Archivo de octubre, 2020

Fresán y los siameses Bang-Bang

Hay autores a los que uno debe leer desordenadamente. Rodrigo Fresán es uno de ellos. El argentino nos puso la cabeza del revés con Mantra y La velocidad de las cosas. Había pulp, máscaras de lucha libre, misterios a lo Iker Jiménez (Fabio Zerpa, si eres del cono Sur) y una verborrea literaria que recordaba a Bob Dylan escupiendo sus letras recién convertido en un vagabundo del Dharma.

Podías vivir en las novelas de Rodrigo Fresán y no necesitar nada más. Podías leer a Ray Loriga y podías recordar a Félix Romeo y seguías leyendo a Rodrigo Fresán. Escuchabas a Andrés Calamaro antes de formar los Rodríguez, en la época en la que los vinilos sonaban raros en la Argentina porque no había material para hacer copias nuevas y tenían que fundir los viejos sin quitarles la galleta de papel.

Rodrigo Fresán me dejó una carta en Buenos Aires a través de Laura Ramos en su libro Corazones en llamas en 2002. Llevábamos los bolsillos llenos de euros, patacones y pesetas. Había un niño con una máscara de El Santo encerrado en el baño del avión. Rodrigo Fresán traducía y anotaba a John Cheever, a Morton Freedgood o Iris Murdoch. Fresán entendió la broma infinita de David Foster Wallace y los discos de los Pixies.

Leí Esperanto, con James Dean en la portada, leí Vidas de Santos pero no recuerdo cuándo. Sí que recuerdo estar leyendo Historia Argentina frente al mar Mediterráneo en una edición que se caía a trozos.

Fresán esperó a que naciera mi hijo y a que venciera a los números para recordarme que tenía pendiente su acercamiento a la ciencia-ficción El fondo del cielo. Lo he terminado estos días y sé que queda una trilogía esperándome. Es raro, una columna en la que uno habla de lo que está por llegar. Pero en Fresán el desorden es vida, nuestra y tuya. Es como pegar hojas en el calendario esperando que vuelvan tiempos mejores.

Lovecraft reloaded

Howard Philip vive y está en nuestras pantallas. El autor de Providence ha mantenido viva la llama de sus cultos paganos, de sus monstruos y divinidades con nombres impronunciables en la época de las redes sociales y la televisión de pago. Él, que no salió prácticamente de una habitación en casa de sus tías a lo largo de su vida, hoy sigue más vigente que nunca: los tentáculos tenebrosos se pueden ver como habitantes de planos terrenales en negativo en la exitosa Stranger Things de Netflix o de manera más evidente en la reciente Territorio Lovecraft que emite HBO. En ambas, este siglo XXI resiste al yugo digital a través del homenaje a la cultura pulp y, por ello, Lovecraft y sus mitos se resisten a desaparecer.

La décima temporada de American Horror Story avisa de que “las cosas están empezando a ir mal en la orilla” mientras unas manos surgen del mar y me hacen recordar Dagón, la secta del mar, el último trabajo de Paco Rabal y que llevaba a la costa gallega La sombra sobre Innsmouth. Y es que España y los españoles, considerados por Lovecraft como una de las razas inferiores- Howard era un racista sociológico que haría imposible su popularidad hoy día-, tiene una importancia notable en la mitología del autor americano, puesto que la única copia del Necronomicón -libro imaginario sobre el que se construyen todos sus mitos-se supone impresa en España en el siglo XVII y es fácil encontrar a bromistas que han creado una ficha real en distintas bibliotecas públicas a lo largo de todo el mundo.

Ese Necronomicón -del que existe en la ficción una copia en la Universidad de Buenos Aires, de la época en la que Jorge Luis Borges era el responsable de la misma- es parte fundamental del remake de Evil Dead en forma de serie en la segunda década de este siglo. Las adaptaciones al cine de su obra han sido hasta ahora irregulares -quizá lo mejor es cuando se han alejado de la esencia de la obra, En la boca del miedo de John Carpenter de 1994 o Re-Animator de Stuart Gordon, de 1985-pero recientemente y protagonizado por un histriónico Nicolas Cage hemos podido disfrutar de Color Out of Space, una acertada revisión del relato clásico del autor de Providence.

Así, los mitos de Cthulhu y sus distintas ramificaciones han sido antagonistas o presencias inquietantes en distintos productos audiovisuales: la primera temporada de True Detective tenía a El Rey de amarillo de Robert W. Chambers y el mito de Carcasona o las distintas adaptaciones del personaje de Mike Mignola Hellboy se enfrenta a elementos que parecen surgidos de En las montañas de la locura.

