Archivo de enero, 2021

La arriesgada rutina de respirar en las ciudades

Da un tiempo a esta parte algo de lo que antes considerábamos vivencial se está convirtiendo en riesgo vital. Es nuestra escala de necesidades, respirar es la primera; nuestras células y el organismo en general lo requieren para proporcionarse la energía que los mantiene, simplificando mucho. Respirar se asimila a aire, eje vital de todo. En la antigua ciencia y filosofía griegas, el aire era uno de los elementos básicos, casi como una fuerza universal que acompañaba a las otras: agua, tierra y fuego. Como Aristóteles tuvo mucha influencia en las filosofías siguientes, la cosa duró hasta el Renacimiento. Por aquellos tiempos, más o menos, Galileo y otros notaron que el asunto era más complicado. Así, resumiendo demasiado quizás, llegamos a la segunda mitad del siglo XVIII. Entre Joseph Priestley (el descubridor del oxígeno imprescindible en la respiración y las combustiones, además de otros gases) y Antoine Lavoisier (se fijó en el comportamiento del oxígeno y reconoció el nitrógeno, para todo formó equipo con su mujer Anne-Marie Paulze), y otros coetáneos como C.W. Scheele o Daniel Rutherford, concluyeron que el aire es una mezcla de gases más o menos activos. Esto no es nada más que una incompleta pincelada para decir que las pasadas investigaciones científicas descubrieron nuevas propiedades del aire. Ahora, las nuevas nos alertan de que el aire que respiramos debe tener unas cualidades determinadas para no provocarnos daños. Nos lo han repetido cada día con la pandemia y los aerosoles. En lugares mal ventilados, el riesgo de sufrir impactos por la calidad del aire aumenta considerablemente; el aire inspirado difiere del espirado, si el primero contiene cada vez más proporción del segundo la cosa se complica. Por eso se recomienda la ventilación continuada y que se utilicen medidores del dióxido de carbono como alerta de calidad, o filtros de diversos tipos.

En las ciudades, asimiladas a organismos construidos con múltiples vectores y sujetos a imponderables a veces no deseados, la calidad del aire es uno de los parámetros que las convierten en más o menos saludables. Si admitimos lo de organismo, el aire inspirado por los seres vivos, como en el caso de la habitación de antes, está cargado de elementos peligrosos, o en proporciones inadecuadas. Las boinas de aire contaminado que se pegan en las ciudades valdrían como ejemplo, el color grisáceo/marronáceo algo querrá decir, debe contener dióxido de nitrógeno en proporciones elevadas. El aire troposférico ya no es lo que era, como se encarga de recordarnos la Agencia Europea del Medio Ambiente.

(Mariscal/EFE)

Hace tiempo que se instalaron en lugares diversos de las ciudades, enclaves críticos se podría decir, unas estaciones de medición que vigilan en tiempo real diversos parámetros del aire (dióxido de nitrógeno-NO2; monóxido de nitrógeno-NO; dióxido de azufre-SO2, ozono troposférico-O3, y alguno más en según qué estaciones; además de las partículas en suspensión). Entre todas estaciones, parece que son 600 en España y unas dependen de ayuntamientos y otras de gobiernos, constituyen una Red de vigilancia de calidad del aire. Con los datos que proporcionan y algunos más se elaboran parámetros de calidad. Si las cosas van mal se generan una serie de alertas, si bien estas suelen llegar con retraso y no siempre están incardinadas en un plan de prevención establecido. Por si alguien tiene curiosidad en el asunto, nos atrevemos a decir que conocer la calidad del aire es un ejercicio de ciudadanía, la Web de Ecologistas en Acción es un buen lugar para informarse; por eso de ser independiente de las distintas administraciones. Recordemos que elabora informes anuales que dejan en bastante mal lugar a demasiadas ciudades españolas en el problema de la calidad del aire y su gestión.

