Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

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Reflejos de un espejo

El espejo me reflejó con tan exacta perfección, que la imagen se hizo realidad. Salió caminando desde el cristal, me saludó estrechándome fuertemente la mano y se fue de la habitación cerrando la puerta a su paso. Yo, nervioso, asustado, confundido por la situación, miré nuevamente al espejo y ahí estaba, otra vez yo, reflejado, tan soberbiamente reflejado que la figura se volvió realidad, salió caminando desde el cristal y al igual que la anterior, me saludó muy amablemente y se marchó de la habitación cerrando la puerta a su paso, dejando un marcado aroma a melancolía en el aire. Rápidamente me aparté del cristal para evitar verme nuevamente clonado y después de reflexionar sobre lo sucedido, decidí tirar una manta sobre el espejo para taparlo y colocarlo boca abajo. Luego salí de la habitación y cerré la puerta a mi paso para comenzar la búsqueda de mis otros yo.

Esperando el castigo divino

Apretó demasiado la soga y acabó con la vida de su víctima. La verdadera intención era asustarlo, enseñarle que no le convenía meterse con él, demostrarle lo que podría pasar la próxima vez. La muerte por asfixia fue algo que no estaba planeado. Pero si bien fue un error, fue uno de los que no se perdonan. Limpió meticulosamente los posibles detalles que podían llegar a incriminarlo, ordenó los muebles que se habían corrido en el forcejeo y se fue de la casa. Los investigadores no descubrieron ninguna pista y la justicia ni siguiera llegó a interrogarlo, pero él no pudo con las insistentes preguntas de su conciencia. Estaba arrepentido y sabía que tenía que ser castigado, pero no se atrevía a entregarse. A cambio, decidió esperar el merecido castigo divino y al ver que nunca llegaba, optó por adelantarse al juicio. Se quitó la vida para acelerar los trámites.

La subasta de la escultura que camina

La sala estaba repleta de personas y algunos millonarios excéntricos resaltaban del resto. Entre ellos había un anciano calvo, con bigotes y monóculo, una señora con un caniche toy dentro de su cartera y un llamativo personaje con camisa hawaiana y pantalón corto que resaltaba entre los trajes de etiqueta. De repente, la escultura que camina entró a la habitación y se dirigió pausadamente hacia el centro del escenario. —¿Cuánto ofrecen? —preguntó finalmente el subastador y la escultura que camina dibujó un gesto de preocupación en su rostro metálico. Todos guardaron silencio hasta que el hombre del monóculo rompió el hielo y gritó la primera oferta. Mientras los demás participaban fervientemente de la subasta y le otorgaban un ostentoso precio a la escultura, yo no pude emitir palabra. Me pareció demasiado de mal gusto comprar una figura viviente para tenerla encerrada en mi casa por miedo a que se escape.

Abominables creaciones

Los científicos locos solían armar desfigurados monstruos haciendo un collage con distintas partes de personas y, la mayoría de las veces, lo traían a la vida haciendo uso de una fuerte descarga eléctrica. Un rayo de tormenta era el método más utilizado a la hora de hacer latir el corazón y hacer funcionar el cerebro de los pobres y deformados monstruos. Estos científicos locos que trabajaban en pos de la ciencia a mediados del siglo pasado y a los que les precedía una muy mala reputación debido a los destrozos causados por sus creaciones, dejaron de ser la atracción de las turbas violentas armadas con antorchas y horquillas. Esta gran disminución de popularidad no se debió al cese de sus experimentos, sino a una muy cuidada reserva a la hora de realizarlos. Hoy día sus prácticas científicas han mejorado estéticamente pero sus más abominables creaciones, llamadas políticos, continúan causando destrozos.

La lágrima obligada

El murmullo de la gente tratando de hablar en silencio se ha apoderado de la habitación. Son varias las personas que están llorando. Algunas lo hacen con medida reserva, tratando de ocultar la tristeza y otras lloran a moco tendido, con ataques de nervios incluidos. Algunas son sinceras; otras lo disimulan. Él no siente nada pero igualmente se ve en el compromiso de largar unas lágrimas. Piensa en perros vagabundos, en niños hambrientos y panzones, en habitaciones de hospital. Ni siquiera con esas imágenes siente la tristeza suficiente e insiste nuevamente con payasos tristes, cenas navideñas solitarias y amores no correspondidos. Nada. Recuerda entonces que tiene el corazón hambriento como los colibríes en otoño y aun así, las lágrimas son mezquinas. Observa que los recién llegados lagrimean en silencio. Presionado por la competencia hace un tercer intento. Esta vez mira dentro del cajón para inspirarse. El lagrimal apenas logra humedecerse.

