Caro es tanto lo que mucho cuesta como lo que supone u ocasiona dificultad y sufrimiento. El cambio climático se encontraría ya dentro de la primera acepción, pues requiere enormes gastos, si bien viene impregnado cada vez más de la segunda. Tantos efectos tiene que si no le ponemos valor resultará ruinoso en sí mismo, nos arruinará y destruirá algo muy preciado, bien sea en forma de bienestar o de horizontes generacionales, que es uno de los menesteres sociales más profundos. Asociar caro a querido, como hacen los italianos nada pega aquí, más bien será odiado, o ignorado, que también es una manera de despreciar, aunque suave y poco comprometida.
Hasta hace muy poco los desastres ambientales, vamos a llamarlos desperfectos si se quiere, no eran considerados como capitales gastados en las diferentes maniobras humanas. Pero cada vez más salen a la luz en forma de efectos perversos de tal o cual fenómeno atmosférico; eso sí, siempre limitados a las afecciones a las personas o sus propiedades. Por eso, frente a la situación difícilmente manejable, hay que poner en marcha estrategias new deal verdes, más progresivas y ambiciosas que las que plantea la Unión Europea, que al menos parece que quiere ser avanzada.
“No basta con imponer impuestos verdes”, asegura el economista Paul Krugman, premio nobel de Economía 2008. Añadimos nosotros que son necesarios, pero apenas representan una pequeña parte de un todo, y corremos el riesgo de desincentivar a los creyentes y exonerar a los escépticos, que ya se ven como redimidos de sus culpas y tienen un nuevo motivo para despotricar de los gobiernos ecologistas. Jason Hickel, una voz muy acertada en sus análisis antropológicos, alerta en Less in more de que el hipercreciente capitalismo vigente ya está al acecho de América latina y África, y no precisamente para llevar un pacto verde. Por cierto, quienes desean tener una perspectiva de si han cambiado o no los postulados que justifican lo caro que resulta el cambio climático, y comprobar sus acuerdos o desacuerdos, pueden leer el artículo Building a Green Economy que Krugman publicaba en The New York Times en abril del año 2010.
No resulta sencillo reconvertir una vida global, dentro de la inercia internacional, para disminuir la velocidad del cambio climático, que ya está aquí. Cómo será dentro de un tiempo, difícil de prefijar, depende del valor que demos a nuestras acciones u omisiones. Siempre resultará caro, por el esfuerzo que supondrá después de tantos años de manga ancha en la percepción colectiva de las afecciones ambientales. Casi nadie duda que muchas de estas agresiones han sido inducidas por la dinámica productiva y empresarial dominante desde la revolución industrial; antes ya hubo atropellos varios. La relación coste-beneficio no valoraba las internalidades de los procesos productivos o consumistas; había que crecer como fuera y así “procurar bienestar” a cuanta más gente mejor. La verdad es que el cambio operado desde entonces ha sido brutal; se puede decir que una buena parte de las personas ha mejorado sus niveles de vida, su salud y muchas más cosas. Bien, nadie lo discute. Pero ahora hay que mirar los procesos de otra forma. Ya no se trata de producir sin más, sino de saber qué cantidad de cada cosa se necesita. Por supuesto que eso supone dificultades pero no hay otra opción. Los procesos productivos salen demasiado caros en modificación climática y vulnerabilidades sociales; no digan los incrédulos que es una casualidad.
Vayamos con algunos datos: los diez mayores deterioros relacionados con episodios meteorológicos abruptos, interconectados con el cambio climático, fueron valorados económicamente en más de 120.000 millones de euros durante el año pasado. A la cabeza los daños causados por los huracanes en Estados Unidos, América central y el Caribe.