Los habitantes de Madrid y quienes atendemos a los informativos ya barruntábamos que esa boina de la capital posterior a las nevadas no era cosa buena; nos decían que la culpable era la inversión térmica, sin más explicación. Ahora nos enteramos de la capital es la ciudad europea con la peor calidad del aire, si nos atenemos a algún parámetro. Que la polución capitalina era peligrosa ya fue objeto de denuncia ante el Tribunal de Justicia Europeo, intención demandante que recogía 20minutos.es en julio de 2019. El Estudio de salud urbana en 1.000 ciudades europeas es un buen motivo para estar informado. Es un aporte de El Ranking ISGlobal de ciudades, un proyecto de investigación liderado por investigadores del ISGlobal de Barcelona que tiene como objetivo estimar los impactos en la salud de la planificación urbana y del transporte en 1.000 ciudades europeas. En su desarrollo evalúa distintas exposiciones ambientales que tienen que ver con la planificación urbana y del transporte (como la contaminación del aire, el ruido del tráfico rodado, la exposición a espacios verdes y los efectos de isla de calor). Si bien en esta primera fase, cuyos resultados se han publicado en The Lancet Planetary Health se centra en la contaminación del aire, uno de los principales factores de riesgo de enfermedad y muerte en todo el mundo. Lo concreta en ciudades de más de 31 países europeos, con varios datos a partir de 2015. Se fijan especialmente en partículas finas (PM2,5) –en este caso afirma que el 84% de los habitantes de estas ciudades están expuestos a niveles superiores a los que marca la OMS-  y en dióxido de nitrógeno (NO2). Se estimó que, en 2016, más de 400.000 muertes (equivalentes al 7% de la mortalidad anual) en Europa se podían atribuir a la exposición acumulada a las partículas citadas mientras que más de 70.000 muertes (equivalentes al 1% de la mortalidad anual) fueron atribuibles a la exposición al dióxido de nitrógeno. Es más, el informe afirma que reduciendo drásticamente los niveles de las primeras se podrían evitar 125.000 fallecimientos al año y otros 80.000 limitando el porcentaje del segundo.

Las investigaciones han elaborado, mediante el algoritmo adecuado, una clasificación de la contaminación del aire y han asignado una puntuación de carga de mortalidad a cada ciudad. Las puntuaciones tienen en cuenta las tasas de mortalidad, el porcentaje de mortalidad evitable y los años de vida perdidos por cada contaminante del aire. Así aparecen relacionadas las de mayor/menor carga de las partículas finas citadas en su aire respirado por sus habitantes y del idéntico modo las que padecen concentraciones mayores o menores de dióxido de nitrógeno; son medias anuales. Si miramos con detenimiento en la Web comprobamos que en ambos casos las ciudades del norte de Europa tienen la mejor calidad del aire, sin duda debido a factores diversos que sería prolijo detallar, algo que sí hace el artículo citado. Pinchando en cada ciudad se despliegan de forma pormenorizada los valores, de cada uno de los cuales se ofrece la pertinente información. Un rápido vistazo por la lista nos muestra que Reikiavik en Islandia y Tromso en Noruega tienen tan pocas partículas el aire que esta carga no causa ninguna muerte sobrevenida ni con los parámetros OMS ni con los niveles más bajos que asigna el estudio. En el lado opuesto, varias ciudades italianas del norte tienen la mayor cantidad de partículas dañinas, siendo Milán la que tendría el mayor número de muertes evitables.

(EFE)

En el asunto del dióxido de nitrógeno, el área metropolitana de Madrid se sitúa en un deshonroso primer lugar, recordemos que los datos no son de ahora, acompañada de Amberes, Turín y las áreas metropolitanas de París, Milán y Barcelona. En el extremo opuesto, ganan, en este caso así se puede calificar, las ciudades del norte de Europa –en este asunto de la contaminación del aire los habitantes de Tromso, esa ciudad noruega de poco más de 70.000, son unos suertudos pues además disfrutan como nadie de las auroras boreales al estar por encima del círculo polar ártico-. En buen lugar aparece alguna irlandesa. Teniendo en cuenta estos dos parámetros, hay que pensar especialmente en el número de muertes evitables; habría que ver cómo influyen los otros óxidos, el ozono o diferentes gases como el metano cada vez más presentes en porcentajes en la composición del aire.

Pero vamos a centrarnos solamente en España. Con las prevenciones que hemos apuntado, el algoritmo tiene en cuenta variables como número de habitantes y otras, en partículas finas el mayor porcentaje se da en la Línea de la Concepción, seguida por el área metropolitana de Barcelona, Santander, Cádiz y Zaragoza. En el final de la tabla, encontramos Ávila, Cuenca, Cáceres y el área metropolitana de Granada. Si nos fijamos en el NO2, el primer y segundo lugar lo ocupan Madrid y Barcelona; un mal ejemplo sin duda. En el extremo contrario aparecen Lorca, Ponferrada, Chiclana de la Frontera…; quienes esto lean que sigan buscando para ver dónde encuentran la suya.