Guillermo del Toro, fan confeso de Lovecraft, hizo de El laberinto del fauno una especie de Alicia en el País de las maravillas pasado por el filtro de un devoto de Yog-Sothoth. Alan Moore utiliza los personajes en su serie limitada Providence y en su novela gráfica Neonomicon, hasta en la introducción de los dibujos animados de Rick y Morty uno puede encontrar a Cthulhu persiguiendo a los protagonistas.

En una sociedad de acceso casi total a la información, de globalización completa, puede parecer contradictorio que el terror invisible que surge de la mente de una persona aislada en su cuarto siga teniendo predicamento. Pero quizá si sustituimos la máquina de escribir por un teclado y las páginas de un libro inventado por fake news, las cosas dejen de parecernos tan fuera de lugar.

Nick Cave, el último dandy

Llegar a Nick Cave a los cuarenta es una buena manera de envejecer. En el instituto los que iban de negro llevaban cintas de The Birthday Party que compraban en exóticos catálogos por correo. Yo no entendía la pasión por esa voz gutural que salía de los desiertos de Tasmania ni aquella explosión noventera cuando amó y dejó a dos musas como PJ. Harvey y Kylie Minogue.

Cave estuvo en Berlín viendo hacia qué lado corría la gente cuando cayó el muro y en Brasil siguiendo el alucinado fantasma del tropicalismo, para acabar trasladándose a Inglaterra, el lugar perfecto para el último de los hijos de Lee Marvin. Allí grabó su mejor material, detuvo a los caballos salvajes y aprovechó su porte tísico para convertirse en icono de elegancia.

En este siglo lo atrapó la tragedia, uno de sus hijos gemelos falleció en un extraño accidente justo después del mejor LP de la carrera del australiano, Push the Sky Away. Sobrevivir a la muerte de un hijo es una broma cruel para el que marcó la línea que separaba la zona de malas semillas de la vida durante tres décadas.

Reconocido como poeta y novelista, hay tanta religión en sus letras que a veces parecen salmos más que canciones. Pero en la marmita burbujea el saturnismo, los demonios a los que acudía Robert Johnson o ese paganismo preartúrico que adora a las serpientes y a Elvis Presley por igual.

Nick Cave, muchacho punk de aguja y rosa en boca, tras dos documentales que buscan atrapar en ámbar el dolor y la gloria, ha terminado grabando sus temas al piano para una televisión de pago, Nick Cave Alone at Alexandra Palace, y publicando su obra lírica en un volumen que recoge las palabras que entona desde 1978 en cada uno de sus proyectos.

Nick Cave, casi dos metros de altura, es la distancia mínima entre dos personas que no quieran contagiarse en una pandemia. Nick Cave se ha convertido en la métrica que separa la salud de la enfermedad.

Sí, tengo dos copias en vinilo de este disco de Nick Cave.

Hay habitaciones para todos

Tengo un tocadiscos alemán de los setenta, una buena colección de tebeos de Marvel, algunos libros de segunda mano dedicados a otras personas. Tengo una mixtape con canciones de Miqui Puig, Leonard Cohen y Nico Fidenco, una biografía de un físico que tocaba los bongos mejor que los beatniks y puedo contaros la historia de cómo Peter Handke escribió en Soria el guión de El cielo sobre Berlín.

Conozco la misteriosa relación entre Avenida de la luz de Loquillo y Trogloditas y la Torre de los sietes jorobados de Emilio Carrere y una entrada arrugada de un concierto de Charly García en Buenos Aires en la primavera de 2002.

Guardo la dirección y el correo de todas las librerías de lance de España, los horarios de casi todos los rastros del mundo y una foto de Sean Connery firmada por Roger Moore.

Espero la vuelta de lo analógico pasando cintas de cassette a formato mp3 y escribiendo en redes sociales pequeñas historias que no ocurrirán nunca.

Soy un tipo contradictorio pero sincero. Sé que en la vida no siempre tienes lo que quieres, lo normal es que te acabes quedando con lo que no puedes esquivar.

Aún tengo marcas en la mano de cuando grapaba fanzines y a veces sueño con que Perico Delgado llega a tiempo al prólogo del Tour de 1989. En el cajón de abajo guardo media docena de máscaras de lucha libre mexicana y una camiseta que pone «Julio Iglesias fue el primer indie».

Una vez me escribió un correo electrónico Íker Jiménez y el día del cumpleaños de mi padre le di la mano al campeón del mundo Perico Fernández. Sé que no hay que sacar las figuras de su caja y qué te puede pasar si un zombi te muerde en el hombro.

Llevo un montón de llaves en el bolsillo porque en Motel Margot, como decía Andrés Calamaro, hay habitaciones para todos.

Motel Margot será un lugar para encontrar casualidades y rarezas de la cultura pop(ular), para recordar y para descubrir: series, tebeos, canciones, cromos y poesía. No hace falta reservar ni pagar por anticipado, este Motel Margot está abierto las 24 horas del día.