Palabras que no he gastado de José Luis Esteban (Olifante, 2023)

José Luis Esteban ha vuelto, desde sus días en Marte, desde las luces doradas, personaje y persona, en su mejor libro hasta ahora. La vida, el comienzo, la novedad, destrozando pasiones, con ritmo de memoria. En este Palabras que no he gastado editado por Olifante, con su ritmo de máquina de escribir, de percusión beat, bongos y electricidad, vida y lluvia.

Religión y peplum, llega el miedo, “En el fondo de un Teruel ya inexistente/letárgico/poblado tan solo por escolares abandonados/durante las vacaciones de verano/junto a abuelos aturdidos”. Una Iglesia, un recodo, allí, entre esquinas, decoraciones, demonios, bien y mal.

Y yo estuve allí, lector y feo, aplaudí hasta que me hice sangre, beat como el que más, pasado de todo, encendido por la tormenta que caía a plomo: “Le dimos duro a aquellos días de fiebre y ceniza”. Recuerdo cómo ardía aquella guitarra de José Javier Gracia, cómo era tiempo de oscuridad y de cerveza. Aquellos tiempos de alimañas y páramos, de escuchar la vida. Ahora lo leo: “Hubo versos que se incendiaron tantas veces que/los bomberos no dieron abasto/durante once generaciones” El cuerpo de aquellas guitarras, desnudas, las velas encendidas, los manuscritos eran hogueras, los poemas cauterizaban: “Que limpió sus heridas al sol verídico de la medianoche/que ardió hasta las últimas consecuencias y luego se apagó/sin ruido y sin rencor”. Aquellas palabras, aquellas frases, se introducen en el libro, son tierra fértil para poemario volcánico. Es un libro que se abre, Como el agricultor, como el semillero, como el que corta hojas en las palabras o en las plantas. Escapar hacia la tierra, huir del algoritmo de lo digital, usar terruño. Ciudades falsas en fotos que se copian, vidas que son un fondo intercambiable.

La semana acude con el calendario, milimétrica. Hay lunes de polizones y “Que añoran el tránsito horizontal/de las rutas definidas por los mapas oficiales” y martes “Mordaza marciana de palabras muteadas/la más usada en las redes donde pescan/los fabricantes de silencios importantes/cortando las cuerdas que manejan/las vocales verdaderas”. Miércoles perdido y jueves de caldera, viernes donde en la letanía notas que “Hierven los volcanes/ y revientan los sismógrafos”. ¿Recuerdas, J, a John Giorno recitando aquello de “Di no a los valores familiares”?

Y el pánico de Fernando Arrabal, rey festivo del ajedrez, “El rey enemigo se inclina con la artrosis”. “Mañana será otro invierno”. Y recuerdo la última voz de Sergio Algora, gafas de sol, camisa de flores, las instrumentales de aquel monstruoso 2008. José Luis Esteban era una fuente de palabras. Otras palabras. Viejas palabras.

Aquel jugoso Leonard Cohen provisto de sensibilidad cuando quiere decir sexo y de speed cuando quiere decir meditación: “y porque he visto que muchos lo cantan/y yo también quiero participar en ese canto”. Belleza es canción y palabra, porque hay trashumancia tras cada letra: miren al poeta José Luis Esteban, en el final del viaje, Joseph Conrad llegando al corazón de las tinieblas, en el espacio de Franco Battiato, en la audiencia de una serie que da alimento (que no es nutrir), argonauta de serie Z, pirata con garrafa llena de ron, isleño de soledad.

En el libro las redes, lo digital, el tiktok, Facebook es la tramoya mentirosa e intercambiable frente al minimalismo escénico de la vida. Él que viene ebrio de teatro (pero todavía con sed). Sabe que encontró ayer herramientas para vencer al mañana que nos “Desarrolla los recuerdos con prudencia, hace tiempo/que no miras los armarios”.

