Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de mayo, 2013

Los bares me darán la razón

Hoy tengo que tomar una de esas decisiones que te cambian la vida. Me dieron una semana de plazo para pensarlo, y justo hoy era el último día. Lo fui dejando, confiado en mi instinto, y al final se me echó el tiempo encima. No sé vosotros, pero yo soy realmente malo tomando decisiones. Suelo actuar según me pide el cuerpo, y a menudo no soy consciente del charco en que me he metido hasta que ya es demasiado tarde. Me ha pasado con la tele, en numerosos programas de distintas cadenas, o con charlas para todo tipo de audiencias (llegué incluso a dar una charla sobre literatura en red en un geriátrico de Logroño). Me suelen llamar tipos que no conozco, normalmente temprano; descuelgo medio dormido o con resaca, me proponen acudir a tal o cual evento, les digo que sí, cuelgo, y dejo de pensar en ello hasta el momento justo que se enciende el piloto, o cuando me presentan y el público comienza a aplaudir. Es entonces cuando me pregunto: ¿qué coño hago yo aquí?

Sin embargo, la decisión que hoy me traigo entre manos no es cuestión de un solo día. Supondría dejar el taxi durante una buena temporada (el taxi es mío y el reglamento impide tenerlo parado más de un mes, así que tendría que contratar a un conductor). Por otra parte pagan bastante bien. Lo suficiente para vivir tranquilo unos cuantos meses más, tal vez un año (prorrogable incluso). Y haría lo que me gusta: escribir. Pero no para mí.  Tendría que escribir para otros. Ahí el dilema. Y aún no sé si seré capaz de escribir sin el apoyo de mi taxi, sin esa musa inmortal que es mi taxi.

En unas horas me llamarán y me preguntarán ¿sí o no? Y sólo cabe una respuesta. O escribir para ellos o seguir siendo yo.

……………………………………………………………………………………………………………….

Nota: Ahora me voy al bar. Las grandes decisiones siempre las tomo en los bares. Al olor de un buen whisky.

 

Amor interplanetario

universo web

Imagina que el mundo está a punto de volar en mil pedazos por la inminente llegada de un inmenso meteorito y que nuestra única vía para la supervivencia fuera viajar a otro planeta en naves estelares. Imagina que nuestro destino más próximo y seguro, aquel que más se asemeja a las condiciones ambientales de la tierra, se encuentra a cien años luz, y que nosotros, por lo tanto, no llegaríamos a pisar el nuevo planeta; ni siquiera nuestros hijos. Serían los hijos de nuestros hijos los primeros en llegar y ocuparlo. De este modo, desde el mismo momento de emprender el viaje nos convertiríamos en mero trámite generacional. Nuestra única misión sería viajar, mantener el correcto rumbo de la nave, sobrevivir, reproducirnos, y educar a nuestros hijos para que éstos, a su vez, enseñaran a sus hijos cómo habitar desde cero ese nuevo planeta.

La nave sería la hostia de grande, claro. Pongamos a mil tripulantes por nave, rollo transatlántico sideral, y decenas de miles de naves en total. Las necesarias para despoblar de un plumazo el planeta tierra.

A lo largo de esos cien años de viaje cada cual se ocuparía de lo que sabe. Yo, por ejemplo, sería el taxista de la nave. Llevaría a los tripulantes de un lugar a otro, de la sala de máquinas a la zona de descanso, o del cine a la disco de la nave a través de sus larguísimos pasillos. Y también escribiría relatos y diarios de a bordo para entretener al personal y, ya de paso, dejar constancia del periplo a futuras generaciones. Otros se encargarían del mantenimiento, otros de la cocina, otros del ganado (sí, habría vacas, ovejas, cerdos, y pollos a bordo), otros de los invernaderos, otros del saber, otros del ocio, etc. (según lo tengo planteado, no haría falta ningún community manager, ni consejeros delegados, ni registradores de la propiedad, ni notarios).

Sólo habría una norma obligada, un objetivo inapelable: Quinientas parejas por nave, siempre las mismas parejas (por cuestiones logísticas: control de censo) y dos futuros hijos por pareja. Y esos dos hijos, cuando alcanzaran la madurez, habrían de elegir a otros dos del sexo opuesto para engendrar a otros cuatro más. De este modo y si no me fallan las cuentas, el viaje se iniciaría con mil tripulantes y, dos generaciones después, la nave llegaría al planeta de destino también con mil. Lo complejo sería educar a la segunda de las tres generaciones (a la que llamaríamos «generación perdida»), la cual nacería y moriría en la nave, sin conocer nada más que la nave.

