Quien se inventó la frase «la realidad supera la ficción» se quedó corto. Muy corto. Cortísimo. Y si hubiera sido uno de los invitados de la boda a la que fui el sábado se habría dado cuenta de ello.
La tarde empezó muy romántica, en una preciosa iglesia y acabó como una auténtica bacanal en el elitista restaurante.
Sabéis que yo no daba un duro por esa celebración (si no contamos los 300 euros que solté en la cuenta bancaria de los novios y los 20 euros de la peluqueria, el traje, lo aproveché de una boda anterior, que no está el horno para bollos y para algo se lleva el rollo vintage, ¿no?) pero al final tengo que reconocer que el esfuerzo valió la pena.
Ver a la abuela del novio, medio borracha o borracha entera, bailando como una descosida el Walking on sunshine, de Katrina and the Waves no tiene precio.
La señora hacía movimientos espasmódicos, jaleada por los amigos de los novios. Estaba pletórica. Pero la pobre no acabó bien la noche. Una ambulancia la vino a buscar al restaurante: se rompió algo cuando fue al baño. Un mal pis le jodió la velada. Eran las once y media de la noche.
Mejor le fue a la amiga que me acompañó, que ligó (por decirlo finamente) con un canoso de muy buen ver, amigo del ya marido de mi prima segunda. Una sonrisita por aquí, otra por allí y un «si quieres, nos vemos en el baño». Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, entre los entremeses y el primer plato.
«Carlota, bajo un momento», me dijo con la mirada puesta en el canosito. «Por supuesto, tómate tu tiempo», le respondí sonriendo en dirección al chaval, que ya bajaba las escaleras.
Y me quedé mirando a la mesa de los niños, que tenía justo enfrente. ¿Sabrán ellos lo que se cuece en los servicios de este restaurante?, me pregunté mientras veía como engullían su plato de macarrones.
Un golpe seco en la frente rompió mi ensimismamiento. Le sucedió otro, y otro, y otro. Eran los críos. Me habían adoptado como diana y se divertían tirándome las piedrecitas del barroco centro de mesa. Y sus padres, riéndoles la gracia.
Menuda metáfora: mi amiga echando un quiqui y yo, el objetivo del centro de tiro del chiquipark. Necesitaba una solución, al menos tenía que parar los golpes, y fui a lo que casi nunca falla: el soborno.
Saqué un billete y me acerqué a la chiquimesa. «Os doy cinco euros para chuches si paráis con las piedrecitas», les solté con una sonrisa de oreja a oreja. «Vale», me dijeron los tres o cuatro bombarderos.
Superado el primer problema, me llegó el segundo. Mi amiga me tiraba de la americana del esmoquin. Iba algo despeinada, pero todo lo demás en su sitio. «Joder, hija, qué rapidez», le dije. «No, no… Si es que no…», me respondió.
¿Qué le habría pasado?