Ocurrencias pandémicas sin vacunar

Un relato es una secuencia ordenada de hechos o ideas; otras veces una mezcla de apuntes varios, sin orden ni concierto. En fin, una reiteración sobre un asunto, más o menos banal. Quizás sea esto lo que sigue. Cada cual que interprete.

A menudo sentimos más necesidad de que los acontecimientos se articulen en relatos, para encontrarles un sentido.

El despiste actual nos impide ver que cada cosa que sucede es una parte de un sistema complejo, para bien y para mal.

En ocasiones, necesitamos algo o alguien que nos sirva de fuente de alivio. Ahora mismo sucede.

Debemos preguntarnos a menudo si somos o estamos siendo, si el ineludible cambio nos hace o nosotros construimos el cambio. La mirada condiciona el destino.

El límite de la saturación pandémica está superando sus niveles comprensibles; en este momento ya no sabemos a quién pedir cuentas ni dónde buscar socorro.

Las malas noticias de la pandemia, vestidas de salud y economía, giran en el vacío en el que se ha convertido el bien común, en unos periodos de confinamiento en los que casi han desaparecido la ambición y la codicia, ocultas por la felicidad íntima de pequeñas cosas, incluso agarrados a algo trivial que nos traiga un mundo suspendido.

Nos apremian tanto las incertidumbres que llegamos a pensar en el infierno, del cual Thomas Hobbes dijo que es la verdad vista demasiado tarde.

Levantamos cada día un muro de hormigón o de acero nacional frente al virus extraterritorial, sin querer reconocer que lo tenemos dentro.

Las fortuitas circunstancias de propagación no nos aclaran nada, ahora parece que la OMS sospecha que las neumonías del otoño-invierno pasado eran otra cosa más grave.

La OMS podría declarar a España como país con más expertos en virología y epidemiología, casi la mitad de la población creerá serlo. De otra forma no se entiende ese interés por contagiarse en la estampida liberadora de la fase 0 ni en el asalto a las terrazas de los bares en la siguiente fase, por no hablar de esas manifestaciones viarias para reclamar libertad.

Salimos de paseo, bastantes con una sensación de furtivismo de la que tardaremos en desprendernos, a pesar de la euforia que deberíamos sentir por no haber pillado el bicho. Miramos a los otros para huirlos al cruzarnos.

Necesitamos un ensayo sobre la lucidez. ¡Ilumínanos Saramago!, allá donde te encuentres.

Quienes gozan de escucha pública deben difundir menos insatisfacciones y dedicarse a resolver problemas.

La gente del campo reclama el protagonismo que les niegan los porcentajes de ocupación. Estaban ahí dándolo todo, a pesar de los olvidos sistémicos.
La inmunidad y la pandemia se persiguen. ¡A ver quién sale victoriosa!

La renovación cívica y moral es una de las puertas para que la sociedad salga con menos deterioro en su conjunto entró en esta crisis. Eso dice, más o menos, Michael Sandel.

Ante el freno de los que solo piensan en acelerar el tren económico ahora varado, costará lo suyo, cabe preguntarse si no sería mejor identificar las obligaciones que todos, tanto grandes agentes económicos como la simple ciudadanía, tenemos ante los demás.

La pandemia ha roto el vínculo entre la existencia placentera y el consumismo reconfortante.

Alguien apostó en que un buen engranaje social es el sentimiento de deuda con otros. En realidad, no es necesario conocer su situación, ni preguntarse si vive ahora o lo hará dentro de 50 años, si pertenece al mundo pobre o rico, tampoco hay que saber la religión que profesa.

Valdría preguntarse, para empezar, si mejorar un poco la vida de todos debe ser el primer objetivo de la (a)sociedad ilimitada que formamos.

Manifiestan algunos que tamaña injusticia social previa a la pandemia se va a acabar, con lo acostumbrados que estábamos a ella (sic).

Los trabajadores y trabajadoras sociales nos están haciendo más llevadera la crisis con sus cuidados, mercancías y otros servicios.

Buena parte de los más activos en la lucha tienen sueldos míseros, da la impresión que acordes con la consideración social que suscitan, irreconciliables con los imprescindibles servicios que prestan.

Cabe pensar si la contribución al bien común debería colocarse en el primer lugar para valorar una profesión.

Quién se atreve a decir que la gente sin nómina (mayoritariamente extranjera) no es esencial. ¿Dónde estaríamos sin ella? Regulación ya.

La economía de las grandes cifras, amoral casi siempre e inmoral también en ocasiones por las enormes desigualdades que ha generado, no puede ser la protagonista de la renovación moral y cívica que se necesita en estos momentos. Lo decimos quienes no entendemos de esto.

Las grandes corporaciones multinacionales carecen del sentimiento de deuda con los otros. Así no hay manera de establecer alianzas hacia el bien común.

Dicen que va a dominar una sociedad renovada que reconocerá el valor de todas las personas y profesiones, que partirá de situaciones críticas y vivificará nuevos ideales de dignidad para personas, y muy especialmente con quienes levantaron este país hace 50 o 60 años y los que ahora ponen su trabajo al servicio de los demás.

Urge concertar una Declaración General de Dependencia Universal que actualice la de los derechos humanos e incluya la dimensión de comunidad.

Todo es nada; nada es como antes. El relato se pausa, pero continuará.

 

(JORGE PARÍS)

1 comentario · Escribe aquí tu comentario

  1. Dice ser udo

    Si deja de existir el rebaño, se acabara el pastoreo.
    Tenemos que empezar a pensar en el rebaño como parte del mismo.
    Todos somos importantes y todos aportamos algo.

    Mirar por el bien comun, es de inteligentes.

    19 mayo 2020 | 12:15 pm

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