Digo todo esto porque, de darse el caso, nunca se sabe, si tuviéramos que huir de este mundo a otro planeta y yo tuviera que elegir a una única mujer con quien tener hijos, y luego nietos que poblaran ese nuevo planeta, yo te elegiría a ti. Sin dudarlo. Sería contigo.

 

Tertulianos carroñeros

20130512_205055

Foto de @mariam_otea

Es inútil. No se puede debatir con quien vive a la sombra del poder. Imposible aunar criterios, imposible alcanzar ningún acuerdo, imposible convencer. Son como esos pájaros que se alimentan de las garrapatas del gran rinoceronte. Mutualismo, lo llaman. Tú me quitas las garrapatas a mí, y yo a cambio te concedo un contratazo de publicidad institucional en tu medio, o te regalo una licencia de emisión a golpe de decretazo, o un puestecito en el departamento de comunicación del partido, o en la Agencia estatal de marras, o en la tele pública, o te haré merecedor de información privilegiada, o ya me acordaré de ti cuando te vengan mal dadas. A cambio, los pájaros garrapateros se ocuparán de mantener pulcra y brillante la imagen del rinoceronte. Así pues, haga lo que haga el poder, aunque rompa el país en mil pedazos, siempre estarán de su lado, defendiendo lo indefendible sin salirse ni un milímetro del argumentario que previamente (y bajo cuerda) les envían por mail. Y a falta de argumentos, cuando el enemigo dialéctico consigue ponerles entre las cuerdas, pasarán al plan B: torpedearán al contrario, menospreciarán al contrario, buscarán carroña del contrario y lo degollarán en portada o en prime time con las artes más sucias del periodismo. Aunque, eso sí, siempre haciendo gala de una educación exquisita, rayando la humildad. Y no les verás nunca levantar la voz. Y saben muy bien hacerse los ofendidos.

Lo malo es que muchos oyentes, o lectores, o televidentes, se dejan influenciar por ellos porque, con independencia de sus argumentos, se expresan con contundencia. Y eso, al espectador medio, le entra facilito por los ojos. Al espectador medio (sin criterio propio o con un criterio algo atontado por tal aluvión de datos e informaciones imposibles de digerir) la contundencia con que se expresan le acaba convenciendo. Y ese espectador luego vota. Y se cierra el círculo.

 

Efectos secundarios de las células madre

IMG-20130513-WA0002

Foto real de la crema en cuestión

La mujer volcó su bolso sobre el asiento hasta que encontró el monedero, me pagó deprisa, volvió a meterlo todo de nuevo en el bolso y bajó de mi taxi. Más tarde vi que, con las prisas, se había dejado olvidado un frasco ancho de cristal, una de esas cremas de tapa dorada para el cuidado de la piel. Nada más percatarme cogí el frasco y leí lo que ponía en la etiqueta: “Crema de contorno de ojos con células madre”. Nunca he creído en los poderes mágicos de esas cremas tan caras, pero aquello de células madre me sonó bien. Soy propenso a las ojeras, así que sin pensarlo abrí el bote y me apliqué la crema en las bolsas de los ojos. Sentí un frescor agradable. Nada más.

Luego continué como si nada dando vueltas con el taxi hasta que una chica de unos veinte años me levantó la mano. Detuve el taxi a su lado, subió, me indicó un destino y, al enfocarla en el espejo retrovisor sentí cierto instinto de protección hacia ella. La chica sacó de su mochila un minibrick de zumo de naranja, lo abrió, le pegó un breve sorbo y después lo mantuvo en la mano durante un buen rato. No sé bien cómo ni por qué, pero al ver que no continuaba con el zumo acabé diciendo: “¡Pero bébetelo, que se van las vitaminas!”. La chica se quedó de piedra y yo también. Acababa de soltar, sin poder evitarlo, la típica frase de madre. Pero ahí no quedó todo. Después de eso me fijé que la chica apenas llevaba una camiseta de tirantes y los hombros y los brazos desnudos. Ahí tampoco pude evitar soltar: “Habrás metido en la mochila una rebequita, ¿no? Que esta noche seguro que refresca…”. La chica no salía de su asombro; pero no podía evitar comportarme como una madre. Después llegamos a su destino y la chica, nerviosa, comenzó a buscar en la mochila el monedero. Y entonces dije: “¿A que voy yo y lo encuentro?” Ahí me di cuenta del efecto que surtía en mí aquella crema. Las células madre , al contacto con mis ojos, me hacían verlo todo como eso mismo. Como una madre.

