Archivo de mayo, 2020

Mascarillas mentales frente al cambio climático

El cambio climático, que no se ha ido de nuestra vida, ha quedado sepultado por las trágicas consecuencias de la pandemia vírica. A esta, el confinamiento y las medidas de higiene de manos, han conseguido pararla por ahora. Así se han evitado muchos contagios y salvadas muchas vidas. Además del buen hacer de los servicios sanitarios y públicos, también han ayudado las mascarillas; casi las consideramos algo propio. ¡Quién iba a decírnoslo hace tres meses! A lo largo del proceso vivido, la reacción ha sido más tardana de lo conveniente y con una organización mejorable. Aún así se ha producido una lucha colectiva ante la hecatombe generada en la salud colectiva; ha sido posible porque la especie humana, como buena parte de los animales, tiene un cerebro preparado para responder a puntuales sucesos catastróficos, visibles y contundentes. Ese mecanismo lo emplean los gobernantes y lo enseñan a sus ciudadanos. Cuando en estos falta la respuesta personal, la imposición doblega voluntades que de otra forma hubiera sido muy difícil controlar. Después vendrá preocuparse por el desastre económico generado, cuyas secuelas arrastraremos a lo largo de bastantes años. Pero lo urgente era atender el problema de la salud colectiva.

Aun con todo, a pesar de los recientes episodios de masas tras los pases de fases de desescalada que ponen en peligro los esfuerzos colectivos en España y en otros países de la UE, podríamos calificar como adecuado el desempeño ciudadano y social. Es muy probable que la pandemia vírica actual sea derrotada más o menos tarde; la vacuna anti SARS llegará o se adoptarán medidas preventivas serias, al menos durante un tiempo. Sin embargo, en el asunto de cambio climático, seguramente es el mayor reto de salud que hay planteado actualmente, casi nadie piensa, a pesar de preocupación de hace unos meses, cuando era noticia permanente en los medios de comunicación. No se han usado ningún tipo de mascarillas mentales y vivenciales –estas serían construcciones emocionales o razonadas que evitan pasar hacia muy adentro los peligros y como reacción expanden hacia afuera la participación- para evitar sus estragos. Si se ha hecho algo, casi siempre se ha actuado tarde, mal y a desgana, con leves correcciones. Craso error. Ahí sigue, en tierra de nadie porque no hay vacuna mental inmediata y los laboratorios del pensamiento no están en ello o no se les hace caso. Bueno, algunos equipos investigan y razonan, como es el caso del IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático) o las organizaciones ecologistas como Greenpeace o Ecologistas en Acción. También otras implicaciones como la Fundación Bill y Melinda Gates, por poner solo unos pocos ejemplos; acaso citar también las continuas llamadas de la ONU.

(JORGE PARÍS)

Afrontar el cambio climático requiere escalas de cooperación global, todavía más exigentes que con la Covid 19; necesita cambios muy profundos en nuestro comportamiento actual en relación con el planeta y sus habitantes, entre el presente y el futuro. El cambio climático, como en el caso de la covid-19, traerá graves problemas de salud junto con transformaciones sorprendentes en la economía y en los estilos de vida. Algunos pueden parecer sorprendentes pero es probable que sean imprescindibles, y no servirá solo con protegernos con mascarillas construidas con sabiduría social y compromiso, o someternos a confinamientos y a portar permanentemente las mascarillas físicas. Como ha sucedido con la pandemia, el cambio climático lastimará mucho más a los más vulnerables tanto de los países ricos –mayores, con patologías previas, inmigrantes, personas invisibles, etc.- como a un porcentaje mucho mayor en los países de ingresos bajos o medios. Tendrá consecuencias graves en el sistema social, en la economía y en la salud, como ahora.

En el caso de la pandemia vírica hubo avisos no atendidos, fallaron los sistemas de alerta y la actuación de quienes dicen que nos protegen. Con respecto al cambio climático como emergencia global, ha sido largamente anunciado con alta probabilidad de que trastorne todo. A pesar de la reiteración de los científicos, las alertas son desatendidas por los Gobiernos y las empresas, incapaces de ver más allá de los números del PIB o de la ganancia mercantil; hay que decir que últimamente unos y otras se están vistiendo de verde, con trajes de fiesta en ocasiones pero con monos de trabajo en otras. Sin embargo, pasará el tiempo y llegará el olvido, que siempre es traicionero. Cabe sospechar que detrás de la dejadez esté la prepotencia y la soberbia de los seres humanos, que arrincona el acopio de argumentos con los que tendrán para enfrentarse a los desastres climáticos que llegarán. Como con la pandemia vírica, la fragilidad, esa propiedad consustancial con nuestra vida, debería ser la que nos impulsase a construirnos una mascarilla protectora a todos: Gobiernos, empresas y agentes sociales, también a la ciudadanía en forma de actuaciones para mitigar los efectos ya visibles y adaptar nuestros estilos de vida a nuevas realidades, siempre inestables.

