Archivo de abril, 2022

Los plásticos se ven desde el espacio

Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces: “De contratista a ladrón/ no hay más que un escalón/ y es tan bajo/ que lo salta un escarabajo”. Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.” Hoy lo cuento en mi blog de 20 minutos y en el diario La Voz de Almería.

Mi artículo 20 de la serie «Almería quién te viera…» publicado hoy domingo, 24 de abril, en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (20)

 Los plásticos se ven desde el espacio

J. A. Martínez Soler

A principios de los años 60, vi un acto de solidaridad entre mis vecinos de la calle Juan del Olmo. Regresaba del colegio, al atardecer. Al llegar a la altura de la casa de don Andrés, el cura, contemplé un enorme bullicio en la puerta de mi casa. Con sus propios martillos, media docena de vecinos ayudaban a mi padre a clavar tablones en forma de U, que sirvieran para el encofrado de las “canalillas”, acequias para repartir el agua en los campos de secano de El Ejido. Las cargaban en un viejo camión Dodge, casi chatarra, que mi padre había comprado.

Prácticamente arruinado por la aventura del pozo, con el dinero que le quedó, tras vender el Cortijo de La Rumina y pagar los créditos e hipotecas, mi padre empezó un nuevo negocio. Otro sueño – ¡madre mía! – ligado al agua. Ganó un concurso público por el que se comprometió con el Instituto Nacional de Colonización a construir las acequias de hormigón que repartirían el agua de los nuevos pozos del Campo de Dalías, entre El Ejido y Roquetas. Era un secano, como el de La Rumina, lleno de piedras, lagartijas y espinos.

Terminó la construcción sin apenas obtener beneficios. Fue a la subasta con un precio muy bajo para asegurarse la concesión de la obra pública. “Lo comido por lo servido”, decía. Se hizo fotos ante el cartel oficial de las primeras obras de regadío de El Ejido, que llevaba el nombre de su flamante empresa como adjudicataria de aquellas acequias de bloques y hormigón. Le vi contento con su primera obra.

Le pregunté por qué no había ganado dinero con esas acequias de Colonización de las que estaba tan orgulloso. Me dio dos razones. Primera: meses después de haber ganado la subasta pública, el cemento había subido de precio por el nuevo boom de la construcción. Aunque a veces lo hacía, el Gobierno no quiso, en su caso, revisar los presupuestos de la obra de acuerdo con los nuevos precios del cemento. Con eso, se estrechó su margen de beneficio. “No tenía agarraderas”, me dijo, “o sea, enchufes con los gerifaltes del Régimen”.

Segunda: ofreció un precio muy bajo, ajustando mucho los costes, para ganar el concurso frente a los competidores. Mi madre dijo que era un ingenuo, incapaz de hacer trampas como los demás, y que le iban a despellejar si seguía de contratista de obras públicas. Más tarde, me enteré de cómo se hacían muchas subastas de obras públicas. O, mejor dicho, las pre subastas.

Los contratistas de obras, que estaban dispuestos a acudir a la subasta se reunían en unos cafés cercanos a la Delegación del MOP (Ministerio de Obras Públicas). Creo que se llamaban La Parrilla y El Pasajes. Tenían los sobres sin cerrar con la documentación preparada para entregar al Registro Oficial del MOP. Cada uno de ellos escribía en secreto en un papel, incluso en una servilleta del bar, la cantidad de dinero que estaba dispuesto a repartir entre los demás si le dejaban ganar el concurso. El que ofrecía más dinero a sus colegas competidores se quedaba con la obra. El ganador no tenía que arriesgarse con una fuerte bajada del coste previsto por el Gobierno. Todos ganaban con aquellos concursos amañados. Todos, menos los contribuyentes. Aquello tenía toda la pinta de ser delito de estafa, prevaricación, tráfico de influencias y alzamiento de bienes.

Mi padre cae y se levanta

Mi padre hizo un par de obras más: unos kilómetros de carretera, asociado con Enrique Barrionuevo, y un pequeño puente. Volvió a arruinarse. Me contó que una vez se puso a fabricar caramelos y jabón. Obtuvo las fórmulas en una enciclopedia de la Biblioteca Villaespesa. Ninguna quiebra podía rendir a mi padre, convertido, otra vez, en héroe que cae y se levanta, cae y se levanta. Un día nos dijo: “Ya lo tengo. No más obras públicas con las que solo ganan los ladrones o quienes tienen buenos enchufes con el Régimen”. Recuerdo un proverbio suyo de entonces:

“De contratista a ladrón

no hay más que un escalón

y es tan bajo

que lo salta un escarabajo”.

