Hay autores a los que uno debe leer desordenadamente. Rodrigo Fresán es uno de ellos. El argentino nos puso la cabeza del revés con Mantra y La velocidad de las cosas. Había pulp, máscaras de lucha libre, misterios a lo Iker Jiménez (Fabio Zerpa, si eres del cono Sur) y una verborrea literaria que recordaba a Bob Dylan escupiendo sus letras recién convertido en un vagabundo del Dharma.
Podías vivir en las novelas de Rodrigo Fresán y no necesitar nada más. Podías leer a Ray Loriga y podías recordar a Félix Romeo y seguías leyendo a Rodrigo Fresán. Escuchabas a Andrés Calamaro antes de formar los Rodríguez, en la época en la que los vinilos sonaban raros en la Argentina porque no había material para hacer copias nuevas y tenían que fundir los viejos sin quitarles la galleta de papel.
Rodrigo Fresán me dejó una carta en Buenos Aires a través de Laura Ramos en su libro Corazones en llamas en 2002. Llevábamos los bolsillos llenos de euros, patacones y pesetas. Había un niño con una máscara de El Santo encerrado en el baño del avión. Rodrigo Fresán traducía y anotaba a John Cheever, a Morton Freedgood o Iris Murdoch. Fresán entendió la broma infinita de David Foster Wallace y los discos de los Pixies.
Leí Esperanto, con James Dean en la portada, leí Vidas de Santos pero no recuerdo cuándo. Sí que recuerdo estar leyendo Historia Argentina frente al mar Mediterráneo en una edición que se caía a trozos.
Fresán esperó a que naciera mi hijo y a que venciera a los números para recordarme que tenía pendiente su acercamiento a la ciencia-ficción El fondo del cielo. Lo he terminado estos días y sé que queda una trilogía esperándome. Es raro, una columna en la que uno habla de lo que está por llegar. Pero en Fresán el desorden es vida, nuestra y tuya. Es como pegar hojas en el calendario esperando que vuelvan tiempos mejores.