Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de septiembre, 2010

Uno de piratas

El loro del Capitán Blue había sido bautizado como Pérsico, un plumífero verborrágico de una inteligencia superior a la de los tripulantes del Escarlata, nombre por el que se conocía el temible galeón. Pérsico era el leal habitante de los anchurosos hombros del Capitán y en su posición de confiable consejero, ayudaba a tomar ciertas decisiones con particular excentricidad.
Después de un saqueo, Williams Blue, apuntando con el trabuco al capitán del barco abordado, le consultaba a Pérsico sobre el destino del enemigo. El loro, de un humor ciclotímico, se colocaba sobre el hombro izquierdo del Capitán para recomendarle que liquidara al adversario, o caminaba hacia el derecho para sugerirle que lo dejara con vida.
Las acciones piadosas moraban sobre la diestra de Williams Blue, pero para desgracia de muchos, Pérsico se sentía mucho más cómodo en el costado opuesto del extenso territorio que ofrecía la espalda de su Capitán.

Agristofelos el alquimista

Igualar la densidad, la dureza y el tacto del oro, era el trabajo del alquimista y orfebre Agristofelos, que internado en su laboratorio intentaba constantemente la transmutación de cualquier metal en oro. Utilizó un sinfín de técnicas y recetas. Destiló, fundió, condensó, evaporizó, derritió, solidificó y en cada uno de los procesos y técnicas experimentadas, no encontró más que pequeños fracasos. Pero Agristofelos nunca tiró la toalla y volvió a fundir, condensar, evaporizar, derretir, solidificar y realizar tantas técnicas con tan variados materiales durante tantos años, hasta que finalmente alcanzó su objetivo. La densidad era idéntica a la del oro, la dureza, exactamente igual y el tacto, afortunadamente, no tenía diferencia respecto al noble y codiciado metal. El trabajo de su vida había brindado sus frutos. Si al menos hubiera anotado en alguna parte la receta del largo proceso que llevó a cabo para conseguir unos pocos gramos de riqueza.

Reversión de los milagros

No hizo falta que las aguas se partieran al medio para cruzar al otro extremo. Él dio los primeros pasos y milagrosamente, evadiendo las leyes físicas, su cuerpo se mantuvo de pie. Para brindarle aún más seguridad a nuestros ojos escépticos, se internó mar adentro y comenzó a saltar sobre las olas, demostrando que la materia líquida sobre la que caminaba era mucho más sólida de lo que parecía realmente. Un hombre a mi izquierda, con fe ciega comenzó a correr y como si lo hiciera sobre la tierra, llegó hasta donde se encontraba aquel que pedía confianza. Las dudas se desvanecieron cuando vimos a nuestros perseguidores aparecer a lo lejos. Comenzamos a caminar apresuradamente y no paramos hasta llegar al extremo opuesto. Ellos iban por la mitad del trayecto, sorprendidos por su nueva habilidad milagrosa, cuando el fondo del mar reclamó sus cuerpos. El agua volvió a ser agua.

El hombre sobreadjetivado

Que bello, hermoso, tierno y simpático bebé que fue el hombre sobreadjetivado. La tranquila y pacífica educación brindada en la niñez y en la adolescencia por sus padres, convirtieron al hombre sobreadjetivado en una serena, comprensible y carismática persona de bien. El bondadoso hombre sobreadjetivado vivió toda su vida sobre el buen camino, con una moral y ética intachables que lo llevaron a ser el prestigioso, atento, inteligente e incorruptible intendente del ordenado y limpio pueblo que gobernó. El amigable, amado, adorado, alabado, apreciado, e idolatrado hombre sobreadjetivado es la única persona que se supo ganar todos y cada uno de sus adjetivos. En el misericordioso, piadoso y compasivo hombre sobreadjetivado; en el filantrópico, generoso, idealista y humanitario hombre sobreadjetivado no hay lugar para ningún adjetivo más, y no hay quien pueda decir nada malo ni mucho menos contradictorio a todo lo que se dice sobre el adjetivado hombre sobreadjetivado.

La noche victoriosa

La ruta está vacía. Avanza en línea recta y muy de vez en cuando hay una leve curva casi imperceptible. La radio no funciona y el viento que se mete por la ventanilla abierta es lo más cercano a una distracción. Los cigarrillos se terminaron unos kilómetros antes. Un neumático pinchado lo demora más tiempo del estipulado y en consecuencia, la noche comienza a aparecer por detrás, amenazante, con la boca abierta, queriendo tragarse el horizonte. Él continúa su viaje mientras todo va oscureciéndose gradualmente hasta apagarse por completo el árido paisaje que se encuentra a sus costados. Sólo puede verse el camino grisáceo iluminado por los faros del auto. Pero la oscuridad, negra, testaruda y ambiciosa, comienza a plegarse sobre el asfalto, tapando todo a su paso. Junto con ella avanzan unas pestañas lagañosas y cansadas que al desaparecer por completo, le otorgan a la noche una trágica victoria.

Una única preocupación

Todos los días son iguales y no cambian en el más mínimo detalle. La intriga está presente todo el tiempo, oculta por una luz insoportablemente blanca y brillante. Es tentador, no lo niego, muero por descubrir lo que hay al otro lado. Pero sé que no se tiene que ceder a todas las tentaciones, muchas de ellas no son buenas y por lo tanto, resisto y espero. Al fin y al cabo, esperar no es tan malo y todo depende de qué es lo que uno está esperando. Otra parte importante de la espera, es la comodidad. Si uno está cómodo, repito, esperar no es tan malo. Por el momento estoy recostado, sin ningún tipo de responsabilidad más que la de esperar. Mientras tanto, el brillo intenso al final del túnel nunca se apaga y lo único que me preocupa, es la cuenta que me va a venir de luz.

La declaración de amor

Coloca algunas hojas sobre el escritorio, destapa el tintero y acaricia la pluma con la que comienza la declaración de amor. Con la meticulosidad propia del enamorado, se inspira en las sensaciones vividas aquella tarde en el puerto mientras la observaba descender del barco. Si no la hubiese conocido, nunca hubiera imaginado un rostro tan angelical, un andar tan refinado y una mano tan suave como la que sostuvo para saludarla. Al terminar, firma, pliega la hoja, la coloca en un sobre y su criado se encarga de entregarlo en mano.
La señorita abre el sobre y lee la carta que comienza con una clave de sol sobre la segunda línea del pentagrama. Intrigada, observa sobre la hoja un bosque repleto de redondas, negras, blancas y corcheas que al cobrar vida en el piano, la describen angelical, descendiendo armoniosamente desde un barco, estirando su mano, cautivando a un pianista enamorado.

La ancianidad desvanecida

Las poses destacan las arrugas de un cuerpo desnudo que se esfuerza por acentuar las curvas, dejando la ancianidad en un segundo plano. Mirando hacia la cámara, la abuela se lleva un dedo a la boca. Sentada en el suelo, abraza sus rodillas. Apoyada en la columna, inclina levemente su mirada hacia el horizonte. Quiebra la débil cadera colocando sus manos sobre la cintura. Recostada en el sillón, eleva sus piernas. Las poses son tan clásicas como variadas pero los gestos de la anciana, aunque sobreactuados, lograron el contraste buscado por el artista que con el ojo afilado, pulió con paciencia los movimientos. Puede observarse también cómo la lente de la cámara logró capturar la esencia de la modelo, quien en el proceso de trabajo, fue transparentándose gradualmente ante cada destello del flash. En la muestra, la última imagen de la galería, expone los contornos ausentes de un cuerpo desaparecido.