Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

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«El Infiltrado», por Gabriel Bevilaqua

Además de su jugoso vocabulario, de los curiosos nombres de sus personajes y de las excelentes vueltas de tuerca de sus historias, Gabriel tiene un increíble talento para otorgarle veracidad a las fantasías más fantásticas.

Me recuerdo leyendo el remate de «Mito Solidario» y sintiendo algo muy similar a la envidia. Si la memoria no me engaña, desde ese microrrelato en adelante comencé a leer cada una de las publicaciones de Gabriel Bevilaqua, y «El elefante funambulista» se convirtió en uno de mis blogs preferidos.

Bienvenidos a la serie «Inspiraciones Ajenas», un espacio creado para disfrutar de escritores y blogueros que leo desde hace tiempo. Hoy, en la primera entrega, Gabriel Bevilaqua nos escribe en 150 palabras.

El infiltrado.

CORRÍA EL RUMOR de que un dragón se ocultaba en la Corte bajo forma humana. Era la única explicación racional a los cadáveres medio comidos y chamuscados que empezaron a aparecer en el castillo. Los ministros le sugirieron al rey la comparecencia del ilustre hechicero Batelius a fin de dar con el infiltrado. Una vez en la Corte, Batelius congregó a todos en la sala principal y dijo: «Majestad, aunque los dragones son especialistas en el arte de la transformación, esta aguja tiene la propiedad de devolverlos a su forma original». Uno a uno, nobles, soldados y siervos, se expusieron al pinchazo verificador sin consecuencias. Al cabo, el hechicero dijo: «Sólo faltáis vos, Majestad…». Entonces el rey despertó, se dirigió hasta un ventanal y desplegó sus alas. Confiaba en llegar a la casa de Batelius antes que sus enviados.

Seán Ó Conaill, Breves historias de dragones y hechiceros (Dublín, 1893)

Las puertas de la fama

Aunque los cristales de la limosina están polarizados, los flashes que llueven sobre el vehículo molestan a la vista. El cantante se espolvorea la nariz antes de salir. Al abrir la puerta los gritos parecen violar sus tímpanos y los disparos de las cámaras embisten contra sus pupilas. La molestia lo obliga a cubrirse los ojos para empezar a caminar hacia el teatro. Cuatro guardaespaldas lo rodean y un quinto toma la delantera para abrir paso sobre el yuyal de fanáticos aglomerados. Todos quieren tocar aquel Dios terrenal que se las ha ingeniado para hipnotizar el corazón de millones de personas. A su espalda, emergen desde adentro de la limusina sus tres compañeros —baterista, bajista, guitarrista— igualmente acribillados por las cámaras fotográficas. A unos cincuenta metros se encuentra la puerta de entrada al teatro donde tienen que presentar su tercer disco. Para los cuatro artistas, es la puerta de salida.

Los límites de un don

Tenía la capacidad de soñar lo que iba a sucederle al día siguiente y por lo tanto, ya nada lo sorprendía. Al despertar, comenzaba la mañana con ciertos conocimientos que lo ayudaban a convertirse en una persona capaz de adelantarse a los problemas y planear de antemano la solución de situaciones complejas. Gracias a su don pudo evitar algunas desgracias, pero las muertes estaban fuera de su alcance. Por más que intentaba, al soñar con el fallecimiento de alguna persona, nada podía hacer para evitarlo. Interferir con los antojos de la parca le era imposible y después de varios intentos de salvar a familiares y seres queridos, tuvo que resignarse. Aunque asombroso, en ciertos casos su poder era inútil. Aquella noche, dentro de sus sueños, su hijo tuvo un accidente. A la mañana siguiente se despertó con una decisión ya tomada: un padre no merece ver morir a su hijo.

El hombre en la botella

Caminaba por la playa cuando encontró una botella semienterrada en la arena. Tantas cosas buenas vienen dentro de una botella que se decidió a desenterrarla. Ni bien sacó el corcho, sintió que alguien gritaba desde adentro de la botella. Al limpiar la arena adherida al vidrio, se encontró con un pequeño hombrecito que pedía a los gritos ser rescatado mientras golpeaba su cárcel de vidrio. Su cuerpecito era un poco más grande que el orificio de salida, así que mientras sacaba su mano por el agujero, él lo sostuvo con sus dedos y tiró hacia fuera hasta liberarlo.
—Muchas gracias buen hombre. Déjeme recompensarlo. ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó el hombrecito.
—Quiero ser millonario —deseo entusiasmado el buen hombre.
—Discúlpeme Señor, pero como está el país, tal cosa me resulta imposible. Para mí que usted leyó muchos cuentos de hadas —justificó el hombrecito y se retiró caminando, dándole la espalda.