Y nos lanzó su nueva idea: “Ya que tienen agua, ahora es el momento de vender los plásticos para construir invernaderos. Es el paso siguiente a las acequias que hice en el Campo de Dalías.”

En ese nuevo negocio, que prometía un futuro espléndido, no se metió solo. Se asoció con don Paco Cassinello, capitán de Caballería, que tenía el capital y los contactos oficiales de los que mi padre carecía. Le conocía desde niño ya que era hijo de doña Serafina Cortés, viuda de don Andrés Cassinello, donde mi abuela paterna había trabajado de criada desde que, viuda con dos niños pequeños, salió de Tabernas. Mi padre había sido botones del suyo.

Pasados los años, mi padre me llevó un día a los montes de Vícar. Desde allí se divisaba un inmenso mar de plástico y un ir y venir de grandes camiones frigoríficos cargados de hortalizas camino de los mercados europeos. El sol se reflejaba con fuerza sobre la superficie plateada, a veces dorada, de los invernaderos. Oro verde. El Ejido era la California de Europa. Su huerta. Mientras mi padre se arruinaba una y otra vez, la provincia de Almería se iba enriqueciendo con el turismo y con el riego de bancales arenados cubiertos de plástico y plantados de hortalizas… y hasta de flores. Nuestros hermanos y vecinos israelíes, también de desierto, perfeccionaron la técnica del gota a gota en 1965. Esa tecnología ha hecho florecer a Almería con huertas y prosperidad.

En menos de 20 años, mi tierra ya no era una fábrica de emigrantes, como cuando yo salí en busca de estudios, amores o fortuna. Todo lo contrario. De toda España, y de África, acudían hombres y mujeres en paro en busca de un futuro mejor. En apenas dos generaciones, Almería había pasado de ser la penúltima provincia más pobre del país a ser una de las más ricas y dinámicas. Gracias, especialmente, a los invernaderos y al turismo.

El pozo que construyó mi padre en la ribera del río Aguas convirtió en regadío las tierras secas de La Rumina, a la orilla del Mediterráneo. Poco después de vender su finca agrícola, dio agua para la construcción de chalets y hoteles para turistas. Luego hizo pequeñas obras públicas. Entre ellas, se sentía especialmente orgulloso de la canalización del agua en el Campo de Dalías. Don Bernabé, el ingeniero de Colonización, le felicitó por la calidad de su obra.

Antes de jubilarse como contable en la gasolinera de Las Lomas, mi padre fue un pionero/visionario que se adelantó a su tiempo. Llegó demasiado pronto a las dos revoluciones que han desarrollado mi tierra: el turismo y los invernaderos. Mi esposa (awestley.com) le hizo un homenaje con su óleo “Mar de plástico”. Cuando lo veo, recuerdo lo que mi padre me dijo aquella tarde, lleno de orgullo, desde los montes de Vícar: “Los astronautas han dicho que estos plásticos se ven desde el espacio. Dos cosas distinguen bien, mientras orbitan alrededor de la Tierra: la muralla china y nuestros invernaderos”.

Sus ojos brillaban tanto como los plásticos. Si eran lágrimas, que no querían brotar, lo eran de alegría, no de tristeza. Entonces, apareció, cómo no, don Quijote. Me dijo: “El hombre es hijo de sus obras”.

Ese era mi padre, el Rumino. Cuántos héroes anónimos, como él, tiene nuestra historia. Si vemos más, como decía Isaac Newton, es porque nos erguimos sobre los hombros de gigantes.

Mi padre, Pepe, el del Cemento, en La Rumina (Mojacar)

 

Mi padre, con chaqueta, en el almacén de Cementos Goliat (calle Pedro Jover, 1, Almería).

Mi padre, ante el cartel de su primera carretera.

Don Ginés, obispo almeriense de Getafe, comenta el óleo «Mar de plástico» con la autora, Ana Westley (awestley.com), mi esposa, y el concejal de Cultura de Getafe (Madrid)

 

 

 

 

«Turistas, Pepe, y no tomates»

“Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto Alarcón, el alcalde de Mojacar, a mi padre, el Rumino. No le hizo caso. Fue su ruina.

