Hoy tengo que tomar una de esas decisiones que te cambian la vida. Me dieron una semana de plazo para pensarlo, y justo hoy era el último día. Lo fui dejando, confiado en mi instinto, y al final se me echó el tiempo encima. No sé vosotros, pero yo soy realmente malo tomando decisiones. Suelo actuar según me pide el cuerpo, y a menudo no soy consciente del charco en que me he metido hasta que ya es demasiado tarde. Me ha pasado con la tele, en numerosos programas de distintas cadenas, o con charlas para todo tipo de audiencias (llegué incluso a dar una charla sobre literatura en red en un geriátrico de Logroño). Me suelen llamar tipos que no conozco, normalmente temprano; descuelgo medio dormido o con resaca, me proponen acudir a tal o cual evento, les digo que sí, cuelgo, y dejo de pensar en ello hasta el momento justo que se enciende el piloto, o cuando me presentan y el público comienza a aplaudir. Es entonces cuando me pregunto: ¿qué coño hago yo aquí?
Sin embargo, la decisión que hoy me traigo entre manos no es cuestión de un solo día. Supondría dejar el taxi durante una buena temporada (el taxi es mío y el reglamento impide tenerlo parado más de un mes, así que tendría que contratar a un conductor). Por otra parte pagan bastante bien. Lo suficiente para vivir tranquilo unos cuantos meses más, tal vez un año (prorrogable incluso). Y haría lo que me gusta: escribir. Pero no para mí. Tendría que escribir para otros. Ahí el dilema. Y aún no sé si seré capaz de escribir sin el apoyo de mi taxi, sin esa musa inmortal que es mi taxi.
En unas horas me llamarán y me preguntarán ¿sí o no? Y sólo cabe una respuesta. O escribir para ellos o seguir siendo yo.
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Nota: Ahora me voy al bar. Las grandes decisiones siempre las tomo en los bares. Al olor de un buen whisky.