Claro que las mujeres son idiotasAl fin y al cabo Dios las creó a imagen y semejanza de los hombres George Elliot

Por fin he visto ‘Sexo en NY’

Por fin he visto la película de Sexo en Nueva York.

He tardado bastante porque con mis amigas nos queríamos esperar a que la dieran en el tradicional cine de verano en la playa de nuestro pueblo.

Fuimos hace un par de días. Y, a pesar de las críticas negativas y de las voces que me habían dicho que era ñoña, me ha gustado.

Sí, es cierto, es muy previsible. ¿Y? ¿Acaso muchos de los capítulos, e incluso el final de la serie no lo eran?

Hay escenas que me parecieron divertidísimas, como la del sushi, la boda de Carrie y su vestido de novia o los problemas gástricos de Charlotte. Pero, sin duda, lo mejor son los modelazos.

Por lo demás, fue como una maratón de la serie original. Como si, de golpe y porrazo, te zamparas cinco capítulos.

Además, ¿quién es capaz de irse a dormir con un laaaaaaaaargo collar de perlas? ¿Quién tiene las santas narices de ir por su casa con unas zapatillas que tienen un tacón de 20 centímetros? ¿Quién puede presentarse el día de su boda con un pavo real en la cabeza?

Carrie Bradshaw. Sólo ella.

Por cierto, el danés me ha llamado. Pero eso, es otra historia…

¿Señora o señorita?


– ¿Qué le pongo, señora o señorita?

– Señora.

– ¡Ah! ¿Está casada? ¡Con lo joven que parece!

– No. Estoy soltera, y sin compromiso.

– Entonces es señorita.

– No, soy señora. No necesito un hombre a mi lado para ser una señora.

Esta conversación la tuve ayer mientras arreglaba unos papeles. Me mosqueó. ¿Por qué aún se mantienen ciertas costumbres tan arcaicas?

Me han metido mano en el gimnasio

Como cada mañana que me apetece, hoy he ido a nadar un rato a la piscina del gimnasio en el que estoy apuntada desde hace unos meses.

Me he puesto el bañador, he salido a la piscina, he hecho unos largos y, cuando he considerado, he regresado al vestuario, camino de las duchas.

Allí, me he encontrado con las mismas mujeres de siempre: mayores, jóvenes y alguna que otra adolescente que, como están de vacaciones, matan su tiempo libre tonteando con uno de los salvavidas que hay y que está como un panecillo recién horneado.

Hasta aquí, todo normal. Pero en la ducha me ha pasado algo que nunca me había sucedido: una chica de unos 35 o 36 años, con la que alguna vez he intercambiado palabras de cortesía, me ha tocado el culo.

El hecho ha sido ridículo. Ha ido así: Ambas en bolas. Yo, enjabonándome el pelo. Ella me pregunta qué tal va el mes de julio. Yo le respondo que bien. Y, cuando menos me lo esperaba, pas-pas. Me ha dado dos cachetes en el trasero.

Me he puesto roja, amarilla, azul… Me he apartado un poco y he seguido enjabonándome el pelo. Al salir de la ducha se lo he comentado a una señora mayor encantadora que está aprendiendo a nadar. Me ha dicho que no soy la única a quien le ha sucedido.

La verdad es que, a pesar del azoramiento inicial, no le voy a dar más importancia al hecho en sí.

Pero mi problema es el siguiente: a partir de ahora, ¿qué hago cuándo la vea en la piscina? Siempre que voy está…

Más cerquita de Dinamarca

Un nuevo acercamiento. Ha sido esta mañana, con el danés que cada miércoles alegra el día (y la vista) a las mujeres del edificio en el que trabajo.

En un intento de hacerme la encontradiza (sé que llega hacia mediodía) he bajado a las 12.03 horas a fumar un cigarro.

Había unas cinco o seis mujeres más, completamente peripuestas. Y ha llegado él. Alto, atractivo, fantástico. Con una camisa blanca de manga larga y unos pantalones verde militar.

Ya en la puerta, me ha sonreído. «Fumando, ¿eh?», me ha dicho. «Sí, un poco», le he respondido. Y me ha preguntado: «¿Me vuelves a dar fuego? Rauda y veloz he desenfundado el mechero, que tenía oculto en un bolsillo del vaquero.