Mi artículo de hoy, domingo, 17 de abril de 2022, en el diario La Voz de Almeria.

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

“Almería, quién te viera…” (19)

 “Turistas, Pepe, y olvida los tomates”

 J. A. Martínez Soler

Nuestro vecino Jacinto Alarcón, pariente de los dueños de El Molino, fue nombrado alcalde de Mojácar. Sus tierras eran colindantes con las nuestras. También lindaban con la playa, como las nuestras. Mi padre le dijo que nuestro pozo daría agua para todos. La vendería a los vecinos a un precio justo para pagar las deudas del pozo y la hipoteca de nuestra casa.

Había comenzado con buen pie la década de los sesenta. El sueño de mi padre se había hecho realidad en el verano del 1961. Pero el alcalde no parecía dispuesto a dejarse los cuartos en abancalar sus tierras y canalizar el agua de nuestro pozo hasta ellas. Mi padre era buen amigo suyo. Y viceversa. Jacinto Alarcón me lo demostró al darme su pésame, tan emocionado, muchos años después, en 1997, cuando murió mi padre, el Rumino.

A principios de los años sesenta, ambos mantuvieron un desacuerdo permanente sobre el futuro de sus tierras y de las nuestras. Mi padre, un hombre del desierto de Tabernas, buscaba el agua como loco. Era, como digo, un soñador del agua. En cambio, Jacinto, que se crio en El Molino, a los pies de la hermosa fuente árabe de Mojácar, rodeado de una vega feraz, buscaba el turismo como base del futuro de su pueblo.

Jacinto nos contó lo que sabía de Marbella y Benidorm. Vio los primeros carteles de “Spain is different”. Para él, eso era el principio de algo. Aseguró que estaba dispuesto a regalar tierras del Ayuntamiento a quien quisiera establecerse allí con algún negocio hotelero o a gente famosa que dieran fama a Mojácar y atrajeran a otros visitantes ilustres. “Turistas, Pepe. Con divisas. Y déjate de criar tomates y pimientos”, le repetía Jacinto.

– “¿Serás ceporro?”, le replicaba mi padre. “¿Vas a esperar a que venga alguien rico o famoso hasta aquí? Si no tenemos ni carretera para coches. ¿Quién conoce Mojácar? Los turistas vendrán andando. Solo hay caminos de herradura. El autocar de Alsina Graells pasa por Garrucha, allí descarga a los mojaqueros, que siguen a pie, y continúa hasta Vera. ¿Turistas en Mojácar? Desde luego, estás como una cabra”.

Los primeros tomates colorados coincidieron con el agotamiento del crédito hipotecario de mi padre. La finca había cambiado como de la noche al día. Grandes bancales planos y escalonados, separados por balates de piedras, caballones en perfecta formación, estiércol, abonos, encañados donde atar las tomateras con esparto, y una cuadrilla de trabajadores. Todo eso había acabado con los recursos familiares.

En Semana Santa, pudimos cosechar los primeros tomates, pequeños, duros y con buen color, listos para llevar a la alhóndiga de Cuevas de Almanzora que regentaba el alcalde, el señor Caicedo. Los llamaban “tempranos”. En verdad, eran los primeros tomates del mercado. Por algo Almería es la tierra de los tempranos, según los cantes flamencos. Me pregunto si sería también almeriense el famoso bandolero de Sierra Morena, José María “El Tempranillo”.

Al atardecer, recolectamos los más maduros, entre cientos de tomates verdes y muchísimas flores amarillas que prometían la cosecha del siglo. Cargamos un montón de cajas de tomates en el carro.

Si todavía planto yo tomateras en mi diminuta huerta de jubilado es por recuperar aquel aroma de mi adolescencia. Huelo profundamente mis recuerdos. Cuando ahora cosecho mis tomates, me como alguno, allí mismo, a mordiscos, antes de llegar a la cocina. Sin sal ni nada. Herencia de La Rumina.

Antes del amanecer, aún de noche, partimos hacia Cuevas tirados por nuestro burro, el único animal que nos quedó en el establo-corral. Sobrevivió a la llegada del tractor porque le necesitábamos para ir a por agua potable a la fuente de Mojácar. La del pozo era buena para el riego, pero no para el consumo humano. Por lo visto, tenía mucha cal. “Muy dura”, decían.