No se nos debe olvidar que la crisis/emergencia climática es el resultado esperado de la sobreexplotación de los recursos naturales y el consumo irracional de todo, no solo de combustibles fósiles. La elevadísima concentración de gases de efecto invernadero no surge de casualidad, como defienden los negacionistas, gente del tipo de los esperpentos que mandan en los Estados Unidos de América del Norte o del Sur. Pero no son los únicos que se apoyan en falsas verdades y se desentienden de sus errores. ¡Como los Gobiernos de todo el mundo no tomen medidas drásticas del estilo de las que están derrotando la extensión de la pandemia, la convivencia universal se pondrá muy inestable! Una cosa parece clara: para que se tomen medidas radicales, pensando en la eficacia colectiva y no solo en los dividendos del capital circulante o escondido, hay que estar convencidos. No basta con decir en una encuesta que estado del medio ambiente preocupa mucho.

En este asunto de la acción colectiva frente a la emergencia climática tenemos un problema: no se ven los desastres acumulados en un par de semanas, por ejemplo, ni se conoce si se ha acertado tomando tal o cual medida. El cerebro humano no está entrenado para entender el efecto acumulado de los pesares; ¡Qué decir de la responsabilidad ciudadana! Frente a esta cualidad, el cambio climático es una sucesión de momentos y acciones más o menos críticas. Como pronto, si nos proponemos de verdad luchar contra los usos que generan el cambio climático, se tardará al menos 25 años en ver efectos claros. Lo del presente no es de ahora, viene de 50 o 25 años antes. Sin ir más lejos, las magnitudes en deterioro de la salud dentro de 25 años, si no se hace lo que se debe –combinación de medidas ecológicas, sociales y económicas- multiplicarán por mucho las de la actual pandemia. En estos días, buena parte de la gente admite como imprescindible el uso de la mascarilla. Es posible que se vean estampas similares en momentos concretos, en ciudades determinadas ante la contaminación del aire, una de las aristas del cambio climático. Hemos leído recientemente que las muertes evitadas por la evidente mejora en la contaminación a causa de la reclusión y la drástica reducción de la actividad han salvado hasta ahora el doble de vidas que se ha llevado por delante la pandemia vírica. La diatriba entre proteger la salud o la economía va a ser algo que habrá que gestionar con sabiduría acordada, no dándole la razón a quién más chille o más votos o dineros tengan.

Pero como siempre, habrá quien pasará del cambio climático, evitará el uso de mascarillas colectivas para pensar; esa gente se mantiene convencida de la supuesta individualización del destino. Así lo ha hecho durante estos días con la pandemia vírica.

Ocurrencias pandémicas sin vacunar

Un relato es una secuencia ordenada de hechos o ideas; otras veces una mezcla de apuntes varios, sin orden ni concierto. En fin, una reiteración sobre un asunto, más o menos banal. Quizás sea esto lo que sigue. Cada cual que interprete.

A menudo sentimos más necesidad de que los acontecimientos se articulen en relatos, para encontrarles un sentido.

El despiste actual nos impide ver que cada cosa que sucede es una parte de un sistema complejo, para bien y para mal.

En ocasiones, necesitamos algo o alguien que nos sirva de fuente de alivio. Ahora mismo sucede.

Debemos preguntarnos a menudo si somos o estamos siendo, si el ineludible cambio nos hace o nosotros construimos el cambio. La mirada condiciona el destino.

El límite de la saturación pandémica está superando sus niveles comprensibles; en este momento ya no sabemos a quién pedir cuentas ni dónde buscar socorro.

Las malas noticias de la pandemia, vestidas de salud y economía, giran en el vacío en el que se ha convertido el bien común, en unos periodos de confinamiento en los que casi han desaparecido la ambición y la codicia, ocultas por la felicidad íntima de pequeñas cosas, incluso agarrados a algo trivial que nos traiga un mundo suspendido.