Hemos estado hablando, ante las miradas de mis compañeras de espera. Que si hacía fresquito para ser julio, que si hace ya dos años que vivía en Barcelona, que le gustaba la ciudad pero que los barceloneses éramos un poco cerrados…

Vamos, nada importante. Cuando he acabado mi cigarro él ha tirado el suyo, que estaba a medias. «Subo contigo», me ha dicho. Y hemos ido juntos en el ascensor.

En la breve ascensión, me ha pedido mi móvil. Yo me he puesto roja como un tomate. Me lo ha hecho notar que, al momento, él, muy educado, me ha dicho algo así como «si no te parece un atrevimiento, claro».

Me he reído y se lo he dado. Ha dicho que me llamará un día para ir a tomar algo. Esta semana no pienso separarme del teléfono ni un segundo. El tío está cañón.

Vaya brazos tiene Rafa Nadal

Por favor, cómo está Rafa Nadal. Ya sea así:

así:

o así:

Ayer, con mi pandilla, vimos parte de la larga final de Wimbledon en nuestra oficina, el bar de nuestro pueblo que nos ha visto crecer.

Y entre las chicas, el comentario era el mismo: «Este chico no es humano». Incluso entre algunas que hace un tiempo no le veían ningún tipo de atractivo porque, según decían, el chaval es demasiado joven.

Pero vaya corpazo tiene. Yo me dejaría abrazar y me perdería gustosamente en ese torso. Y me da igual la edad que tenga…

Por no hablar de sus brazos que, todas, analizamos minuciosamente hasta que uno de nuestros amigos nos cortó el rollo.

«Pues claro que tiene unos brazos musculosos y desarrollados. Es normal, trabaja con ellos», nos dijo.

«Ya, pero es que los suyos…», le replicamos.

«Tonterías. ¿Os habéis planteado cómo tienen la herramienta los actores de pelis porno?», nos dijo mientras se iba a la barra.

Nos dejó a todas boquiabiertas. Qué mala es la envidia…

Una visita inesperada

El danés que viene todos los miércoles al edificio en el que trabajo ha hecho hoy una visita sorpresa.

Me he encontrado con él cuando yo salía a fumar el primer cigarro del día, a eso de las 11.30.

Me ha sonreído y yo le he devuelto la sonrisa. Me ha saludado y yo le he devuelto el saludo mientras intentaba ponerme, de la forma más natural que podía, el piti entre los labios.

He pasado de hacer algún movimiento sexy. La última vez que traté hacerme la interesante ante un tío fue en una discoteca.

Quise apoyarme en la barra mientras le miraba y, como soy muy mala con eso de las distancias, me caí todo lo larga que soy.

Al caso, que él ha hecho el amago de entrar y, cuando la puerta automática se ha abierto, se ha girado y ha venido hacia mí.

«¿Tienes fuego?», me ha dicho.

«Claro», le he respondido mientras acercaba mi mechero, todo fuego, hacia su boca.

Hemos fumado juntos y hemos hablado de tabaco. Hemos coincidido en lo beneficioso que es no poder fumar en la oficina y de tener que hacerlo en la calle.

Cuando he acabado el cigarro, me he ido. He estado en un tris de esperarme a que acabara él el suyo y subir juntos en el ascensor, pero me ha parecido forzado.

«Hasta la próxima», le he soltado sonriente.

«Nos vemos pronto», ha sido su respuesta.

Me quedo sin sandalias, de momento

Ayer salí relativamente temprano de trabajar y decidí caminar un rato antes de coger el metro. Hacía una muy buena tarde.

En mi paseo, aproveché para mirar escaparates. Y caí de bruces ante el de una zapatería.

Allí encontré las que tienen que ser mis sandalias para este verano: unas de estilo romano de color verde botella. Me enamoré de ellas.

Repasé mi armario mentalmente y vi que me combinaban con algunas cosas: llevaban mi nombre, me llamaban.

Sólo me quedaba saber un pequeño detalle: el precio. Cuando lo vi, palidecí, hiperventilé, aluciné. ¡Pedían 140 eurazos! Pero si sólo eran cuatro tiras de charol verde enganchadas (o cosidas, no atiné a verlo) a una suela…

En tiempos preeurísticos, por unas sandalias (de marca) nos pedían 12.000 pelas, y ya era mucho.

En fin, que esperaré a las rebajas, a ver qué descuento les aplican, que el horno no está para bollos…

La hora coca cola ‘light’ existe

Hace años, creo que en los 90, un refresco puso en marcha una exitosa campaña publicitaria: La hora coca cola light. En ella, varias oficinistas esperaban el momento del desayuno de los obreros que trabajaban en su edificio (o del limpiador de cristales, según las versiones).