Sin embargo, en los días siguientes el instinto (¿maternal?) me llevó a continuar usando aquella crema, aplicándomela cada poco en las bolsas de los ojos, y en el fondo me gustaba tratar a los usuarios de mi taxi como si fueran mis propios hijos. Y poco a poco, además, para sorpresa de los míos, me fui convirtiendo en mejor persona.

Pero ayer mismo se me acabó la crema. Se me secaron los ojos y ahora, no sé…

Me siento huérfano.

 

«El cáncer me salvó la vida»

El viaje Ecuador-París de Jean Pierre, francés de 44 años, hacía escala en Madrid. Tenía tres horas de espera y le apetecía conocer la ciudad, así que decidió tomar un taxi en el aeropuerto y que el propio taxista le hiciera de guía.

Jean Pierre tenía los ojos más vivos que he visto nunca. Se sentó a mi lado y en un perfecto inglés me pidió que improvisara destinos. Durante el primer tramo del trayecto me contó qué le había llevado hasta aquí, una historia que me dejó absorto: Jean Pierre fue mecánico de aviones militares en Francia hasta que, a la edad de 42 años, le diagnosticaron un cáncer terminal. El médico le dio seis meses de vida. Al conocer la noticia, vendió todas sus propiedades y, sin decirle nada a su exmujer ni a sus dos hijos, se dispuso a viajar por todo el mundo para aprovechar hasta el último aliento y hacer todo aquello que tenía pendiente. Nueva York fue su primer destino. Se instaló en Brooklyn y allí le dio por ejercer su afición frustrada: la pintura. Comenzó a pintar retratos de gente. En poco tiempo y contra todo pronóstico sus retratos comenzaron a tener éxito y se corrió la voz. Le pedían cada vez más retratos y le ofrecían cada vez más dinero por ellos. Según me dijo, ahora pintaba bien, tenía éxito, porque en sus trazos se notaba la claridad de quien le ha perdido el miedo a la vida.

En Brookylyn se enamoró de una marchante de arte. Ella no sabía que apenas le restaban dos meses de vida, así que optó por huir del dolor y viajó al sur. Se instaló en uno de los barrios más peligrosos de Quito, Ecuador. Sin embargo allí se sintió libre. «Nada mejor que tener cerca la muerte para vivir sin temor a nada», me dijo.

Pero el milagro llegó después. Volvió a acudir a otro médico, y este le dio la buena noticia: el cáncer había remitido. Ya no se iba a morir.

Ya han pasado dos años de aquello, y Jean Pierre sigue vivo, viajando, y viviendo de sus retratos. Esta misma tarde regresará a París para arreglar asuntos pendientes con su familia y después volverá a Broocklyn. A pintar y a reencontrarse con aquel amor.

……………………………………………………………………………………………………………………..

Nota: El tour y la charla duró algo más de una hora. Luego aparcamos el taxi y le acompañé a visitar el museo del Prado. Al despedirnos en la terminal 4 de Barajas me dio su teléfono y yo el mío («quiero volver con más calma y regalarte un retrato» me dijo). Nos dimos un abrazo y justo antes de marcharse me soltó una de esas frases que te hielan el alma: «El cáncer me salvó la vida».

Hoy no estaré para nadie

dedos sangre

Hoy no salí a trabajar con el taxi. Me quedé en casa, escribiendo. Y si hubiera tenido una reunión familiar, también me habría quedado en casa, escribiendo. O si hubiera tenido cita con el médico lo habría anulado para quedarme en casa, escribiendo. O si hubiera tenido un funeral. Incluso el funeral de mi mejor amigo. En ese caso también me habría quedado en casa, escribiendo. O si hoy mismo me casara. Anularía la boda. O si fuera el día de las elecciones, aunque mi voto cambiara el rumbo del universo.