Todo esto no en una foto fija, tampoco se trata de señalar culpables ni echar reprimendas; bueno, esto último sí pero para invitar a la mejora. No podemos permanecer impasibles ante titulares como el que mostraba el pasado 20 de enero 20minutos.es de que Madrid y Barcelona estaban entre las ciudades europeas con más muertos por polución, aunque daba buenas noticias para Barcelona en el año 2020. Recordamos los desmentidos municipales que se pronuncian cada año que Ecologistas en Acción publica sus listas. De entrada hay que decir que si las autoridades españolas tuviesen en cuenta la salud y las muertes evitadas, deberían pensar ya en que es un elevado peaje, en que hay que abordar de forma drástica políticas reductoras de la contaminación del aire urbano; también la ciudadanía tiene algo que aportar. De estos últimos quehaceres también incluye sugerencias la Web de El Ranking ISGlobal de ciudadesAquí lo dejamos expuesto, para quienes quieran mejorar las posiciones, para que respirar en una ciudad no sea un ejercicio de alto riesgo acumulado. ¡Suerte en el empeño!

(ACN / Nazaret Romero)

El caro cambio climático saldrá ruinoso

Caro es tanto lo que mucho cuesta como lo que supone u ocasiona dificultad y sufrimiento. El cambio climático se encontraría ya dentro de la primera acepción, pues requiere enormes gastos, si bien viene impregnado cada vez más de la segunda. Tantos efectos tiene que si no le ponemos valor resultará ruinoso en sí mismo, nos arruinará y destruirá algo muy preciado, bien sea en forma de bienestar o de horizontes generacionales, que es uno de los menesteres sociales más profundos. Asociar caro a querido, como hacen los italianos nada pega aquí, más bien será odiado, o ignorado, que también es una manera de despreciar, aunque suave y poco comprometida.

Hasta hace muy poco los desastres ambientales, vamos a llamarlos desperfectos si se quiere, no eran considerados como capitales gastados en las diferentes maniobras humanas. Pero cada vez más salen a la luz en forma de efectos perversos de tal o cual fenómeno atmosférico; eso sí, siempre limitados a las afecciones a las personas o sus propiedades. Por eso, frente a la situación difícilmente manejable, hay que poner en marcha estrategias new deal verdes, más progresivas y ambiciosas que las que plantea la Unión Europea, que al menos parece que quiere ser avanzada.

“No basta con imponer impuestos verdes”, asegura el economista Paul Krugman, premio nobel de Economía 2008. Añadimos nosotros que son necesarios, pero apenas representan una pequeña parte de un todo, y corremos el riesgo de desincentivar a los creyentes y exonerar a los escépticos, que ya se ven como redimidos de sus culpas y tienen un nuevo motivo para despotricar de los gobiernos ecologistas. Jason Hickel, una voz muy acertada en sus análisis antropológicos, alerta en Less in more de que el hipercreciente capitalismo vigente ya está al acecho de América latina y África, y no precisamente para llevar un pacto verde. Por cierto, quienes desean tener una perspectiva de si han cambiado o no los postulados que justifican lo caro que resulta el cambio climático, y comprobar sus acuerdos o desacuerdos, pueden leer el artículo Building a Green Economy que Krugman publicaba en The New York Times en abril del año 2010.

No resulta sencillo reconvertir una vida global, dentro de la inercia internacional, para disminuir la velocidad del cambio climático, que ya está aquí. Cómo será dentro de un tiempo, difícil de prefijar, depende del valor que demos a nuestras acciones u omisiones. Siempre resultará caro, por el esfuerzo que supondrá después de tantos años de manga ancha en la percepción colectiva de las afecciones ambientales. Casi nadie duda que muchas de estas agresiones han sido inducidas por la dinámica productiva y empresarial dominante desde la revolución industrial; antes ya hubo atropellos varios. La relación coste-beneficio no valoraba las internalidades de los procesos productivos o consumistas; había que crecer como fuera y así “procurar bienestar” a cuanta más gente mejor. La verdad es que el cambio operado desde entonces ha sido brutal; se puede decir que una buena parte de las personas ha mejorado sus niveles de vida, su salud y muchas más cosas. Bien, nadie lo discute. Pero ahora hay que mirar los procesos de otra forma. Ya no se trata de producir sin más, sino de saber qué cantidad de cada cosa se necesita. Por supuesto que eso supone dificultades pero no hay otra opción. Los procesos productivos salen demasiado caros en modificación climática y vulnerabilidades sociales; no digan los incrédulos que es una casualidad.