Nos apremian tanto las incertidumbres que llegamos a pensar en el infierno, del cual Thomas Hobbes dijo que es la verdad vista demasiado tarde.

Levantamos cada día un muro de hormigón o de acero nacional frente al virus extraterritorial, sin querer reconocer que lo tenemos dentro.

Las fortuitas circunstancias de propagación no nos aclaran nada, ahora parece que la OMS sospecha que las neumonías del otoño-invierno pasado eran otra cosa más grave.

La OMS podría declarar a España como país con más expertos en virología y epidemiología, casi la mitad de la población creerá serlo. De otra forma no se entiende ese interés por contagiarse en la estampida liberadora de la fase 0 ni en el asalto a las terrazas de los bares en la siguiente fase, por no hablar de esas manifestaciones viarias para reclamar libertad.

Salimos de paseo, bastantes con una sensación de furtivismo de la que tardaremos en desprendernos, a pesar de la euforia que deberíamos sentir por no haber pillado el bicho. Miramos a los otros para huirlos al cruzarnos.

Necesitamos un ensayo sobre la lucidez. ¡Ilumínanos Saramago!, allá donde te encuentres.

Quienes gozan de escucha pública deben difundir menos insatisfacciones y dedicarse a resolver problemas.

La gente del campo reclama el protagonismo que les niegan los porcentajes de ocupación. Estaban ahí dándolo todo, a pesar de los olvidos sistémicos.
La inmunidad y la pandemia se persiguen. ¡A ver quién sale victoriosa!

La renovación cívica y moral es una de las puertas para que la sociedad salga con menos deterioro en su conjunto entró en esta crisis. Eso dice, más o menos, Michael Sandel.

Ante el freno de los que solo piensan en acelerar el tren económico ahora varado, costará lo suyo, cabe preguntarse si no sería mejor identificar las obligaciones que todos, tanto grandes agentes económicos como la simple ciudadanía, tenemos ante los demás.

La pandemia ha roto el vínculo entre la existencia placentera y el consumismo reconfortante.

Alguien apostó en que un buen engranaje social es el sentimiento de deuda con otros. En realidad, no es necesario conocer su situación, ni preguntarse si vive ahora o lo hará dentro de 50 años, si pertenece al mundo pobre o rico, tampoco hay que saber la religión que profesa.

Valdría preguntarse, para empezar, si mejorar un poco la vida de todos debe ser el primer objetivo de la (a)sociedad ilimitada que formamos.

Manifiestan algunos que tamaña injusticia social previa a la pandemia se va a acabar, con lo acostumbrados que estábamos a ella (sic).

Los trabajadores y trabajadoras sociales nos están haciendo más llevadera la crisis con sus cuidados, mercancías y otros servicios.

Buena parte de los más activos en la lucha tienen sueldos míseros, da la impresión que acordes con la consideración social que suscitan, irreconciliables con los imprescindibles servicios que prestan.

Cabe pensar si la contribución al bien común debería colocarse en el primer lugar para valorar una profesión.

Quién se atreve a decir que la gente sin nómina (mayoritariamente extranjera) no es esencial. ¿Dónde estaríamos sin ella? Regulación ya.

La economía de las grandes cifras, amoral casi siempre e inmoral también en ocasiones por las enormes desigualdades que ha generado, no puede ser la protagonista de la renovación moral y cívica que se necesita en estos momentos. Lo decimos quienes no entendemos de esto.

Las grandes corporaciones multinacionales carecen del sentimiento de deuda con los otros. Así no hay manera de establecer alianzas hacia el bien común.

Dicen que va a dominar una sociedad renovada que reconocerá el valor de todas las personas y profesiones, que partirá de situaciones críticas y vivificará nuevos ideales de dignidad para personas, y muy especialmente con quienes levantaron este país hace 50 o 60 años y los que ahora ponen su trabajo al servicio de los demás.

Urge concertar una Declaración General de Dependencia Universal que actualice la de los derechos humanos e incluya la dimensión de comunidad.

Todo es nada; nada es como antes. El relato se pausa, pero continuará.