El viaje, lento y largo, nos dio tiempo para repasar, y disfrutar, la odisea de mi padre: su viaje épico desde el secano hacia el regadío. Él estaba muy orgulloso de su hazaña. En esa época, le admiré mucho por su fe y su constancia al perseguir su sueño. Mi padre no se rendía fácilmente. Mi madre lo resumía con dos palabras: “cabezón” y “testarudo”.

Al llegar a Cuevas, en un abrir y cerrar de ojos, sin subasta, mi padre colocó las cajas en un santiamén a un precio alto que él consideró muy bueno. Como contable que era, calculó rápidamente la fortuna que tenía en sus tomateras aún en forma de flores. Con esa cosecha tan espectacular pagaría los plazos de la hipoteca con holgura y le sobraría para la siguiente cosecha. Regresamos eufóricos. Reconstruimos, una vez más, el cuento de la lechera. Hasta el burro, que tiraba de un carro vacío, iba contento. Al fin, nos sonreía la fortuna. El esfuerzo, el riesgo y la constancia de mi padre recibían su premio. Mi madre, aunque sin alharacas, también se alegró. Eso, por lo mucho que ella odiaba La Rumina, sin luz ni agua corriente, lo llegué a considerar amor verdadero.

Años más tarde, enseñando Economía Aplicada en la Universidad de Almería, comenté a mis alumnos la frase que oí a un viejo cortijero de Cuevas en el año de la gran cosecha. Para un adolescente, era, sin duda, enigmática: “Nada como una buena granizada o una gota fría a tiempo para matar la mitad de las flores, reducir la cosecha y llenar nuestros bolsillos de pesetas”.

Mi padre, como muchos agricultores de la época, no llegó a comprender bien, ni a aceptar de buen grado, que la ley de la Oferta y la Demanda seguía vigente. A pesar de ello, después de lo que ocurrió aquel verano, nadie puede culpar a mi padre de su ruina.

¿Quién manda sobre las nubes, sobre el pedrisco, sobre el buen tiempo o sobre las subvenciones imprevisibles del Gobierno al tomate de Canarias?

En junio, la primera gran cosecha de tomates de La Rumina fue espectacular. En cantidad y en calidad. El carro se quedó pequeño para tanta producción. Contentos aún, pero barruntando ya una eventual caída de precios por la abundancia de oferta, alquilamos una camioneta con remolque. Aquel verano, todos los agricultores del Levante español tuvieron una hermosa cosecha… y se desplomaron los precios.

Al llegar a la alhondiga, mi padre dio la orden de retirada al conductor de la camioneta: “Da la vuelta. Nos volvemos a casa. A ese precio, echaré mis tomates a los cerdos”.

Con el dinero de los tomates tempranos, que había vendido a buen precio, compró sesenta cochinillos y construyó un montón de pocilgas con sus patios y piletas correspondientes. Los precios de los tomates a la baja y los tipos de interés del dinero al alza formaron dos curvas que, en un punto determinado, se cruzaron en forma de tijeras. El punto donde apretaban esas tijeras era precisamente en el cuello del deudor. El cuello de mi padre. Adiós, Rumina. Para un niño como yo, que allí se convirtió en adolescente, fue una experiencia intensa, de ensueño. También dolorosa.

En invierno, vendió el cortijo. Pagó a tiempo las deudas del pozo. Un día triste me dijo: “Fue como vender el coche para pagar la gasolina”. También liquidó la hipoteca de nuestra casa. Por si acaso, la puso a nombre de mi madre. Ya no viviríamos bajo un puente. Al fin, para mi mayor confusión, una noche oí a mis padres llorar y reír a la vez. ¿Sublime o ridículo? Los escuché sentado, petrificado, en silencio, oculto en la escalera de mi casa, la noche en que me hice mayor.

¡Qué razón tenía mi vecino Jacinto, el alcalde de Mojacar! La tierra que teníamos a la orilla del mar, con vistas a Mojacar, es hoy una de las joyas del turismo en Andalucía. De La Rumina solo quedó la noria árabe y el nombre de una calle con chalets de lujo. Y -cómo no- la belleza de mis recuerdos.

En mi mula con mi hermana Isabel en La Rumina.

La Rumina, con nuevos dueños

Con Ana, mi esposa, y mis hijos Andrea y David, en la fuente árabe de Mojacar donde yo cargaba los cántaros en mi burro cuando era niño.

Trillando en la era de La Rumina. Cambiamos cereales de secano por tomates de regadío.