Vayamos con algunos datos: los diez mayores deterioros relacionados con episodios meteorológicos abruptos, interconectados con el cambio climático, fueron valorados económicamente en más de 120.000 millones de euros durante el año pasado. A la cabeza los daños causados por los huracanes en Estados Unidos, América central y el Caribe.

Imagen aérea de daños causados por el huracán Dorian en la isla Gran Ábaco, en Bahamas. (Paul Halliwell / MINISTERIO BRITÁNICO DE DEFENSA / EFE)

Otro ejemplo más: el ciclón Amphan que descargó con dureza en la Bahía de Bengala en mayo provocó pérdidas valoradas en 13.000 millones de dólares en tan solo unos días; los muertos superaron el centenar y los desplazamientos afectaron a casi cinco millones de personas. Hay desastres prolongados en el tiempo como sucedió con las inundaciones de China e India entre junio y octubre, que tuvieron un costo estimado de 32.000 y 10.000 millones de dólares respectivamente. Qué decir de los dos ciclones extratropicales que sacudieron Europa y tuvieron unos costes provisionales cercanos a los 6.000 millones de dólares. Pero es que esas estimaciones dinerarias se refieren únicamente a destrozos en propiedades, servicios o bienes públicos. Faltan los daños morales a la población y los desplazamientos masivos que provocan; además de unas rupturas sociales que tardan en recuperarse o no lo hacen nunca.

Trabajos para retirar los restos de un árbol derribado por el ciclón Amphan en en la localidad india de Bokkhali. (PIYAL ADHIKARY / EFE)

Hay un escenario muy visible y a pesar de eso menospreciado: los graves perjuicios a la salud humana. De ello se ocupaba un artículo publicado en The Lancet hace poco más de un año en unos escenarios que valoraban tanto la adaptación, planificación y resiliencia para la salud como las actuaciones de mitigación y cobeneficios para la salud, además del análisis de indicadores en otros tres aspectos básicos: impactos, exposiciones y vulnerabilidad del cambio climático; economía y finanzas; y participación pública y política. Solamente en la sección 3, daba todo detalle del alcance de las emisiones en la salud: “el cambio climático ya ha impactado la salud humana y requiere una respuesta urgente, tanto en términos de adaptación sanitaria como, lo que es muy importante, en mitigación, para minimizar los efectos futuros del cambio climático”. ¿Cuál es su precio? ¿En qué moneda real o imaginada?

Volviendo a lo caro que sale el cambio climático inducido por la acción antrópica, decía el mismo artículo que “El costo económico proyectado de la inacción para abordar el cambio climático es enorme. Por ejemplo, en comparación con mantener un límite de 2 ° C, se espera que los costos de calentamiento de 3 ° C alcancen los cuatro  billones de dólares por año para 2100 (alrededor del 5% del PIB mundial total en 2018), y los costos económicos totales de un aumento de 4 ° C se estiman en 17,5 billones de dólares (más del 20% del PIB en 2018)”. Insistía, como se ha hecho desde muchos ángulos de la ciencia y la economía que “la inversión para mitigar el cambio climático reduce sustancialmente estos riesgos y genera más beneficios económicos”. Ahora mismo, cuando estamos en plena ola de frío –episodio ligado sin duda al cambio climático- en la península Ibérica nos preguntamos cuánto costará reponer los daños materiales; los otros no se restañan con facilidad. No se solucionan con la conveniente declaración de zona catastrófica cada vez que hay un impacto brutal en bienes y servicios.

