Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de junio, 2011

Ancianidad intolerante

El miércoles 29 de junio, Juan Carlos Arro, de 78 años de edad, sale a la terraza de su edificio, apunta a un transeúnte con una carabina calibre 22 y le dispara a la cabeza. Son las 10:15 de la mañana cuando comienzan los gritos y las sirenas de la ambulancia y los patrulleros invaden el lugar. Nadie ha visto al asesino. Al día siguiente, mientras los diarios muestran en la portada una mancha de sangre sobre la acera, Juan Carlos Arro, incapaz de poder dormir debido al molesto ruido de la calle, sube nuevamente a la terraza de su edificio. Son las 10:37 de la mañana cuando un segundo transeúnte cae muerto a unos pocos metros del primer desdichado. Resurge el concierto de gritos y sirenas. Al día siguiente, viernes 1 de julio, nadie osa transitar por esa vereda. Finalmente, Juan Carlos Arro aprovecha para dormir hasta el mediodía.

Los caprichos de la megalomanía

Al Rey se le antojó tener una montaña con la cima nevada detrás de su palacio. —Quiero contemplar mi palacio, y para embellecerlo aún más necesito tener una hermosa montaña de fondo —dijo el Rey a uno de sus súbditos e instantáneamente se dio inicio a la planificación de tan magnánima y ambiciosa obra. Nadie reparó en gastos, ni en esclavos, ni en latigazos. Se necesitaron varios meses de trabajos forzados para cortar la base de la montaña más alta de la cordillera más cercana, y otros tantos para subirla sobre la base de troncos que luego fue utilizada para trasladar el gigantesco pico de piedras detrás del palacio. No fue tarea sencilla, como se podrán imaginar, pero finalmente valió la pena: el paisaje, sin lugar a dudas, embelleció la fachada dorada del palacio. —No solo la fe mueve montañas —dijo el Rey mientras contemplaba otro de sus tantos antojos.

Mi nueva esposa

Aunque se vea idéntica, sigue siendo falsa. Clonar a mi mujer se veía como una buena idea al principio —principalmente para que nuestro hijo no tuviera que lidiar con la muerte de su madre— pero ahora me doy cuenta del grave error que he cometido. Desde que está con nosotros en nuestra casa, no hago más que arrepentirme. La pobre no se da cuenta de por qué la desprecio, pero si supiera que en realidad no es ella, seguramente entendería lo que siento cuando intenta besarme, cuando intenta acariciarme, cuando intenta iniciar una conversación. Desde hace meses, acostarme a su lado se siente como tener un billete de 100 euros de color rojo. Hoy me preguntó por qué intento esquivarla todo el tiempo. «Ya estás muerta» debería de haberle contestado, pero no me atrevo a herirla. No puedo decirle eso a mi esposa, por más que ella no lo sea.

La repentina ausencia

A mucha gente comenzó a llamarle la atención que no se viera ninguno por ningún lado. Todos, absolutamente todos habían desaparecido sin dejar rastro alguno. «Especialmente ahora que estamos en pleno verano», decía la gente sin poder explicar el extraño fenómeno. Y después de varias semanas de ausencia, comenzaron a leerse los titulares en la portada de algunos diarios: «Se extinguieron los mosquitos», se anunciaba con mayúsculas sensacionalistas sin preguntarse si la afirmación era correcta o no. Pero lo cierto era que no se veían ni por casualidad. Extrañamente exterminados de un día para el otro, en las noticias no había más que especulaciones y no existía ni siquiera una teoría lógica que pudiera explicar la ausencia de los molestos insectos. Algunos periodistas, a falta de información, dijeron que se habían metido con la persona equivocada. Los pobres mosquitos, por lo visto, habían picado a alguien que no debían picar.

Después del bip

—Sé que estás ahí, atendé el teléfono por favor. Es importante.
—Por favor mi vida, no seas así. Dejame que te explique. Llamame. Besos.
—Hola, soy yo de nuevo. Si estás ahí… atendé. Hace tres horas que te estoy llamando.
—¿Llegaste? Todavía estoy esperando tu llamada.
—Bueno, si no me atendés… Patricia, ¿estás ahí?
—Te amo, te juro por lo que más quiero que te amo. No me hagas esto. Contestá el teléfono.
—Hola Patricia, ya pasaron 3 días desde que hablamos por última vez y hace 3 días que te estoy dejando mensajes. Me estás preocupando, al menos déjame que… llamame. Te extraño.
—Hola. Soy yo de nuevo. Entiendo que no quieras hablar conmigo, ¿pero hace falta que me preocupes tanto? Llamame por favor.
—Patricia, esta es la última vez que te llamo, si estás al lado del teléfono atendeme por favor. ¿Estás? ¿Patricia? ¿Estás?
—Patricia, contestá. ¿Estás ahí?