 

 

 

 

 

Los amantes de Burdeos, en madera de fresno

Aunque solo soy un aficionado, reconozco que, por muy malas que sean, me gusta presumir de mis tallas en madera. La primera vez que asistí al taller de tallasmadera.com en Bellas Artes Coronado fue al día siguiente de mi jubilación en el diario 20 minutos. Tenía ganas de hacer algo con mis manos. «Pensar con las manos», dice Pedro Sanz Labajos, director de la Escuela de Arte La Palma. Mis clases con la maestra Sandra Krysiak han resultado ser una buena terapia, una cura de autocontrol, paciencia… y humildad (que tanta falta me hacía, después del éxito de 20minutos).  Una terapia más barata que cualquier siquiatra. Lo recomiendo.

El taller de tallasmadera.com, en la prensa.

Si creas algo con tus manos, desde la nada, te sientes como dios. Mi última obra (inspirada en Los amantes de Burdeos, siglo III DC), que tallé en durísima madera de fresno, ya está en manos de sus destinatarios (El y Erik).

«Los amantes de Burdeos» ya están en manos de sus destinatarios.

Ayer celebraron su aniversario de boda. Ambos se habían comprometido bajo la sombra de un fresno gigantesco de El Escorial.

¡Ojalá mi hijo Erik le hubiera pedido matrimonio a mi nuera a la sombra de un tilo o un cedro, maderas semi nobles no tan duras como el fresno! Claro que hubiera sido más difícil tallar «Los amantes de Burdeos» en madera de encina que tanto abunda por estas dehesas de Villanueva de la Cañada. Ahí van algunas fotos del proceso de talla:

Primeros golpes de maza y gubia sobre madera de fresno.

Los amantes, en bruto

Los amantes… a medio tallar.

«Los amantes…» junto al óleo «Pandemia»

mmm

 

 

No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, recurrió a un zahorí. ¡Agua para todos! Hoy cuento esta historia en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Mi artículo en La Voz de Almería. Domingo, 10 de abril 2022.

 

Para quienes no puedan leer el texto tan pequeño en la página de La Voz, copio y pego el mismo texto en Word con un cuerpo más grande. Sé por qué lo digo. Ahí va:

Almería, quién te viera… (18)

No gritó ¡Tierra! sino ¡Agua!

J. A. Martínez Soler

Mi padre soñaba con el agua. Quería convertir nuestro secano en un oasis. No era fácil. Para ello, estaba dispuesto a recurrir a cualquier ayuda por extravagante que fuera. Con 13 años, durante mis vacaciones de Navidad, mi padre y yo partimos, antes del amanecer, hacia Agua Enmedio, cerca de Mojacar. Si alguien podía conocer y recomendarnos al zahorí de Macenas, ese no era otro que el tío Frasco el Santo (¡qué nombre!), famoso curandero.

El camino desde nuestra casa de La Rumina hasta la casa del curandero, al pie de Sierra Cabrera, era largo, y el tiempo, fresco. Llevamos a nuestro burro, sin aguaderas, y ambos pudimos montar un buen rato. Mi padre, en su albarda, y yo, en la grupa trasera con cuidado de no caerme. El Sol levantaba más de tres palmos sobre el horizonte marino cuando llegamos a nuestro destino y golpeaba, casi en horizontal, las fachadas de cal tan blanca que ofendían a nuestros ojos. El suelo era de tierra roja, más roja de la nuestra. Los terrados, de color morado intenso de tierra launa, lanzaban destellos brillantes de mica.

El tío Frasco saludó afectuosamente a mi padre. Su casa era como la nuestra, aunque más pequeña. Asombrado, miré con fascinación la repisa de libros que tenía en la pared, frente a la chimenea. Se vio obligado a aclararme que él también era “estudiante”. Se echó a reír, y pude contarle cuatro dientes. Eran libros de historia y geografía. Algunos de hierbas. Me enseñó uno de botánica, con estampas, escrito en francés. “Regalo de un paciente agradecido que viene a verme desde Francia”, me aclaró. Otro en árabe. ¡Qué bonita caligrafía!

En todas las temporadas que pasé en la comarca de Mojácar, esa fue la única casa de campesinos que, como la mía, guardaba libros en su interior. Seguramente, los Garrigues, los madrileños del palacio de la Marina, y don Diego y don Ginés Carrillo, los mellizos del chalet El Duende (abogado uno y médico el otro) tendrían hasta bibliotecas. Ninguna de ellas sería como la del monseñor de Tabernas que conocí más tarde y pude salvar parcialmente de la hoguera.