El anuncio era este:

Entonces, yo era una tierna adolescente con las hormonas lo suficientemente desarrolladas como para saber que el tío estaba cañón-cañón.

Igualmente, era inocente y creía que cosas así no sucedían en los lugares de trabajo. ¡Cuán equivocada estaba!

En el edificio donde está mi oficina pasa algo similar. Todos los miércoles, hacia las 12 tiene lugar el día D- hora H que yo, hasta hoy, desconocía. Y la puerta está bloqueada por un grupo de unas siete u ocho mujeres.

Este mediodía le he preguntado al portero por qué había tanta fémina suelta por ahí. «Pero Carlota, ¿no lo sabes? Yo pensaba que bajabas por lo mismo que ellas», me ha respondido. Y me lo ha explicado todo.

Me ha comentado que en una de las plantas, los miércoles recibe la visita de un ejecutivo extranjero (danés o algo así) que las lleva a todas loquitas.

Al poco rato ha bajado el muchachote. Alto, fuerte, castaño con ojos claros, sonrisa blanca, radiante y amable… Un hombretón.

Vamos, que el miércoles que viene, hacia el mediodía, estaré como un clavo en la puerta.

Mi madre ha vuelto a ganar

Después de unos meses de relativa calma, la he vuelto a tener con mi madre, aunque ella no lo sabe, por culpa de 62,78 euros.

Cuando ambas decidimos que íbamos a vivir juntas, acordamos que ella se encargaría de los gastos del día a día (básicamente la comida) y yo, de las facturas (luz, agua, teléfono y gas).

Hace una semana llegó el recibo de la luz, 62,78 euros. Y, como siempre, mi madre me lo dio y me recordó que lo tenía que pagar. Yo lo dejé encima de una estantería para cuando fuera al banco aprovechar el viaje y pagarlo.

Pues el miércoles pasado, al ver que aún no había sufragado el pago, mi madre empezó a sobornarme.

Así, desde entonces, cada mañana me he encontrado encima de la mesa del comedor un bocata estupendo (mi favorito es el de atún con olivas sorpresa) para desayunar y la factura al lado.

Y decidí hacer una prueba: a ver quién aguantaba más. Si ella haciéndome el bocata cada mañana o yo viendo la factura porque, no lo voy a negar, encontrármela encima de la mesa a primera hora de la mañana rompía el gustazo que da tener el bocata del desayuno hecho.

Hoy no he podido más y he ido a pagar en el cajero los 62,78 euros. Ver cada mañana la facturita me giraba el día. Ella ha ganado. Mañana me tendré que hacer el desayuno.

España 1 – Italia 0

Me permito el lujo de hacer una porra para el partido del domingo entre España e Italia. Ganará la roja y lo hará 1 a 0.

Para vaticinarlo no me he basado en mis conocimientos futbolísticos (nulos, por otra parte), ni en las estadísticas, ni en la consulta que haya podido realizar a un péndulo mágico.

Para adivinar el resultado me voy a basar en una experiencia vivida con mis amigas durante mis minivacaciones.

Estabamos cenando en la parte de fumadores de un restaurante (el 75% de las colegas allí presentes le damos al tabaco) cuando entró un grupo de italianos, cuatro chicas y tres chicos.

Se sentaron en una mesa que había detrás de nosotras. Al cabo del rato, vimos como la chica se abanicaba con la mano. Tendrá calor, pensamos.

Poco después cogió la servilleta y se la colocó cual velo encima de la nariz, haciendo la intención de tapársela. Algo le molestaba.

Fue al cabo de unos minutos cuando uno de los chicos que la acompañaron se giró y nos pidió en italiano: «Podéis dejar de fumar, es que mi amiga está embarazada«.

Nosotras nos quedamos de piedra. «Es obvio que no», le dijimos. Le argumentamos que había un espacio dedicado para no fumadores en ese mismo restaurante, que pidieran mesa en aquella zona.

Nos insultaron en italiano, pensando que nosotras no le entendíamos, y llamaron al camarero. Se quejaron de nuestra respuesta. Y le pidieron que solicitara a la gente que dejara de fumar. Él, un chico muy salado, les remitió a la zona sin humo. «Para algo está, corazones», les dijo.

Y así fue como marcamos el gol. A ver si la victoria se repite el domingo. Feliz fin de semana!