, decían. En cambio, mi padre, ex teniente superviviente del Ejército de la República, derrotado por Franco, sentía repelús cuando me veía abrigado con la tela de la vieja capa de montaña de mi tío. Casa día disimulaba menos su oposición aquella pieza infantil.

Mi padre y mi tío, procedentes de bandos enfrentados en la guerra civil, se llevaban bien. Por distintas razones, ambos declararon pronto la guerra a nuestros abrigos.  Hasta mucho más tarde, no pude comprender aquel conflicto con emociones encontradas. Las hermanas, tan prácticas, defendían la prenda que nos abrigaba de maravilla. Los cuñados, la detestaban.

Tardé mucho en comprender que mi tío se hizo Guardia Civil para vencer el hambre y la pobreza de la postguerra en su tierra soriana. Era un hombretón noble y sentimental. Le oí decir que nunca más volvería a pegar tiros por el monte. Por nada del mundo. Prefería cargar sacos de cemento en el puerto. Eso dijo.

Nuestros abrigos cumplieron su función contra el frio del invierno almeriense. Luego, desaparecieron en el baúl de los recuerdos. También tuvo otro efecto benéfico: me hizo un poco mayor. Por fuera y por dentro.

Con mi primo Pepe (Dcha) con el abrigo sacado de la capa de guardia civil de mi tío.