Claro que las mujeres son idiotasAl fin y al cabo Dios las creó a imagen y semejanza de los hombres George Elliot

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Quiero más bodas bacanales (parte 1)

Quien se inventó la frase «la realidad supera la ficción» se quedó corto. Muy corto. Cortísimo. Y si hubiera sido uno de los invitados de la boda a la que fui el sábado se habría dado cuenta de ello.

La tarde empezó muy romántica, en una preciosa iglesia y acabó como una auténtica bacanal en el elitista restaurante.

Sabéis que yo no daba un duro por esa celebración (si no contamos los 300 euros que solté en la cuenta bancaria de los novios y los 20 euros de la peluqueria, el traje, lo aproveché de una boda anterior, que no está el horno para bollos y para algo se lleva el rollo vintage, ¿no?) pero al final tengo que reconocer que el esfuerzo valió la pena.

Ver a la abuela del novio, medio borracha o borracha entera, bailando como una descosida el Walking on sunshine, de Katrina and the Waves no tiene precio.

La señora hacía movimientos espasmódicos, jaleada por los amigos de los novios. Estaba pletórica. Pero la pobre no acabó bien la noche. Una ambulancia la vino a buscar al restaurante: se rompió algo cuando fue al baño. Un mal pis le jodió la velada. Eran las once y media de la noche.

Mejor le fue a la amiga que me acompañó, que ligó (por decirlo finamente) con un canoso de muy buen ver, amigo del ya marido de mi prima segunda. Una sonrisita por aquí, otra por allí y un «si quieres, nos vemos en el baño». Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, entre los entremeses y el primer plato.

«Carlota, bajo un momento», me dijo con la mirada puesta en el canosito. «Por supuesto, tómate tu tiempo», le respondí sonriendo en dirección al chaval, que ya bajaba las escaleras.

Y me quedé mirando a la mesa de los niños, que tenía justo enfrente. ¿Sabrán ellos lo que se cuece en los servicios de este restaurante?, me pregunté mientras veía como engullían su plato de macarrones.

Un golpe seco en la frente rompió mi ensimismamiento. Le sucedió otro, y otro, y otro. Eran los críos. Me habían adoptado como diana y se divertían tirándome las piedrecitas del barroco centro de mesa. Y sus padres, riéndoles la gracia.

Menuda metáfora: mi amiga echando un quiqui y yo, el objetivo del centro de tiro del chiquipark. Necesitaba una solución, al menos tenía que parar los golpes, y fui a lo que casi nunca falla: el soborno.

Saqué un billete y me acerqué a la chiquimesa. «Os doy cinco euros para chuches si paráis con las piedrecitas», les solté con una sonrisa de oreja a oreja. «Vale», me dijeron los tres o cuatro bombarderos.

Superado el primer problema, me llegó el segundo. Mi amiga me tiraba de la americana del esmoquin. Iba algo despeinada, pero todo lo demás en su sitio. «Joder, hija, qué rapidez», le dije. «No, no… Si es que no…», me respondió.

¿Qué le habría pasado?

«Tengo una enfermedad, el desestrés»

El sábado me invitaron a una fiesta de cumpleaños. Era de una conocida de una conocida de una amiga mía. Entre los invitados había una chica que me pareció especialmente graciosa, Meri. Iba vestida con una camiseta verde y una minifalda negra. Tenía un tipazo.

Aparentemente era muy fina: morena con el pelo liso y largo y con los ojos azules, muy bien vestida y peinada, sonriente. Pero cuando hablaba… Le salía la vena arrabalera que tenía dentro. Me hizo tanta gracia que me pasé revoloteando a su alrededor buena parte de la fiesta, observándola y escuchando lo que decía.

La chavala, muy complaciente, escuchó a otra chica que corría por allí y que tenía un «gran problema». Al parecer no tenía nada que hacer en su trabajo. «Me aburro. Me paso el día leyendo la prensa o tomando cafés», le decía. Meri, rauda y veloz, le solucionó en un momento el quebradero de cabeza: «Mira, pava, esto se arregla con un par o tres de cubatas».

A medida que la fiesta avanzaba y que el alcohol iba haciendo mella, Meri se me confesó: «No estoy bien, tía, tengo una enfermedad«, me soltó de golpe. Yo me preocupé. Con lo sanota que se la veía…

«¿Qué te pasa?», le pregunté. «Sufro desestrés. Como voy tan liada durante la semana, cuando llega el finde me da el desestrés y me quedo como una marmota, no paro de dormir. Al parecer, es algo normal. Lo vi en un reportaje de la 2″, me explicó complaciente. Yo le puse remedio con su misma medicina y le respondí: «Mira, guapa, esto se arregla con un par o tres de cubatas». «Tienes razón», me dijo, «¿quieres un pelotazo?».

Le dije que no y me fui a buscar a mis amigas. Se lo conté en el baño. Fue en ese momento cuando decidimos marcharnos de allí. Nos montamos la fiesta por nuestra cuenta.

Fiebre del sábado noche

Lo peor de cumplir 30 años y salir de marcha no es que no encuentres ningún sitio de tu gusto.

Ni tampoco que empieces a emplear frases del tipo “esta canción es de nuestra época”.

Ni que te encuentres en los bares de copas a ex compañeros del colegio que reaparecen más alocados que nunca tras separarse de su pareja.

Lo más duro de cumplir 30 y salir de marcha es la resaca.

No sé por qué motivo, de los 20 a los 30 el cuerpo va perdiendo la capacidad de recuperación. Pero tú ni te enteras, y te sientes tan estupenda… ¡Mejor que cuando tenías 20!

Y decides salir, tomarte unos copazos y hacer movimientos espasmódicos como la niña de El exorcista por la pista de baile o imitar a los protagonistas de Dirty Dancing.

Pero claro, no piensas en el día después, en el duro domingo, cuando te despiertas convertida en un vegetal.

En un domingo posterior a una noche de marcha, el paseo más largo que das es de la cama al sofá, y del sofá al baño. Y vas a la cocina a duras penas.

Evitas reflejarte en los espejos pero, claro, como no eres un vampiro no puedes evitarlo, y te ves y te asustas. Y maldices la hora en la que decidiste salir y cuando, a las tres y media de la madrugada, pediste el penúltimo whisky.

Por no hablar del lunes, que te sigue costando arrancar y organizar la semana, y trabajar, y hacer la compra…

El sábado me pegué la gran juerga. Hoy es martes y aún tengo resaca.