Porque hoy sólo me apetece escribir. Sentarme y darle a la tecla hasta que me sangren los dedos. No tengo una idea exacta, tampoco importa. Es el pulso, la furia, retener a mi antojo la vida que se escapa a raudales. Suturar con palabras todas esas heridas. Descifrar el código PIN del alma. Estimular el clítoris de las musas mientras me cuentan historias al oído. Sentirme eterno, único, y retener ese instante por siempre, negro sobre blanco. Jugar a detener el tiempo. Jugar a crear un mundo dentro de otro mundo y yo manejando los hilos. Aunque el papel que imprima acabe en la basura. Aunque no me lea nadie. Eso no importa.

Humilde y egoísta a la vez. Surcando nuevas dimensiones. Hoy no estaré para nadie. El viércoles, tal vez.

Mi adicción al ruido

Callejeo por el centro con mi taxi hambriento. Resulta imposible escapar del ruido: Pitido WhatsApp, señal de mail, bip de mención en Twitter, de muro de Facebook, de mención en Instagram, otro WhatsApp, toca el claxon el de atrás: se abrió el semáforo. Suena Radio3 por los altavoces del taxi, una chica silba a otra chica que camina por el lado opuesto de la calle, el ruido de una Harley que se cruza. Otro WhatsApp. Me llaman de 20minutos, descuelgo, hablamos por el manos libres pero se corta. Mayo de 2013, cuarenta putos años de tecnología móvil y se siguen cortando las llamadas. Vuelven a llamarme y en el transcurso suena el pitido intermitente de otra llamada en espera: mi gestor. Cuelgo y descuelgo: No te olvides de traerme los cuatro trimestres del Modelo 130 para tu Declaración de la Renta. Cuelgo. Como a cien metros me levantan la mano dos japoneses. Freno a su lado, abren la puerta del taxi, plick, la cierra, PLOCK, me señalan un punto en su mapa: SOL, SOL. Acciono el taxímetro y comienzan a hablar entre ellos. En japonés. Otro WhatsApp. Éste es de mi novia. Leo: No me haces caso 🙁

Suena un pitido que no reconozco: «Apalabrados, su partida con MEGAPENE_26 expiró». A lo lejos se escucha el lamento urgente de una ambulancia. De frente, sirenas de policía. La manguera de un operario del Ayuntamiento soltando agua a presión. En la plaza de España, dos Agentes de Movilidad dándole al silbato como si no hubiera un mañana. «Pues yo creo que ha sido penalti», le grito a uno de ellos. Los japoneses siguen hablando. En japonés.

Suena un tema antiguo de Daft Punk. Subo el volumen. Bip de otro mail.

Me preguntarás por qué no silencio el móvil. Por qué no subo la ventanilla y apago la radio. Por qué no uso tapones para los oídos. Por qué no soy adicto al Orfidal. Pero la culpa no es del ruido. Soy yo y mi pánico al silencio. Mi pánico al olvido.

La paja en el ojo del ciego

Leyendo en la parada de taxis de Ortega y Gasset una biografía del guionista y director Willy Wilder, me topo con la siguiente anécdota:

Una historia muy querida por Willy relata la desventura de un amiguete cuyo padre lo descubrió mientras estaba masturbándose y le anunció que si lo hacía cincuenta veces más moriría. Aterrorizado, el chico cesó la práctica, pero sólo durante un día o dos; luego ya no pudo aguantar más y volvió de nuevo a las andadas. Acechado por la sensación de su muerte inminente, el chico empezó a señalar cada sesión en una hoja de papel, apuntando sus orgamos igual que un aviador de la primera guerra mundial hacía muescas en su avión, con la diferencia, claro, de que en este caso él era su propia víctima. Al principio, contaba Wilder, el chico se masturbaba un par de veces a la semana, luego sólo una. Finalmente, llegó a la señal cuarenta y nueve. Según Wilder: «Escribió una nota de despedida para sus padres en la que explicaba cómo había resistido; ahora se iba a la muerte y les rogaba que le perdonaran». Tras deslizar la carta bajo la puerta del dormitorio de sus progenitores, volvió al suyo y se masturbó hasta la muerte… pero no la muerte del cuerpo y el alma sino la de su fe en su padre: A partir de entonces, no volvió a creerse una sola palabra de lo que le dijera su padre.

