Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de octubre, 2010

La vida de los amantes

Aquel esposo es capaz de convertirse, cuando quiere, en amante. Y como tal, abandona su casa a mitad de la noche. Se pone la capucha y salta los cercos de las casas vecinas con la luna como testigo. Encorvado se escabulle por una ventana, entra al cuarto con el sigilo admirable de un felino, le roba un pedazo de corazón a la señora de la casa y regresa triunfante, saltando por los tejados ante los ojos expectantes de la madrugada. Entra a su hogar tratando de que las bisagras del mosquitero no hagan mucho ruido. Se acuesta en cámara lenta y mirando la ventana se queda dormido, acomodado hacia un costado, con la mano debajo de la almohada. Luego un hombre asoma la cabeza por debajo de la cama, se arrastra zigzagueante hasta la puerta de la habitación y se aleja por el pasillo, haciendo equilibrio para ponerse los pantalones.

La viuda limpiando el living

Una nube de polvo que se había levantado al pasar el plumero caía nuevamente, levemente, angustiosamente sobre el mueble. Las partículas se divisaban gracias a los rayos de sol que al pegar sobre el estampado de las cortinas, teñían su casa de verde claro. Volvió a colocar los portarretratos sobre la madera ya lustrada. Acomodó mirando hacia afuera la foto en la que estaba abrazada a su hijo. De fondo se veía la casa de campo de su abuela. El siguiente portarretrato contenía la foto de su esposo, sacada mucho tiempo antes de que se conocieran. Prefería recordarlo así. En el medio de las imágenes puso el cenicero, aquel que no se usaba desde que su marido había muerto. Por último sopló sobre el muble para ver cómo se volvían a elevar las partículas de polvo que, sutilmente, volvieron a caer tal si fueran cenizas encendidas apagándose en pleno vuelo.

El hombre que vive en el séptimo

Estaba concentrado, leyendo en el sillón ubicado al costado de la ventana. Los párpados se me cerraban a causa del sueño y de repente sentí una fuerte voz que parecía entrar desde el balcón. «¡Se incendia el edificio! ¡Se incendia el edificio!», escuché. «¡El del séptimo. El hombre que está en el séptimo. Salga que hay un incendio en el edificio!», insistió el grito del desconocido. Se me ocurrió que era una broma del destino o bien, que me estaba volviendo loco. Lo cierto es que la voz era tan insistente que aunque descreía de ella, finalmente salí al balcón. Sentía miedo por lo que me podía llegar a encontrar. Al mirar hacia abajo pude ver un camión de bomberos, luces girando y gente reunida alrededor del edificio. Recuerdo que estuve a punto de desmayarme. Siendo sordo desde los 9 años, es un verdadero milagro que haya escuchado la advertencia.

No todos los tréboles tienen cuatro hojas

Sintió que había tenido la suerte de conseguir el trabajo pero como suele pasar, la gente no siempre está conforme con lo que tiene. Así, lo que al principio fue un alivio se convirtió luego en una pesada mochila. Felizmente, volvió a sonreírle el destino cuando sacó la lotería. Siempre jugaba la fecha en que había cometido el error de aceptar aquel sucio negocio. No tuvo descanso desde el instante mismo en que le encargaron la primera tarea y por consiguiente, usó el dinero para retirarse. Volvió a sentirse un hombre libre por estar apartado de su profesión pero a los pocos meses, la vida le regaló una enseñanza: se dio cuenta de cuánto necesitaba lo que tenía, después de haberlo perdido. El asesino a sueldo, arrepentido, volvió a pedir su antiguo trabajo y tal como en la lotería, la alegría para uno se convirtió inevitablemente en desgracia para otros.

La ciudad color verde

El laborioso pintor del pueblo, harto de pintar los tapiales y las fachadas de las casas, se reveló ante la monotonía de su trabajo y quiso demostrarse a sí mismo lo que podía llegar a hacer con un pincel y una lata de pintura. Al otro día, no hubo nada que no amaneciera de verde. La ciudad completa había sido invadida por un único color y ni siquiera el celeste del cielo se había salvado. Todo, las personas, los autos, las mascotas, el cemento, las bicicletas, los bancos de la plaza, la iglesia, la estación de bomberos, las escuelas y los hospitales; todo se pintó de verde y el pintor, quien había entrado por la noche a cada una de las casas para pintarles muy meticulosamente los ojos a sus habitantes mientras dormían, nunca reveló el secreto. La visión monocromática del pueblo, comenzó a borrarse al tercer lavado de cara.