Llega el impostor haciéndose pasar por Ferrer-Lerín. Llegan Ramón Irigoyen y Angel Guinda reclamando una muerte más maldita a Panero. Salvaré el amor en una madrugada, cuando el amor tirita: “Los buitres se niegan a aprovechar/las térmicas de la alborada”. El corazón oscuro, que siguen en la muerte de cianuro, dentro de un libro de Raymond Chandler. La panda de ratas, el olor a Jack Danields es olor a comunista. José Luis Esteban sabe que la experimentación es un colt de Camilo, Cela versus Arizona, Mrs. Caldwell en 1936. No tengas miedo, José Luis, yo te abrazaré: “Un tanatorio de palabras que no saben, que son ellas las difuntas”.

Hay fuego y líquido que sube la temperatura: agua, alcohol o sangre. Aquel verso que traía algo de incendio: “Hierven las pestañas de mis ojos/con un ansia desmedida de arboledas y asombros”. Allen Ginsberg en la tumba de Julio Antonio Gómez, los dos sueñan con que un rapsoda que les devuelva la vida con el beso profundo de su voz: “Hierven los atriles, las cajas de inyección, los pentagramas”. No hay rock, la música está en los cables y mañana, que ya es hoy, todo será inalámbrico: “Hierven los microondas nuestra cena/de sabor entretenido”.

El Cid o el Quijote, el Buscón o el aullido, los poetas que traen electricidad: “Los viejos no lo quieren que sus canciones suenen viejas/por eso las enseñan a los jóvenes, para que ellos las canten con voz nueva/y las rieguen con su sangre clara todavía” y si ellos no quieren y si no caminan por los caminos transitados, mirando con arrobo los leotardos de Thanos, te contaré, José Luis, una historia: cuando Félix se reía de mí por leer tebeos de superhéroes. Por favor, deja las historias de hombres en leotardos.

El juglar, el rapsoda, es coherente: “Muchas son malas, como siempre/como nunca, como en todo/un gramo de genialidad/en toneladas ardientes/de joven mediocridad”

Bajé a buscar libro. Guardo la poesía bajo mi cama. No es una metáfora. Junto a Guinda está Julio Antonio. Y cerca, muy cerca, Miguel. Y las venas de Sergio, todas vestidas del frío, todas mirándose en el espejo, orgullosas de sus trajes de novia. Siempre joven. Dejé al búfalo sin fotografía. Espero que me perdones.

José Luis Esteban es poeta de secano, que extraña el mar, tiene sed de agua con sal, es buzo de piscina cubierta, perdido en el cloro de los tiempos. Para él, la máquina de escribir es un aparato que: “Rabia en los dormitorios sin manual de instrucciones” y es que José Luis es poeta de cuarto bolígrafo, de respeto a sus panteones, por eso reza y pierde cualquier vergüenza en el tiempo del piano y el micrófono. En sus versos acierta: “Pobre caja de música sin letra/pobre amigo gordo de vacíos y calvo de alegrías”. Poetas gordos, Miguel y Julio Antonio, con sed de amor y chocolate, hambrientos de pelo y sexo.

El poema que fluye, entre la página 52 y la 56, es una taquigrafía de la vida, gusanos que ya no pasan hambre, masticando con afán de funcionario. Poema con los papeles en orden, con versos de nova oscura encendiendo la calle Requeté aragonés. “Una escuadra de cartabones reclamando los alquileres/vidas diminutas, tampones que sellan las pólizas del desencanto”. La nota final de la escafandra, ángel en un cielo de pájaros, gordo sin sexo en un mundo con canas y tazones de café y coñac. Echas unas gotas más de alegría al mejunje, esta ciudad sigue siendo un emblema entre el frío y la tristeza. Echa unas gotas a mi vida. Algún día los maniquíes sustituirán a los catedráticos y los actores y nadie se dará cuenta.

Termina el domingo mal empleado: “Para una vez que llueve lo hace por dentro”, recordando aquel futuro de gasas que ahora es pasado, aquel encierro que convirtió el mundo en una selva vacía, donde el grito se pixelaba por la mala conexión reinante. Una vida de pantalla, de milímetros, el rebelde es el dueño del videoclub, el que recuerda el cine dominical. Ayer, en el almacén de su vida, encontró un domingo y, superada la locura de Werner Herzog, terminó con “Puestos a habitar el cielo/nada mejor que esta mañana sencilla/que sonríe después de la lluvia./No termines de besarme todavía”.

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