En esto sube a mi taxi un padre con su hijo prepúber. Cierro el libro, el padre me indica un destino y acto seguido comienzan a hablar entre ellos. Por lo que escucho de su conversación el niño aún se encuentra en esa etapa límite de confianza hacia su padre, ese punto de inflexión entre el respeto y la duda. El caso es que aún no demostraba el típico gesto de quien ya conoce el noble arte de la masturbación, ese barniz en los ojos que delata la pérdida de inocencia, esa mueca de asombro suave, ese olor a disimulo.

El trayecto fue corto. Pagó el padre, que bajó primero del taxi, y al bajarse el niño le vi fijarse en una chica de uniforme de colegio, falda corta, pechos generosos, y entonces le agarré del brazo y le dije:

-Tranquilo. Diga lo que diga tu padre no morirás. Tampoco te quedarás ciego.

Para mi asombro, en lugar de asustarse, el niño me sonrió. Algo sabía.

 

Derechos inhumanos

Recuerdo a aquel niño: sus gestos, su mirada. Recuerdo que le costó un horror tomar asiento en mi taxi. Apenas podía andar. Tampoco hablaba con soltura. Su madre, sin embargo, se tiró todo el trayecto hablándome del niño. No sólo me contó los pormenores de su enfermedad, espina bífida abierta, sino también me habló de los cuidados que precisaba, así como de las intervenciones quirúgicas que llevaba a sus espaldas: siete. En cierto modo, parecía orgullosa de él, pero también de su faceta de madre coraje, entregada y sufrida. Aparte de aquello, de hablarme de su hijo sin yo dar pie a ello, llamó mi atención sus constantes alusiones a Dios («Si Dios quiere», «gracias a Dios», «un regalo de Dios», etc).

Recuerdo que esa misma noche, al llegar a casa, me dio por googlear «espina bífida abierta». Me sorprendió y apenó comprobar que era la más grave de las distintas variantes de espina bífida, que se formaba (o malformaba) en la segunda o tercera semana de gestación del feto y que, en el peor de los casos, el niño en cuestión estaba condenado a una vida corta y dolorosa.

El caso es que volví a recordar aquello transcurridos varios meses, a raíz de la última ocurrencia del Ministro de Justicia Gallardón: la nueva ley del aborto, según la cual cualquier malformación del feto no será motivo de aborto provocado. Es más, será ilegal.

Aquella mujer, en fin, pudo decidir tenerlo al igual que lo tendría con la nueva ley. Fue decisión suya y solo suya. Supongo que tuvo aquel niño (enfermo de por vida) movida por sus creencias religiosas. Supongo que ella es de las que piensan que su niño nació así porque Dios lo quiso (un Dios bastante hijo de puta, añado) y por eso, en ningún momento, se planteó abortar. Otras, en su caso, lo habrían hecho sin dudarlo. Con todo el dolor de su corazón, no me cabe la más mínima duda.

Sin embargo ahora, con la nueva ley, las mujeres que se lo puedan permitir tendrán que ir a Londres, como en tiempos de Franco. O tenerlo y condenarse, madre, padre y niño, a una vida ingrata. Por la gracia de Dios.

Dentro de otra piel

Cuando te encuentras en pleno proceso creativo de una gran obra, novela en mi caso, todo acaba girando en torno a ella. Tratas de respirar como respira el protagonista, observas el mundo a través de sus ojos y actúas tirando del hilo de su lógica. En mi caso resulta más raro y complejo aún, ya que el protagonista que elegí conduce un taxi, y yo también conduzco un taxi.

Así que ahora conduzco mi taxi embutido en otra piel, y trato a mis clientes tal y como haría el protagonista de mi novela, un tipo excéntrico, un crápula, y me fijo y anoto las reacciones de mis clientes porque esas sí que son reales.

Lo malo es que algunas veces me meto en su piel hasta tal punto que no desconecto del todo.

No es fácil, por ejemplo, que mi novia asuma la afición del personaje por la mala vida, o que frecuente locales de dudosa reputación. Yo lo hago para documentarme, claro. La novela es lo importante. Y si llego borracho a casa, oliendo a perfume barato, no es por mí. No es culpa de nadie.

……………………………………………………………………………………

Nota: Mi novia acabó contraatacando. Me dijo que ella, a su vez, estaba trabajando en otra novela protagonizada por una ninfómana sin escrúpulos. Lo raro es que, hasta ahora, no la he visto escribir ni una sola palabra, pero sale con más frecuencia que antes. En fin, que no sé cómo manejar este asunto. Se me va de las manos.