El Santo nos acompañó hasta el tranco de su puerta. Estaba bastante calvo. Para defenderse del sol, cubrió su frente y parte de su calva con un pañuelo, un poco raro, con cuatro nudos. Me recordaba el cachirulo de los maños o de los moriscos. Al despedirnos, nos previno:

– “Mandaré razón a la casa del zahorí y, en cuanto regrese, le daré aviso a usted por mi hija. Pero no digan nada por ahí de sus habilidades con los campos magnéticos. En estos tiempos, toda prudencia es poca. No le gusta presumir de ello. Tampoco se lleva bien con el párroco de Mojácar. Le ve como un competidor”.

Regresé a mis clases en La Salle y no pude ver al zahorí cuando se presentó en La Rumina. Mi padre me lo contó. Vestía al estilo del siglo XIX: pantalón de pana, chaleco y sombrero. Utilizó su vara de avellano, en forma de Y, el triple de grande que mi tirachinas. Sujetaba los brazos de la Y con sus manos. Recorría la ribera del río seco con extremada lentitud, muy concentrado, sosteniendo la vara paralela al suelo. Tras un buen rato de caminar en silencio, lento y solemne, el cabo suelto de la Y empezó a moverse, muy suavemente, arriba y abajo. Con cal viva hicieron una gran cruz en aquel sitio.

Mi padre no creía en la religión católica y eso que, según él, era “la única verdadera”. Menos aún podía creer en sortilegios ni magias. Una vez le oí decir que el zahorí, una especie de vidente, practicaba cierta brujería y decía lo que el cliente quería oír. Sin embargo, desesperado por encontrar agua, por si acaso, siguió la recomendación del zahorí, el mago o lo que fuera. Compró una parcela pequeña, medio bancal, al pie de la loma del tío Bartolo y a orillas del río Aguas, muy cerca de la charca de agua dulce que había poco antes de su desembocadura. En medio de esa parcela estaba la cruz pintada con cal viva. El pozo de los Garrigues estaba en la orilla del río opuesta a nuestra parcela. A ver si había suerte.

En las vacaciones de verano, llegué a mi casa de La Rumina en un mal momento. Tuve la impresión de que todo estaba perdido. «El zahorí se confundió”, dijo mi padre. Cavando hasta los ocho metros de profundidad, dieron con la roca. Ni gota de agua. Ahora lo pienso y sigo sorprendiéndome. Así era Almería, cuando yo era niño, con zahoríes, curanderos y pensamiento mágico. Mi padre concluyó el resumen de su fracaso con un dicho popular, tan exacto y oportuno como cruel: “Mi gozo en un pozo”. En Mojacar hay ahora un restaurante con buenas vistas que se llama “El rincón del Zahorí”. Me recordó, con nostalgia, la aventura hidráulica de mi padre, el Rumino.

No hubo suerte. Las deudas por las obras del pozo seco crecían. Pese a las llamadas a la prudencia de mi madre, tan miedosa, mi padre no se rindió. Al mes siguiente, en agosto, gracias a una galería que abrimos desde el pozo hacia el centro del río (allí trabajé yo como el que más), un trabajador clavó su pico en el fondo y dio el grito que cambiaría el destino de mi familia. No gritó “¡Tierra!” sino “¡Agua!”.

Cada vez que mi padre relataba aquel acontecimiento, uno de los más importantes de su vida, lo exageraba un poco. Como hacían los pescadores con el tamaño de sus capturas. Lo adornaba. Lo embellecía. Cuando mantenía tertulia en el comedor de los ancianos del “Centro Alborán”, en el Zapillo de Almería, o en los bailes de la residencia de los jubilados de la Térmica, no se le escapaba ningún recién llegado sin que oyera su historia, convertida, a esas alturas, en epopeya. Mas de una vez, le oí algo así:

– “Como si de una carrera se tratara, les dije que contaría hasta tres y, en ese momento, cinco hombres clavarían sus picos, a la vez, alrededor de la pequeña fuente que habíamos descubierto en la galería, junto a la desembocadura del río de Aguas. Al segundo o tercer golpe, se hundió la capa de tierra negra, parecida al tarquín, y comenzó a brotar agua a borbotones. Los cinco pioneros tuvieron que subir corriendo por la rampa pa no bañarse con toda la ropa puesta. Decían que no sabían nadar. Había agua de sobra pa regar todas las hectáreas de La Rumina y alrededores. Mi sueño se hizo realidad. Pero ese gran éxito, ya ve usted, fue mi ruina. Pero esa es otra historia”.