La verdadera identidad de mi esposa

Mi esposa llegó a casa agitada, llena de moretones y con la nariz sangrando. Yo le pregunté qué le pasó y ella me contestó que me amaba, que no me enojara, que era espía y que acababa de cumplir su objetivo. Me aseguró que ahora conocían su identidad, que había logrado escapar y que no iban a tardar en encontrarla. No le creía, principalmente cuando dijo que había saltado de un auto en movimiento y se había internado en el bosque para ocultarse de sus secuestradores. Mientras me seguía contando, como ya les expliqué mil veces, unas granadas de humo rompieron los ventanales de casa y entraron ustedes pateando la puerta y apuntándonos a la cabeza. Después me encapucharon, me secuestraron y me arrastraron hasta este salón para preguntarme mil veces la misma cosa. Ya les dije que yo no conozco a mi esposa. Ya ni siquiera sé quién es.

El pintor monotemático

Desde aquel beso, el pintor nunca más volvió a pintar otra cosa más que el rostro de la mujer que logró enamorarlo. No volvió a dibujar otro paisaje más que el tranquilo río en el que la besó, el atardecer en el que, bajo el efecto de una mirada hipnótica, cerró los ojos, inclinó su cuerpo y rozó sus labios. Ella y él, sobre una roca, enfrentados, sentados en canastita, estirando sus torsos hacia delante, uniéndose por siempre, repetidas veces, constantemente sobre sus lienzos. De mil y una maneras, la misma y única escena era revivida por el pintor que, enamorado de aquel recuerdo perfecto —para nada sobrevalorado— lo representaba sin descanso. Aún así, el dulce beso, presente todo el tiempo en el corazón enamorado del pincel con el que garabateaba constantemente los mismos e idénticos trazos, fue único e irrepetible. El pintor lo sabía, pero le fue imposible aceptarlo.

El truco del Mago

Por quinta noche consecutiva, vuelve a llenar el teatro. Una banda de sonido cargada de intensidad comienza a sonar en la sala. Las luces se vuelven más opacas, se enciende la máquina de humo y el cajón es colocado por la secretaria en el medio del escenario. En un extremo del dispositivo se ve sobresalir una cabeza y desde el costado opuesto emergen un par de zapatos. El mago aparece cubierto por una túnica negra, sosteniendo la motosierra que luego utiliza para cortar el cajón a la mitad. La actuación es impecable. Está tan bien realizada y se siente tan realista, que incluso mucha gente se desmaya de la impresión. Los gritos de dolor, la sangre, las vísceras desparramándose sobre el suelo son detalles tan excéntricos y auténticos, que nadie se pregunta por qué el mago no vuelve a unir las mitades. El público, asombrado, le otorga un fuerte aplauso.

Justificación de la inexistencia

El guía del museo se para delante del cuadro y el grupo se coloca en semicírculo para poder apreciar un lienzo totalmente vacío, carente de colores y formas. Mientras todos se miran de reojo tratando de entender lo que parece ser una tomada de pelo, el guía se esfuerza por encontrar el arte de la pintura:
—En esta obra podemos ver cómo el artista expresa «la nada» gestada en su trabajo. En la pintura, olvidada antes de comenzar, vacía como un cuerpo sin alma, simplemente vemos un lienzo. La inexistencia del trabajo expuesto está planteada por el pintor a modo de reflexionar sobre la presencia real del mismo. Una pieza excepcional, exenta de pinceladas, representa tanto el comienzo como el fin, cuestionando la relación del espectador respecto al tiempo presente, dejando que la tonalidad de la tela sea el punto cero, al mismo tiempo que final y definitivo —explica entusiasmado.

Jugando con la ropa limpia

Arranca una hoja cuadriculada y menospreciando la advertencia de su madre, David sale a jugar con la ropa limpia al patio de su casa donde la lluvia del día anterior todavía se hace presente en algunos charcos de agua. Elige el charco más grande para simular el mar de su futuro barco de papel y con la habilidad de un artesano, realiza los pliegos necesarios. Cuando el barco está terminado, lo apoya sobre el agua para probar su resistencia. Al ver que la compleja obra de ingeniería naval no se hunde, comienzan a subir los marineros y cuando todo está listo, un soplido de David le da inicio a la travesía. El barco navega durante algunos segundos hasta hundirse al impactar contra una rama. Cientos de personas se ahogan en el fondo del charco mientras la madre de David se desespera al ver a su hijo jugando con ropa limpia.

Camino a la soledad

Para lograr una soledad plena, es necesario desprenderse de casi todo lazo afectivo. Perder contacto con la mayoría de las personas, ayudará a que todo individuo le sea indistinto y por lo tanto, les será imposible interferir en su vida. Habiendo logrado ese primer paso, el mundo le parecerá vacío, como si nadie existiese. Vivirá tan ideológicamente aislado que no será capaz de ver a las personas que caminan por las aceras. Chocar contra ellas será como chocar contra el viento. Tan solo se sentirá, tan felizmente solo, que podrá comenzar a hacer y deshacer sin vergüenzas, sin represiones, incluso hasta sin miedos. Nada importará cuando sienta aquellos dedos juiciosos señalando sus acciones. Muchos podrán tildarlo de loco, y lo harán, pero ya no tendrá oídos para escucharlos. Finalmente llegará un día en que sólo el sol le hará compañía. Será un buen momento para esconderse detrás de la luna.