Llegar a Nick Cave a los cuarenta es una buena manera de envejecer. En el instituto los que iban de negro llevaban cintas de The Birthday Party que compraban en exóticos catálogos por correo. Yo no entendía la pasión por esa voz gutural que salía de los desiertos de Tasmania ni aquella explosión noventera cuando amó y dejó a dos musas como PJ. Harvey y Kylie Minogue.
Cave estuvo en Berlín viendo hacia qué lado corría la gente cuando cayó el muro y en Brasil siguiendo el alucinado fantasma del tropicalismo, para acabar trasladándose a Inglaterra, el lugar perfecto para el último de los hijos de Lee Marvin. Allí grabó su mejor material, detuvo a los caballos salvajes y aprovechó su porte tísico para convertirse en icono de elegancia.
En este siglo lo atrapó la tragedia, uno de sus hijos gemelos falleció en un extraño accidente justo después del mejor LP de la carrera del australiano, Push the Sky Away. Sobrevivir a la muerte de un hijo es una broma cruel para el que marcó la línea que separaba la zona de malas semillas de la vida durante tres décadas.
Reconocido como poeta y novelista, hay tanta religión en sus letras que a veces parecen salmos más que canciones. Pero en la marmita burbujea el saturnismo, los demonios a los que acudía Robert Johnson o ese paganismo preartúrico que adora a las serpientes y a Elvis Presley por igual.
Nick Cave, muchacho punk de aguja y rosa en boca, tras dos documentales que buscan atrapar en ámbar el dolor y la gloria, ha terminado grabando sus temas al piano para una televisión de pago, Nick Cave Alone at Alexandra Palace, y publicando su obra lírica en un volumen que recoge las palabras que entona desde 1978 en cada uno de sus proyectos.
Nick Cave, casi dos metros de altura, es la distancia mínima entre dos personas que no quieran contagiarse en una pandemia. Nick Cave se ha convertido en la métrica que separa la salud de la enfermedad.