Fama de valiente

Es una verdadera molestia tener fama de valiente. Solitario, con la única compañía de mi corcel blanco, armado con mi espada y protegido por mi escudo y armadura, vago por los reinos buscando aventuras y desafíos. Y cuando no los encuentro, los desafíos saben cómo hallarme. Mi nombre viaja por los oídos y bocas de los hombres, mujeres, ancianos y niños que relatan mis hazañas; muchas veces, no lo voy a negar, suelen exagerar. Lamentablemente mi estructura física suele decepcionar a los incrédulos y por eso es que frecuentemente me veo en la necesidad de demostrar mis habilidades y valentía. Todos creen que soy un mito y sus estúpidas mentes no pueden imaginarme cazando dragones o combatiendo ejércitos. Por lo tanto, son muchos los que me desafían a muerte y me obligan a mantener mi fama, ya que el día que la pierda, será el triste día de mi muerte.

Platos rotos

Está todo el día mirando televisión, despatarrado en el sofá, tomando cerveza. Desde que sucedió el accidente ya no es el mismo. Sus ojos, aunque abiertos, permanecen perdidos todo el tiempo. Vive deprimido, con las ventanas cerradas y no sale de casa ni para tirar la basura. La casa está hecha un desastre y por si eso fuera poco, nuestra relación va de mal en peor. Ya no me habla y ni siquiera se digna a mirarme cuando lo saludo al llegar. Me ignora. Ayer le pregunté si quería comer algo en especial. Siguió haciendo zapping, saltando de canal en canal sin pestañar. Su indiferencia me hizo perder la cabeza y comencé a revolear la vajilla por toda la cocina; sólo logré empeorar las cosas. Se fue asustado y hoy, después de pasar la noche afuera, regresó en compañía del sacerdote que está intentando librar la casa de mi presencia.

El primer paso es aceptarlo

Llegué a la reunión y ya todos estaban sentados en círculo. El humo de los cigarrillos encendidos formaba una tenue niebla sobre la única lámpara que iluminaba el salón. Fui el último en llegar. Había un molesto murmullo en el aire y eso me hizo sentir mucho más incómodo de lo que ya estaba. La mía era la única silla abierta que faltaba ser ocupada para completar el círculo. Después de hacer una breve introducción, el coordinador del grupo que seguramente era psicólogo, me invitó a presentarme, a sincerarme conmigo mismo, y a sincerarme con el grupo. Dijo que «aceptar el problema es el paso más importante para superarlo». El silencio se hizo algo molesto y todos me miraban morder mi labio inferior hasta que por fin tomé coraje. —Hola, mi nombre es Pac-Man y soy adicto a las anfetaminas —confesé con un hilo de voz, mirando hacia el piso.

Cuando el cuerpo reacciona

Fue la memoria muscular, calculo, lo que me hizo llegar hasta su casa. Caminaba perdido en mis pensamientos cuando de repente vuelvo a la realidad y me encuentro golpeando su puerta como en los viejos tiempos. Nos habíamos peleado hacía varios meses y por lo visto todavía no había logrado olvidarla, ni a ella ni a la rutina. Mientras andábamos de novio yo salía todos los días del trabajo, pasaba por su casa, almorzábamos y luego volvía a la oficina. Nos peleamos por cansancio, o porque soy un despistado, ciertamente no lo recuerdo. Lo cierto es que abrió la puerta y se sorprendió con mi presencia tanto como yo lo estaba.
—¿Qué hacés acá?
—No tengo idea.
—¿A qué viniste? —insistió.
—La verdad no sé. Creo que mi cuerpo te extraña —especulé. A ella le pareció una mala excusa y cerró la puerta. Mis piernas regresaron solas a la oficina.

El loco Buenavista

Las actitudes del loco siempre fueron arriesgadas e impredecibles. Eso era lo más característico del loco Buenavista, como se lo conocía en el pueblo por hacer cosas que escapaban a la creatividad y osadía del resto. El sobrenombre siempre le antecedió al apellido y como ya habrán notado, suplantó al nombre, el cual nadie conoció a ciencia cierta puesto que sus padres también habían tomado la no tan cariñosa costumbre de usar el apodo. Claro está que el loco Buenavista era un «loco lindo», como suele decirse. Un loco sin ningún tipo de problema mental y con los tornillos bien puestos. Siempre atento sobre lo que hacía y los peligros que corría, y siempre considerado y preocupado por si sus locuras podían llegar a perjudicar a alguien. Tristemente, el hecho de que hable en pasado sobre el loco Buenavista, nos da una pista de hacia dónde lo llevaron sus locuras.