En este limbo de despiste, los ciudadanos no entendemos lo que significa riesgo como regulador de vida personal y colectivo; a la vez las administraciones tienen mucho que aprender en la gestión de emergencias, lo de anticiparse aquí cuenta poco. Prevenir se conjuga peor que socorrer, y esto también es manifiestamente mejorable. Aunque nada más fuera por cuestiones de economía social, también para evitar el despilfarro especulativo, habría que aliarse para mitigar y adaptarse al creciente cambio climático. Lamentamos ser tan insistentes con estas llamadas de atención, pero carecemos del márquetin publicitario que la ocasión exigiría. Al final, o al principio de todo, se trata de vender bien la causa climática paca conseguir el mayor número de adeptos y que disminuya la magnitud de las incertidumbres; nos apuntamos a esta sugerencia de Krugman. Pero la tarea es difícil y lenta, y hay prisa. Además los incrédulos, o interesados en que nadie se entere de nada, permanecen impasibles cual roca dura. Sepamos todos, contando solamente las cuentas dinerarias, sin interiorizar los traumas a las personas y los impactos en la biodiversidad, que el cambio climático nos puede llegar a ruinar –destruir a pedazos o reducir a cenizas- una parte de la esencial vital si no andamos listos y actuamos pronto. Hay que ser así de resumido y contundente, aunque te tilden de alarmista.

Renovación del siglo como odisea ‘odsiana’

Por momentos parece una misión imposible; mejor lo dejamos en parcialmente improbable. Sabemos lo pesado que resulta a la persona que lee que se aluda constantemente a lo que marca la RAE (Real Academia Española) cuando quien escribe no sabe por dónde empezar, recurso que se utiliza para justificar un artículo o parte de él. Es el subterfugio que empleamos quienes carecemos de determinadas destrezas literarias. Disculpas y ahí vamos. El primer significado que la RAE asigna a imposible es no posible. Sin embargo, en el cuarto introduce un matiz de retórica que alude a que “lo será seguramente si antes sucede o no algo que cambie el discurrir de las cosas que en principio no estaban en lo posible”; por ahora, añadimos nosotros. Además, en la expresión coloquial se tiene en cuenta el hecho de que hacer los imposibles es embarcarse en apurar todos los logros para alcanzar un fin. Ahí queríamos llegar e invitar al reto.

Cuando se formularon, se acogieron, los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) allá por 2015, se les puso el horizonte 2030 para alcanzar unos determinadas fines. Se desató una especie de euforia mundial, como si el simple enunciado ya supusiese haber llegado a la meta. Se diseño un pin multicolor en forma de corona circular para identificarlos. Muchas personas se lo colocaron cerca del corazón; nuestro presidente Sánchez entre ellos. La letra de los ODS quedaba bien pero hacía falta enlazarla en una melodía, con sus diversos movimientos más rápidos o lentos. Sin embargo, no faltó gente que conjeturaba que sería imposible. La duda estaba justificada pues el punto de partida era muy dispar en cada territorio, país y continente, y ámbito. Además se pretendía que todos los países, los sectores poblacionales dentro de ellos, llegasen a la meta al mismo tiempo, más o menos.

El pin que llevó Pedro Sánchez en la solapa. EFE

Queda justo una década para esa misión (im)posible se haga realidad. Por si la dificultad no fuera pequeña, llegó la pandemia y destrozó proyectos comenzados, caminos que apenas se empezaban a trazar. Las mismas organizaciones impulsoras del proyecto ODS limitaron el volumen de sus voces, casi enmudecidas por los efectos perversos de la covid-19, sacudidas en su corazón por el sufrimiento de los millones de afectados. Todo esto que nos ocurre nos ha llevado a ser conscientes de que vivimos en la sociedad del riesgo, no en la del bienestar como tantas veces se nos había prometido. Más bien, seamos sinceros: se podría decir que todos los días nos despertamos con una nueva realidad, y cuesta interpretarla. Pero la cima de los ODS está ahí, invitándonos a que la alcancemos, planteándonos un reto pequeño o grande, particular o colectivo. Este blog es un catalejo para ver el año 2030. Alcanzar del todo lo imaginado o quedarse a una distancia mínima significará sin duda que valió la pena caminar hacia la utopía. Pero hay que avisar que nada es sencillo, pues los riesgos son inherentes a la existencia humana y planetaria.