La combustión real

Las llamas del inmenso cuerpo ardiendo sobre la cama de troncos y ramas secas, parecen llegar al cielo. La columna de humo oculta las estrellas y la magnánima fogata oscurece la vida del príncipe, quien recordará de por vida el insoportable olor que desprende el cuerpo de su padre. Y pensar que nunca tuvo tiempo de aprender a resistir una guerra, a ganar una batalla, a blandir una espada, a portar una armadura, a sostener un escudo, a conquistar una dama. El orgulloso metro y medio de cenicienta y tupida experiencia que ahora ayuda a la combustión, no pudo ser transmitida y ya no habrá oportunidad para que el padre le enseñe a su hijo a moldear una barba. «Estoy en tu sangre», suspiró el rey segundos antes de que la gangrena diera el último bocado sobre sus labios. En ese instante, el príncipe sintió el peso de su herencia.

El acto de dormir

Todas las luces del teatro se apagan y en una completa oscuridad, sin que nadie pueda distinguirlo, se abre el telón. De repente un reflector se enciende y un decidido haz de luz cae sobre el medio del escenario, iluminando una cama de madera. El murmullo del público se apaga y el artista, vestido con un pijama a rayas y pantuflas, aparece de entre las sombras. Estira un poco los brazos, bosteza, se sienta sobre el colchón, se descalza, le pega varios golpecitos a la almohada para engordarla y se acuesta frente a su público para comenzar a dormir. Pero antes de taparse con las sábanas, saca un pequeño grillo de su bolsillo y lo deja libre sobre el suelo. En medio de un armonioso, suave y somnoliento frotar de alas, el artista se duerme por completo, entregándole al público sus sueños. 45 minutos después, los aplausos vuelven a despertarlo.

Puntadas en el pecho

Cuando terminé de contarle a mi doctor sobre las puntadas en el pecho, hizo algunas anotaciones y luego sacó una tela del cajón de su escritorio. —Este vendaje cura todo tipo de heridas —me dijo mientras depositaba la extraña tela en la palma de mi mano. Regresé a mi casa, apresurado por probarla, y comencé a seguir las indicaciones de uso que me había dado: desenrollé el vendaje a la altura del pecho, cubriendo bien cubierto el corazón, y luego lo dejé trabajar. Llegada la noche me acosté a dormir y al día siguiente ya se notaban algunos leves cambios. Hacía meses que no despertaba con una sonrisa. El vendaje estaba haciendo efecto y no solo empecé a sentir que se comenzaban a curar las heridas recientes, sino también las del pasado. Hoy, después de varios días de tratamiento, la aguda puntada de aquel viejo amor no correspondido, finalmente ha desaparecido.

La pareja perfecta

Gracias a un meticuloso análisis de las casi infinitas bases de datos de hombres y mujeres albergadas en las diferentes redes sociales, la pareja perfecta comenzó a estar al alcance de un simple click. Las personas comenzaron a buscar el amor únicamente en Internet, de acuerdo a la cercanía geográfica primero y los intereses compartidos después. Los gustos musicales, las preferencias en las comidas, los sabores predilectos, los gustos literarios, las películas favoritas, las edades, las series preferidas y, por supuesto, las preferencias sexuales, eran algunos de los datos básicos a los que se recurrían para unir a dos personas. Los avances en los espacios sociales que facilitaron las conquistas, incentivaron a que todos pudieran conocerse y enamorarse gracias a un certero algoritmo matemático que funcionaba como una especie de consejero sentimental. Paradójicamente, nunca más importaron los sentimientos, ya que solo se analizaban y calculaban los gustos de la gente.

Desde la terraza

Siempre que podía me escapaba sin que nadie lo notase. Era bastante sencillo evadir al guardia del pasillo —con unos cuantos cigarrillos alcanzaba—, doblar a la derecha antes de llegar al patio y subir los cinco tramos de escaleras. Solo, alejado de todo y de todos, la terraza era en mi lugar preferido, principalmente en primavera. Se me aceleraba el corazón cada vez que me acercaba al borde del edificio y se me ponía la piel de gallina cuando me imaginaba saltando al vacío. Pero aquel día decidí dejar de dudar, de preguntarme si era o no posible. Tomé carrera, fui corriendo con toda velocidad hasta el precipicio y a medio metro del borde, afirmé mi pie derecho y me impulsé hacia delante. Estando en el aire me coloqué en posición horizontal y abrí las manos. Pensar que mi psiquiatra intentaba convencerme de que yo no tenía capacidades para volar.