No te imaginas la cantidad de gente que usa taxis, también el mío, para huir de algo. Normalmente huyen de otra gente: Huyen de sus casas por problemas familiares, huyen de acreedores, huyen de peleas callejeras o incluso para escapar de algún delito.
Una vez montó en mi taxi una mujer recién maltratada por el cabrón de su marido. Nada más subir, sin yo saber nada de lo sucedido, le pregunté: «¿Dónde te llevo?» y la mujer, aún en estado de shock, me dijo: «No lo sé». Otra vez un hombre me pidió dar esquinazo al coche del Cobrador del Frac que le venía siguiendo. Otra, montó un chico ensangrentado huyendo de una reyerta. Al salir echando ruedas alguien lanzó una botella de cristal que impactó en el techo del taxi.
Son sólo tres ejemplos de otros muchos que he vivido. Pero más que estos, llaman sobre todo mi atención aquellos que parecen huir de nadie en particular, sino de sí mismos. Buscan evadirse y escapar, pero no saben de quién, ni a dónde. Toman mi taxi pensando, tal vez, que los problemas que llevan dentro son estáticos, o pesan más que el cuerpo que les habita, y por eso necesitan moverse rápido: para dejarlos atrás o tener la sensación de que se pierden o que se escapan por las rendijas de la distancia. Piensan que el cambio de aires les dará la perspectiva precisa y con eso olvidarán su culpa o se disolverá el error cometido como quien lanza cenizas al viento. Y creen que les funciona porque el taxi se mueve, avanza por ellos con ellos dentro, pero los problemas no afrontados no se matan evitando pensar o pensando en otras cosas. Hay que soltarlos. Por eso algunos, los más valientes, hablan con el taxista. O con la peluquera. O con el del estanco. Y aunque el taxista, o la frutera, o el ciego del cupón sólo escuche, a veces les funciona.