Este 2021, en el que tantos deseos se esperan, se cumplen 35 años de la publicación de Ulrich Beck La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad. Ha sido traducido ya a más de 30 idiomas; parece ser que el asunto interesa pero, ¿qué será la nueva modernidad? ¿Acaso la nueva normalidad de la que tanto se habla? Este concepto se ha empleado para decirnos que significará haber superado la pandemia, pero Beck no pensaba en eso. Ahora la distribución de la riqueza a la que aludía el sociólogo alemán ha mejorado algo, con la ayuda de tecnologías diversas y políticas comprometidas de gobiernos, organizaciones internacionales y diversas ONG. Y, por qué no decirlo en voz alta, con el concurso, sin haberle pedido opinión, de una atropellada naturaleza.

Pero claro, lo bueno no siempre lo es del todo pues muchas veces viene acompañado de desperfectos varios: la fuerte intromisión en los ciclos propios de un sistema complejo como es la naturaleza no ha hecho sino aumentar los riesgos inducidos. En primer lugar en la propia naturaleza. Pero como nosotros somos parte de ella, no tardaremos en sentir sus efectos. La percepción del riesgo vs seguridad lleva de calle a quienes se han dado cuenta de que vivimos en un mundo pleno de incertidumbres. Hay quien asegura que esa percepción del mundo incierto será la más válida enseñanza que nos dejará la actual pandemia. Sin embargo, mucha gente o poderes comerciales y públicos no escuchan, o miran para otro lado. Otros opinan que el mejor aprendizaje será la consideración del poder del trabajo colectivo, coordinado; en este caso impulsado por la colaboración en la búsqueda de la vacuna. Al tiempo. ¿Serán los ODS el camino ideal para amalgamar incertidumbres con el trabajo colectivo? Merece la pena intentarlo pero hace falta componer la sinfonía. Comienza una nueva odisea, esta vez mucho más compleja que la que relataba Homero; esperamos que los personajes sean menos embusteros que Ulises, que lo era mucho al decir de Indro Montanelli en “Historia de los griegos”.

La renovación tiene por delante la búsqueda de remedios consistentes a la necesaria nueva realidad: la amortiguación de las desigualdades; la reforma del capitalismo para que congenie más con una democracia participada; la transformación de las estructuras de poder para que la élite de quienes deciden y gobiernan se aproxime a la comunidad de afectados; la amenaza de la polarizaciones, esas que la pandemia no ha hecho más que evidenciar e intensificar; el ejercicio de la discrepancia para encontrar coincidencias; el creciente desafío del cambio climático; la revolución sanitaria permanentemente pendiente; la consolidación de una sociedad que valore y potencie el papel de los cuidados sanitarios y sociales porque han alcanzado el estatus de responsabilidad colectiva; el aseguramiento de una educación de calidad en todo el mundo; la coherencia entre la presión para producir y el derecho a un consumo más justo y sostenible; las ciudades del futuro y sus estrategias de movilidad sostenible; la recuperación de papel sanador de una naturaleza olvidada; y muchos más, siempre distinguiendo entre los soportables por el momento y los que no lo son. Algo así, al menos en el espíritu, de lo que decía la campaña sobre sostenibilidad de una gran cadena comercial: Instrucciones para dar vida a un mundo más justo. O si lo preferimos “Estímulos para la compleja respuesta al estado del malestar”, que se extiende como una plaga a diferentes niveles, con variadas intenciones. Se trata, en suma, de asegurar unos mínimos vitales irrenunciables, conscientes de que estamos sometidos a limitaciones y dependemos cada día más los unos de los otros. Alguien lo simplifica que hay que repartir mejor los riesgos y la riqueza. Habría que explorarlo. En cualquier caso, se necesita más que nunca un pensamiento social.

Hará falta una aportación continuada de la sociología para situarnos en esta sociedad del riesgo de la que hablaba Beck. Alguien dijo: o salimos juntos de esto o no salimos. Para ello deberemos iluminarnos con la luz del compromiso social y poner en cuestión el crecimiento del PIB como regulador de vida, tal cual hace una y otra vez Jason Hickel, a menudo discutido por la ortodoxia económica. Cuando menos nos dejó una idea para no olvidar y darle alguna vuelta de pensamiento en este tránsito hacia los ODS: La pobreza global no es una característica natural del mundo, sino un producto político.