Aquel descubrimiento se consideró histórico. Mi abuela Dolores llegó corriendo. Lágrimas en sus ojos al ver el agua. “Hijo mío, hijo mío. Al fin”. Al día siguiente monté en mi burro con cuatro cántaros y llegué a la fuente árabe de Mojacar. Me recibieron como si mi padre hubiera descubierto América. Nuestra casa estaba llena de parientes de Almería y de Tabernas, que dormían en el suelo, en colchones improvisados de farfolla. Había que darles de comer a todos. Unas deudas más daban igual porque teníamos agua.

En pocos días, la zanja abierta se convirtió en una galería cerrada. Pronto se instaló un motor de gasoil para sacar el agua. Un chorro enorme salía por un tubo de unos 15 centímetros de diámetro que inundaba los alrededores. El pozo no perdía su nivel de cuatro o cinco metros de agua. Esa era la prueba del 9. La corriente subterránea le llegaba por el túnel y lo rellenaba a medida que el motor sacaba agua a la superficie. “Es por la teoría de los vasos comunicantes”, dije. Naturalmente, hubo risas y, para mi vergüenza, me lo recordaron con guasa durante mucho tiempo. “Tráeme un vaso que comunica”, me decían.

Aquel verano pasé mi última noche durmiendo al raso, mirando el firmamento y vigilando los montículos de trigo acumulados en los bordes de la era. Lo sabía, el agua mataría los tristes y ruinosos cultivos de secano. Se acabaron los cereales en La Rumina. Bienvenidos los tomates. Esa sería mi última trilla. Adiós a la era. Adiós a la noria. Agrandaron la balsa. El agua era símbolo de riqueza, de progreso. El origen de la vida. El agua (¡ay!) y mi padre del desierto de Tabernas. Siempre unidos.

Agua en el pozo de La Rumina. Mi padre, en el centro, brinda con una botella.

 

 

Un chute de amor a España

La presentación del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil se ha colado hoy en mi serie de recuerdos de infancia de La Voz de Almería con el número 17. Mis recuerdos seguirán con el número 18. La actualidad manda. Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho. Ahí va mi critica del libro. Lo recomiendo.

Crítica del libro «Los amantes extranjeros» de Ana R. Cañil, publicada hoy domingo en La Voz de Almería.

 

Como de costumbre, copio y pego el texto en word con letra grande para facilitar su lectura a mis colegas jubilados.

“Los amantes extranjeros” de Ana R. Cañil

Un chute de amor a España

J. A. Martínez Soler

Compré “Los amantes extranjeros”, hace apenas unos días, en el Pasadizo de San Ginés, 5 (Madrid). La autora, Ana R. Cañil, nos invitó a chocolate con churros. Una lugar tan original, sorprendente y castizo como su libro. Ayer lo empecé a leer. Y no sin cierta prevención pues citaba, en mezcla explosiva, a Dumas, a Orwel y a Gabo, a Washington Irving, a Ticknor, a Jorgito el Inglés, a Doré, a Julio Verne y al padre Feijoo, a Hemingway, a don Pelayo y Al Mutamid, entre otros). Hoy lo terminé.

¡Madre mía! La Alhambra (“que el éxtasis sea contigo”), el Camino de Santiago (“una Internet medieval”), El Escorial (al siquiatra con la leyenda negra), Segovia y el acueducto del diablo, la Sevilla de Stefan Zweig (“aquí se puede ser feliz”), el Paseo del Prado (“el más bonito del mundo”, según Ticknor) y la Barcelona de Orwel, García Márquez, Vargas Llosa y -cómo no- de la tumba de Durruti (siempre con flores frescas). Todo ello, y más, reluce en una crónica de viajes (negra y rosa) por España y su Historia que enamora y cabrea a partes iguales. Una Cañil provocadora y risueña ha seguido los pasos de los principales extranjeros ilustrados del siglo XVIII, románticos del siglo XIX e idealistas del siglo XX que nos visitaron y escribieron sobre nosotros con el “corazón partío”.