 

(JORGE PARÍS)

Derivas de contaminación, la pandemia permanente en el aire cotidiano

Las imágenes de ciudades difuminadas en edificios ocultos y gente silueteada por la contaminación del aire, como las chinas en determinadas épocas, o Madrid y Barcelona, nos alertan una y otra vez de que la vida es aglomerada; en realidad un complejo invento que sirve mientras dura, permanece si no explota. La contaminación del aire es un signo distintivo de la urbanización; podría representar el símbolo de varios aconteceres que el tiempo ha ido combinando de forma más o menos organizada. Entre todos forman un escenario muy complejo que si hiciera falta concretar en una sola idea me inclinaría por decir que es mucha gente que aspira a vivir, sin más, o a vivir sin menos. Pero nada más formularla se complica ya que cada vez más gente se concentra en los mismos sitios y quiere hacer lo mismo.

Como la hipermovilidad era un signo del motor económico dominante hasta hace un par de meses, casi nadie se preguntaba si los rumores de los apocalípticos ambientalistas se confirmarían. Sorprendía la falta de escucha pues las muertes directamente relacionadas con la calidad del aire suponían en el año 2016 la cifra de 800.000 en Europa, 133 por cada 100.000 habitantes (European Herat Journal). La disminución/restricción de los movimientos motorizados – en España un 50 % de media según detalla en un informe Ecologistas en Acción-con la covid-19 ha devuelto la transparencia a los cielos de las ciudades chinas, europeas y suponemos que de todo el mundo, pues el transporte es el causante de más de la mitad de la contaminación. Pero el asunto es puntual y territorial, no nos felicitemos tan pronto. Según mide la NOAA (National Oceanic and Atmospheric Administration) en fecha 2 de mayo los niveles de CO2 en la atmósfera eran superiores a los de hace un año, pues cuando el dióxido sube es para quedarse un largo tiempo. Las organizaciones ecologistas y varias instituciones científicas que investigan la salud atribuyen esta contaminante pandemia sanitaria -ya permanente y con extensiones por todo el mundo- al descuido general, a la incompetencia de gobiernos y empresas y al egoísmo de todos, que impregna la vida en común. Por eso, desde su investigación acumulada reclaman que los coches pierdan protagonismo en las ciudades tras el paso de coronavirus. A la vez advierten de que los mensajes de las autoridades para la prevención al virus están desaconsejando el uso del transporte público, sin avisar de que la medida debe ser temporal, a la espera de concretar medidas acordes con los nuevos tiempos.

Cuesta entender que ante las cifras de afectados en la salud por la contaminación del aire no se produzca una acción gubernativa más contundente y que no haya una eclosión de la furia colectiva; una rebelión ciudadana que lleve a un cambio de estilo de vida. Será porque la gente piensa que respirar aire envenenado en nuestras ciudades es algo intrínseco a la existencia actual. Además, nadie muere de golpe en la calle o se lo llevan los servicios de emergencia, tampoco nos enteramos de que haya habido un ingreso generalizado de pacientes cardiovasculares o respiratorios. Por lo que fuere, las tímidas protestas que en algún momento saltan a los medios informativos, en forma casi siempre de rabias ecologistas o de jóvenes más o menos concienciados, no consiguen cambiar el cuestionable destino de los urbanitas. A pesar de que todo lo razonado sobre contaminación y salud por las comunidades científica y sanitaria fuesen simplemente rumores o falsas y tendenciosas informaciones; por más que procedan de la ciencia agrupada en institutos de investigación tan prestigiosos como el ISGlobal de Barcelona, que alertaba en febrero pasado de que casi la mitad de los casos de asma infantil de esa ciudad estaban relacionados con la contaminación del aire.

Si la tendencia de movilidad mostrada antes de la covid-19 se recuperase dentro de unos meses o años, va a resultar muy difícil que la ciudadanía puede escapar del peligro, de su gravedad y del grado de tormento que puede suponer vivir sin más; en este caso sí que vale el con menos, pero aplicado a la contaminación y a otros aspectos. Sucede esto en muchas calles de casi todas ciudades, pero lógicamente lo tienen peor las personas que viven en grandes urbes. Por eso se entiende que los urbanitas huyan fuera de ellas a la menor ocasión que tienen, un día festivo sin ir más lejos. Así, sus caravanas contaminantes añaden partículas al aire infecto, pues las echan el día que se van y el que vuelven.

Lo que sorprende es la distinta percepción de la creciente mala salud progresiva provocada por la contaminación y la emergencia sanitaria que ahora nos afecta. Tiene su explicación. En cada pandemia se ha buscado a los responsables de introducirla; casi siempre gente de fuera, agentes de otros mundos como sucedió en la peste antonina. Por el contrario, pensemos en la multiplicación de enfermedades ligadas a la calidad del aire respirado. Esta aparece como esa cosa, no siempre tangible, de la que muchos hablan y poco conocemos la gente corriente. A pesar de que cada vez haya más voces que dicen que se trata de una consecuencia de las derivas de la vida actual. No hay culpables identificados ni vector cero señalado, ¡Cómo llamarla pandemia!