En consecuencia, no podemos abordar el futuro con estrategias del pasado, esas que nos ha llevado hasta aquí. No importa empezar a dibujar el diferente siglo XXI en el año 2021. ¿En qué estaría pensando Yuval N. Harari cuando escribía 21 lecciones para el siglo XXI? Seguro que le empujaban la adaptación al cambio climático y otras incertidumbres sociales. ¿Qué querrá decirnos Jeffrey Sachs en La era del desarrollo sostenible? Sin duda anotará algo acerca de que la economía mundial no está creando justicia social. Aquí la entrada a un vídeo de una conferencia que pronunció en la Universidad Complutense de Madrid hace unos cuatro años en la que aprovechó para animar a la acción de la universidad en este cometido.

En fin, ¡Qué al año que ahora empieza permita un fuerte impulso global a la odisea odsiana?, que a todos nos alcance.

Tonifica hablar de las olas de calor en invierno

Calor es lo que hace o lo que siento; ¡He ahí la cuestión! Por mi parte, noto el calor que hace y añoro que la gente no lo perciba como yo, o lo disimule. Sentir es apreciar y en muchas ocasiones esta circunstancia, a la vez física y mental, transitoria si se quiere, va ligada a lamentar. Así pues, no siempre coincidimos con la gente conocida en el asunto del estado del aire en un día determinado, que nos afecta según y cómo. Es una cuestión que cada cual la ve de una manera; a no ser que la cultura meteorológica se haya viralizado, que parece que no lo es por el momento. Para comprobar si sí o no, solamente deben estar atentos a las multiconexiones que las cadenas televisivas hacen con sus corresponsales en los distintos territorios para hablar del tiempo, limitado a una anécdota de un día concreto en un momento preciso con un fin determinado: casi nada de nada. Así no hay manera.

Digamos sin ambages que el tiempo meteorológico real, definido por una serie de variables que son comunes en todo el mundo científico, como se encarga de recordarnos a menudo la OMM (Organización Meteorológica Mundial), no logra escaparse de la subjetividad. Incluso en el apartado del calor del aire, ese del que entendemos mejor algunos datos incuestionables  traducidos a temperaturas. ¿Tendrán la culpa los termómetros de ambiente instalados en las ciudades?, pues casi nunca marcan lo mismo que el vecino, debido sin duda a problemas de sensibilidad en el aparataje o por el lugar donde están ubicados.

Se preguntarán por qué hablar del calor en este enero invernal, máxime cuando en celebraciones familiares se han debido ventilar tanto las estancias, pasar frío, para evitar la transmisión del coronavirus. Habrá gente que lo considerará un entretenimiento absurdo. Pero no. Todo viene a cuento porque hay que enterarse de cómo está cambiando el clima global; y el aumento de la temperatura es uno de los más certeros indicadores.

(GTRES)

Para centrar el tema no sirve con que el móvil se lo diga y les adelante previsiones. Es mejor entrar en la web de la Aemet (Agencia Estatal de Meteorología). De tal forma se ha renovado, ofrece tantas entradas de interés, que no está de más dedicarle un tiempo, no decimos cada día pero casi. Así centraríamos nuestra subjetividad y podríamos hablar con propiedad y no confundir tiempo y clima, desviación que es más común de lo que debería. Para comprobar esto último solamente hay que prestar atención a lo que se dice en los medios de comunicación, en parte en las conexiones con esas corresponsalías de las que hemos hablado antes. Volvamos a la Aemet pues nos facilita el conocimiento de varios parámetros del tiempo real, con datos muy recientes, en muchas estaciones distribuidas por toda España, quizás una donde usted tiene su residencia. Distingue entre observación y predicciones por localidades. Temperaturas, precipitaciones, viento o presión atmosférica son los más visibles compañeros (condicionantes) de la vida cotidiana; cambian a menudo y conforman lo que cualquiera debe entender como tiempo, al margen de la subjetividad de cada uno; eso sí, referido a un periodo corto en un lugar determinado. En ese territorio, tanto la naturaleza como las personas se ven influenciadas a menudo por el ritmo de las variables meteorológicas, del tiempo que duran los distintos tiempos.