Ana R. Cañil, cargada con los libros de estos “amantes extranjeros” en su mochila, nos ofrece un excelente reportaje, salpicado de citas, casi eruditas, que reparte, con gracia y frescura, como si condimentara la esencia de lo español con sal y pimienta, azafrán y pimentón, incluso con algo de azúcar. El libro gusta y duele, pero nos ayuda a conocernos. “Sarna con gusto no pica”, amigo Sancho.

Nos ofrece tópicos y leyendas, poesía y belleza, picaresca, fantasía y realidad, bandoleros, cigarreras y anarquistas, golpistas autócratas, inquisidores y reyes felones, “una clase alta deplorable” y un pueblo oprimido durante siglos por la Iglesia y la monarquía absoluta. En ocasiones, es tan lenguaraz y rompedora que supera a la inigualable, y casi almeriense, Nieves Concostrina.

La autora nos advierte desde su primera línea: “Este libro nació del deseo de mantener vivo el asombro ante la belleza”. Ana lo consigue descubriéndonos secretos bien guardados. Nos sorprende y nos cautiva porque, queriéndolo o no, nos da noticia nuestra Ángel González,  y su prosa no es ajena a la poesía. Conociéndola, me consta que esto último no lo puede evitar.

Su obra no tiene nada que ver con la definición que el gran poeta Ángel González hizo de la Historia de España: “Es como la morcilla de mi pueblo. Se hace con sangre, y se repite”. La Historia con mayúsculas y la historia con minúscula que nos cuenta la Cañil se hizo con sangre, sí, pero ya no se repite. Para ella, y para muchos de nosotros, tiene un final feliz del que podemos y debemos estar orgullosos. ¡Quién lo diría!

Como bandada de pájaros, muchos corresponsales extranjeros vinieron a España, tras la muerte del dictador Francisco Franco, con la fantasía de cubrir otra guerra civil. Llegaron convencidos de que íbamos a volver a las andadas y, mira por dónde, tuvieron que irse con la música a otra parte porque aquí, con miedo y generosidad, aprobamos la Constitución del 78 y acabamos con la falsa historia de las dos Españas. Hemos pasado del tercer mundo al primer mundo, de la dictadura a la democracia y llevamos cuarenta y cuatro años en paz y prosperidad. Los amantes extranjeros de hoy son turistas que no buscan solo exotismo africano y oriental sino también vacaciones felices, compartidas con nuestro paisaje tan rico como nuestro mestizaje cultural.

Ana Cañil reflexiona sobre “cómo nos vieron y cómo somos ahora. Y todo en medio siglo”. No sabemos lo que tenemos. Y se pregunta: “¿Por qué los españoles no disfrutamos también de esta aventura, si la hemos protagonizado?” Y termina con una cita tremenda del holandés Cees Nooteboom: “España es tan brutal, anárquica, egocéntrica, cruel (…). Es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte”.

Al concluir su lectura, me dieron ganas de salir a la calle y cantar “Soy español, español, español…” como si hubiéramos ganado otra copa del mundo o el Gran Slam número 22 de Rafa Nadal. Siempre hurgando en nuestras heridas históricas, en los males de la patria, no valoramos suficientemente lo que hemos conseguido, lo que hemos conquistado en medio siglo. Somos un país libre y próspero. La libertad, como el oxígeno, se valora más cuando te falta. Nos faltó durante demasiados siglos. Pero, al fin, conquistamos la libertad, palabra a palabra. Y debemos presumir de ello.

Hace años, cuando leía a los ilustrados, románticos e idealistas que amaron nuestro país, pensaba ¡quién fuera extranjero para amar así a España! Los amantes extranjeros de los que habla Ana Cañil en su libro conocieron España pateando nuestros pueblos. Yo debo reconocer que conocí, amé a España y me reconcilié con su Historia cuando conocí a los corresponsales extranjeros que se quedaron por aquí, mi esposa Ana Westley, entre ellos (Roger Mathews, James Markhan, Jane Walker, John y Nina Darnton, Robert Graham, Stanley Meisler, David y Kati White, Ed Owen, Dwight Porter, Carlta Vitzthum, François y Marie Cristine Raitberger, entre otros) y a varios hispanistas (Iam Gibson y Gabriel Jackson, nada menos).

Gracias, Ana, por el chocolate con churros. Y enhorabuena por tu libro.

Ana Cañil firmando su libro para Margarita Saez y para mí en la chocolatería del pasadizo de San Ginés, Madrid.

Invitación a la presentación del libro

Solapa interior del libro