Evolución precoz

Comenzó a sentir una leve picazón en la frente y luego sobrevino un fuerte dolor de cabeza. Las puntadas en la sien eran casi insoportables. Su cerebro había empezado a crecer rápidamente, pero la estructura ósea del cráneo que lo albergaba no se dignaba a ceder el espacio necesario. Sin explicación racional alguna, el complejo órgano siguió aumentando de tamaño hasta que le fue imposible soportar la presión. El hombre murió a las pocas horas, siendo mucho más inteligente de lo que su cabeza podía soportar. Pero en los últimos instantes de vida, segundos antes de que los hilos de sangre comenzaran a deslizarse por la nariz, los ojos y las orejas, logró comprender a la muerte como una mera transformación. «El ser humano simplemente deja de ser lo que es», pensó, y falleció con una pacífica sonrisa en la cara, ansioso por reconocerse en su nueva vida post mortem.

En otra parte de la galaxia

En el mundo donde había aterrizado reinaba una noche eterna, aunque esto no le impedía estar completamente iluminado por cuatro lunas brillantes que orbitaban alrededor del planeta y tapaban los cuatro soles que se ubicaban paralelos a ellas. Allí conoció a Axiria, una muchacha que se le insinuó apenas descendió de su nave. El turismo espacial estaba en pleno auge, así como también la exótica oferta sexual de los planetas de moda. Ella era una de las empleadas del hangar espacial y después de sellarle el pasaporte que lo autorizaba a circular por todo el planeta, lo invitó a conocer su casa. Entraron a un gran cuarto esférico carente de gravedad donde las paredes proyectaban el espacio. Las ropas comenzaron a flotar vagabundas entre las estrellas mientras él, desnudo, se preguntaba si había valido la pena viajar durante tantos meses para hacer el amor con una mujer con cuatro senos.

La recompensa del caballero

A lo alto se ve el castillo de piedra bordeando el acantilado. Para llegar hasta él hay que atravesar el bosque. El camino está bien definido aunque aún nadie se haya atrevido a recorrerlo.
«Manténgase alejado aquel que no quiera tener problemas», advierte un cartel de madera, clavado sobre la marcada línea que establece el límite entre la extensa pradera y el espeso mar de árboles. El clima es húmedo y al caballero se le aflojan las piernas al ver que la luz del sol apenas se hace presente en el interior del bosque. Aún así, sabe que detrás de los peligros se encuentra la tan ansiada princesa de cabellos rubios, senos abundantes y ojos celestes. Se introduce valeroso en su quijotesca conquista, sin saber que el cartel no advierte sobre el bosque, sino sobre la recompensa. Fue aquel tesoro prometido quien después del casamiento, le hizo la vida imposible.

Un pueblito sobre su cabeza

Después de levantarse y cepillarse los dientes, al peinarse pudo notar que habían fundado un pequeño pueblito sobre su cabeza. De un día para otro, en apenas una noche, habían ocupado gran parte de la superficie de su cuero cabelludo sin siquiera pedirle permiso. Se dio cuenta de la gravedad del asunto cuando ya era demasiado tarde. Los aldeanos lo molestaban constantemente con los ruidos propios de un asentamiento en pleno auge. Ya habían construido sus casas, un hospital, una escuela y estaban a punto de inaugurar la iglesia cuando él, molesto por el ruido de las campanadas, suspendió la misa con un fuerte sacudón de cabeza. El pueblo se paralizó del miedo y reinó el silencio. A la mañana siguiente, lo despertaron las campanas que anunciaba el entierro de las víctimas del terremoto. Faltaban pocas horas para que hicieran algunos hoyos en su cabeza y sepultaran los primeros cuerpos.

Haciendo sociales

Mientras moraban dentro del seno materno, compartieron el alimento. Pero más importante aún, compartieron las enseñanzas. Durante aquellos largos meses de gestación, aprendieron la importancia de respetar la opinión ajena. Supieron además que sus límites terminan donde comienzan los de los demás y esa reflexión en particular, estando dentro de un espacio tan reducido, fue de gran importancia. La comprensión, la tolerancia y el respeto son otros de los tantos conceptos que dedujeron por sí mismos mientras habitaban las viscosas y oscuras entrañas de su madre. Como si se tratara de dos inquilinos viviendo bajo el mismo techo, se adaptaron a la convivencia entre hermanos y de esa forma, se prepararon para vivir en armonía con la sociedad. Al nacer, todas aquellas enseñanzas que habían sido grabadas a fuego en cada uno de los gemelos, nunca fueron olvidadas y en tan solo 9 meses, se educaron para toda la vida.