Recientemente, la Aemet recogía que las olas de calor en España se habían duplicado en la última década, que durante el decenio 2001-2020 casi se han duplicado las olas de calor, la misma progresión se ha medido en los días al año con episodios extremos en relación a décadas anteriores. En 2020, los cinco primeros meses han sido los más cálidos desde que hay registros para llegar a un verano que había supuesto el de mayor estrés térmico en el sur peninsular, que a la vez fue el sexto año consecutivo en el que se dieron temperaturas extremas más altas de lo normal; en él se produjeron dos olas de calor. Otra: nueve de los diez veranos más cálidos desde 1965 han tenido lugar en el siglo XXI. La agencia destaca que el fenómeno del aumento de las temperaturas, como el cambio climático, afecta también a Europa. Claro, nos vivimos en un escenario global, del que pocos países todavía se salvan. Ya no consuela aquella greguería de Gómez de la Serna que decía que “El ventilador afeita la barba al calor”

(EUROPA PRESS)

Quienes sigan los medios de comunicación de España o internacionales se habrán sorprendido de titulares que hablan en términos inquietantes sobre las olas de calor: mientras que en la última década se han medido en España 79 récords de temperaturas bajas, en alguna estación se han recogido 1.430 de temperaturas altas nunca vistas en determinada estación; noviembre de 2020 ha sido el más cálido de la última década en el mundo, según The Copernicus Climate Change Service de la UE; el hemisferio norte ha registrado el verano más cálido de la historia; el Valle de la Muerte (California) batió este verano el récord de temperatura máxima (55 ºC) en el planeta desde que hay registros fiables los 38 ºC, en realidad desde 1931; en Siberia, se ha dado el récord en las espacios del Círculo Polar Ártico. Seguro que los estamos apabullando, pero es que hay gente que no cree lo de las olas de calor. A estos les diremos además que la OMM (Organización Meteorológica Mundial) asegura que el Ártico se está calentando a aproximadamente el doble del promedio mundial. Y así podríamos llenar líneas y líneas con datos, registros e informaciones que justificar que el cambio climático, en sus múltiples manifestaciones, fuese un eje central en las políticas activas de los gobiernos, que por lo que se ve también están impregnados de subjetividad atmosférica; y eso que ya no vocifera el señor Trump sobre el asunto.

Pero hay que insistir en el aumento de las temperaturas. Nada mejor que acudir a Global Climate Change . Localice su localidad o cualquiera que interese en el mapa interactivo que proporciona, para enterarse de cuánto se ha incrementado allí la temperatura en los últimos años. Una vez hecha la búsqueda, además de la cantidad, se detalla un «saber más». Allí se ve por años cómo ha ido evolucionando desde 1960 a 2018; se pueden adivinar tendencias consolidadas e imaginar las razones para que sucediera tal cosa.

Pero ojo, detrás de lo cuantitativo, por ejemplo los 1,9 ºC que se ha incrementado tanto en una localidad tradicionalmente cálida (Leciñena, zona semidesértica de Los Monegros, en la España desalojada de gente pero rica en biodiversidad) como en otra que siempre había sido muy fría (Helsinki, en Finlandia, con unos 660.000 habitantes, con otra biodiversidad), está lo cualitativo. Si se animan a viajar por el mapa, es un disfrute, puede averiguar si los mayores aumentos se dan más al norte o al sur de la UE, al este que al oeste, o no hay una secuencia uniforme; si los gráficos de varias localizaciones muestran las mismas tendencias, etc.

Si alguien todavía duda del aumento global de las temperaturas no tiene más que visitar Temperature anomalies by country, en donde se muestran mediante círculos, tamaños y colores (el frío azul al cálido rojo) la evolución (anomalías) de las temperaturas medias en muchos países entre 1880 y 2017. Claro que tras un año de aumento puede venir otro de disminución, pero lo que es importante es fijarse en tendencias consolidadas. Especial atención a lo que sucede, se generaliza, a partir de los años 80 del siglo pasado. Se pueden establecer relaciones con lo que se había visto en Global Climate Change o comparar con este otro sitio de la NASA.

En fin, que las olas de calor han venido para quedarse, a no ser que el tiempo lo remedie. A este paso formarán mares; nos tonificarán algo los días más crudos de invierno pero luego… ¿Dónde y cómo nos pillarán? Alerta máxima en el año 2030, si no quieren sufrir desperfectos varios.