Habrá que decirlo más veces o más fuerte: la plaga contaminante no viene de fuera, está dentro. Golpea ya a muchas personas, en sitios muy diversos y alejados. Sería el momento de reparar en ella, ahora que la preocupación por la salud universal parece que se ha despertado. Vendría bien pensar colectivamente si, al hilo de la covid-19, no merecería llevar a cabo un replanteamiento universal de hacia dónde nos dirigimos, qué queremos ser pasados unos meses o años. Algunos estudios, pendientes de mayor profundidad y acompañamiento, asocian contaminación del aire y mayor incidencia del coronavirus, en particular por la previa exposición a las PM 2,5 que perjudica a los sistemas respiratorio y cardiovascular y aumenta el riesgo de mortalidad. También se dice que el virus viaja más lejos cuando se une a estas partículas contaminantes. Por eso, urge redefinir la vida en relación con el efecto contaminante del masivo uso del transporte privado.

Da miedo tal calamidad de salud, pero este temor provoca respuestas diferentes en contextos similares. Es hora de afrontar situaciones derivadas de la vida actual, basada en el logro inmediato de los deseos; es lo que venden ciertos dirigentes y casi todos los entramados comerciales y empresariales. Una última sospecha a modo de corolario: habrá que pensar si cuando se teme a algo que hemos construido nosotros no será porque le hemos concedido demasiado poder.

(EP/ARCHIVO)

La verdad en tiempos de la Covid-19

Es posible que el momento actual hubiera inspirado a García Márquez una nueva novela sobre la condición humana, trayendo a cuento alguno de sus grandes amores y desafectos. En este convulso periodo pandémico, la gestión de la verdad ha sido una de las dolencias más extendidas, lo cual nos da argumento para hilvanar este y muchos artículos. No es aventurado empezar opinando que cada cual construye con los hechos y sentimientos una idea/verdad, que se está viendo bastante condicionada por aquellos que chillan más o dicen las cosas con palabras más gruesas. Esta estrategia belicosa la emplean bastantes los actuales grandes opinadores que invaden las cadenas de los medios de comunicación, incluso algunos ejercen de soliviantadores de oficio. Qué decir de los políticos que hacen interpretaciones banales de lo que la ciencia ni siquiera se atreve a considerar imaginariamente cierto. En el castigado escenario español de la Covid abundan de los unos y de los otros. Así no es de extrañar que cada vez sean más los ciudadanos que ya no soportan sus peleas para defender su parcial interpretación de la pandemia y sus consecuencias. ¡Con lo bien que nos iría una verdad acordada! Al despiste contribuyen las autoridades sanitarias de algunas CC.AA. y el Gobierno. Ni siquiera se ponen de acuerdo para contar afectados; cada cual utiliza sus varas de medir para atizar al otro. Suponemos que habrían de considerar los detalles de aquello que Antonio Machado apuntaba en el sentido de que “la verdad es lo que es, y sigue siéndolo aunque se piense al revés” o cuando se pregunta en un proverbio de Nuevas canciones. “¿Dijiste media verdad? Dirán dos veces que mientes si dices la otra mitad”.

La mayoría de la gente va buscando razones para explicar lo que no entiende. Había visto en muchas películas aquello de “Jura decir toda la verdad y nada más que la verdad”, y se había creído el lema existencial. Toda la sinceridad es simplemente un deseo porque quienes saben más se guardarán una parte, bien porque dudan o quizás porque no quieren que el resto de la gente los incomode con preguntas inconvenientes, pues ya se sabe que hay una tendencia cada vez más extendida a dar al pensamiento o a las palabras munición crítica para molestar a quien tiene responsabilidades. Si bien, todavía bastante gente quiere sentir veracidad en el ejercicio de transparencia informativa a la que están obligados quienes tienen algo de poder. Habría que volver a reparar que no es lo mismo una verdad que la verdad, se tratan de ámbitos metafísicos y epistemológicos que a veces se entienden y otras no. Tampoco olvidar que no es sencillo compatibilizar las diversas perspectivas que cualquier escena de la realidad admite. Habría que considerar la claridad de aquello que alguna vez escribió Daniel Innerarity de que la sociedad es un conjunto mal avenido de perspectivas.