Otro ejemplo más: el ciclón Amphan que descargó con dureza en la Bahía de Bengala en mayo provocó pérdidas valoradas en 13.000 millones de dólares en tan solo unos días; los muertos superaron el centenar y los desplazamientos afectaron a casi cinco millones de personas. Hay desastres prolongados en el tiempo como sucedió con las inundaciones de China e India entre junio y octubre, que tuvieron un costo estimado de 32.000 y 10.000 millones de dólares respectivamente. Qué decir de los dos ciclones extratropicales que sacudieron Europa y tuvieron unos costes provisionales cercanos a los 6.000 millones de dólares. Pero es que esas estimaciones dinerarias se refieren únicamente a destrozos en propiedades, servicios o bienes públicos. Faltan los daños morales a la población y los desplazamientos masivos que provocan; además de unas rupturas sociales que tardan en recuperarse o no lo hacen nunca.
Hay un escenario muy visible y a pesar de eso menospreciado: los graves perjuicios a la salud humana. De ello se ocupaba un artículo publicado en The Lancet hace poco más de un año en unos escenarios que valoraban tanto la adaptación, planificación y resiliencia para la salud como las actuaciones de mitigación y cobeneficios para la salud, además del análisis de indicadores en otros tres aspectos básicos: impactos, exposiciones y vulnerabilidad del cambio climático; economía y finanzas; y participación pública y política. Solamente en la sección 3, daba todo detalle del alcance de las emisiones en la salud: “el cambio climático ya ha impactado la salud humana y requiere una respuesta urgente, tanto en términos de adaptación sanitaria como, lo que es muy importante, en mitigación, para minimizar los efectos futuros del cambio climático”. ¿Cuál es su precio? ¿En qué moneda real o imaginada?
Volviendo a lo caro que sale el cambio climático inducido por la acción antrópica, decía el mismo artículo que “El costo económico proyectado de la inacción para abordar el cambio climático es enorme. Por ejemplo, en comparación con mantener un límite de 2 ° C, se espera que los costos de calentamiento de 3 ° C alcancen los cuatro billones de dólares por año para 2100 (alrededor del 5% del PIB mundial total en 2018), y los costos económicos totales de un aumento de 4 ° C se estiman en 17,5 billones de dólares (más del 20% del PIB en 2018)”. Insistía, como se ha hecho desde muchos ángulos de la ciencia y la economía que “la inversión para mitigar el cambio climático reduce sustancialmente estos riesgos y genera más beneficios económicos”. Ahora mismo, cuando estamos en plena ola de frío –episodio ligado sin duda al cambio climático- en la península Ibérica nos preguntamos cuánto costará reponer los daños materiales; los otros no se restañan con facilidad. No se solucionan con la conveniente declaración de zona catastrófica cada vez que hay un impacto brutal en bienes y servicios.
En este limbo de despiste, los ciudadanos no entendemos lo que significa riesgo como regulador de vida personal y colectivo; a la vez las administraciones tienen mucho que aprender en la gestión de emergencias, lo de anticiparse aquí cuenta poco. Prevenir se conjuga peor que socorrer, y esto también es manifiestamente mejorable. Aunque nada más fuera por cuestiones de economía social, también para evitar el despilfarro especulativo, habría que aliarse para mitigar y adaptarse al creciente cambio climático. Lamentamos ser tan insistentes con estas llamadas de atención, pero carecemos del márquetin publicitario que la ocasión exigiría. Al final, o al principio de todo, se trata de vender bien la causa climática paca conseguir el mayor número de adeptos y que disminuya la magnitud de las incertidumbres; nos apuntamos a esta sugerencia de Krugman. Pero la tarea es difícil y lenta, y hay prisa. Además los incrédulos, o interesados en que nadie se entere de nada, permanecen impasibles cual roca dura. Sepamos todos, contando solamente las cuentas dinerarias, sin interiorizar los traumas a las personas y los impactos en la biodiversidad, que el cambio climático nos puede llegar a ruinar –destruir a pedazos o reducir a cenizas- una parte de la esencial vital si no andamos listos y actuamos pronto. Hay que ser así de resumido y contundente, aunque te tilden de alarmista.