Buena parte de la evidencia de hoy cambiará mañana pues los científicos nos avisan de su sabia y prudente ignorancia acerca de la evolución de la respuesta biológica a lo desconocido. Por eso se reservan algo. Porque a veces, el conocimiento de los detalles lastima las esperanzas, la sinceridad no siempre es generosa. No todas las personas digieren igual lo que conocen, por más explicaciones que se den, pues cada cual gestiona lo presuntamente cierto a su manera. En consecuencia no parece descabellado oficiar las verdades para que impregnen bien la voluntad común. Pero aun con la dificultad del momento, de esta covid se pueden extraer enseñanzas. Puede ser que algunas se conviertan en inseguras certezas. Valga como ejemplo el asunto de la movilidad personal y social, que a lo largo de las últimas décadas habíamos asociado a libertad.

(JORGE PARÍS)

En estos días de confinamiento algunos miramos por la ventana para que la verdad se aparezca. ¡Qué ilusión más hipotética! Es mejor eso que escuchar noticias y datos que no hacen sino configurar un mundo marcadamente ruidoso, demasiado grande, excesivamente rápido. Casi la reclusión resulta un alivio momentáneo para quienes no somos extrovertidos hiperactivos. Nos llama el tiempo para decirnos que necesita algo más que un reloj para medir las certezas, para calcularnos cuándo las encontraremos. Nos recuerda que quien marca su ritmo es la inmensa red social -ahora parcialmente confinada- en busca de sus verdades, esas que están condicionadas por millones de invisibles hilos de influjos y dependencias.

Lo cierto, mal que nos pese, es que somos débiles e indefensos ante amenazas víricas o de otro tipo. Necesitaríamos muchos y mejores cuidados, desinfecciones varias. También el jabón andaba como protagonista, en este caso de desencuentros de pareja, para el médico Juvenal Urbino, ese que se dedicó a acabar con el cólera según cuenta García Márquez. Aún es más débil toda esa gente cuya vida ya era complicada, que necesitaba y no tenía el socorro de quienes gozaban de seguridades varias; ahora lo único que desea es su supervivencia. La verdad no reconocida se podría llamar también miedo a la enfermedad, que los hipocondríacos, somos legión aunque no lo parezca, adornamos con argumentos para ponernos a salvo. No dudamos en criticar lo de los otros si no nos acomoda, tratándoles incluso de mentirosos compulsivos. Mal que nos pese, aunque dañe nuestras conciencias, una afirmación candidata a verdad es que somos diferentes, o menos iguales de lo que dábamos por supuesto y pocas veces nos molestábamos en desentrañar. Pero, ¿quién sabe si la Covid nos ha hecho más iguales? No ha distinguido entre razas, países, edades, ricos o pobres, célebres o anónimos, etc., por más que sí se haya cebado con los vulnerables.

Lo más probable es que la crisis actual socave principios que creíamos inamovibles, casi religiosamente ciertos. Podríamos empezar a reconocer que estábamos engañados por las verdades ocultas cuando creíamos que lo podíamos todo y el mundo nos pertenecía para siempre. Se avecinan escenarios nuevos; necesitamos papeles y verdades más consolidadas para afrontarlos. Incluso han quien dice por ahí que tras esto emergerá un nuevo orden mundial. Acaso nos preparará para otra batalla –que llegará aunque no se sabe ni cuándo ni cómo- dentro de una nueva realidad que no alcanzamos ni siquiera a imaginar. Lo que sí lleva camino de ser probable es que muchas cosas no serán como antes. “En este mundo traidor, no hay verdad ni mentira: todo es según el cristal con que se mira”, dijo Ramón de Campoamor.

Solo un deseo para terminar. Que no nos suceda aquello que cuenta García Márquez del matrimonio protagonista de El amor en los tiempos del cólera que “si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría llega cuando ya no sirve para nada”. Posiblemente la única verdad absoluta es su relatividad; algo así dijo André Maurois y puede que estuviese en lo cierto. Casa con el francés aquello que expresaba Machado en lección de Juan de Mairena a sus alumnos en el año 1936: “La inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades. Hay que aferrarse a ellas”. Parece que estaba hablando de la Covid-19. El tiempo nos traerá detalles ciertos o dudosos pues las ideadas verdades, compartidas o no, acertadas o no, son una parte de su discurrir si sabemos medirlas bien para seguir adelante con menos desigualdades.