Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

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El cuarto 314

Los párpados comienzan a pesarme y decido parar en el primer hotel que veo al costado de la ruta. Estaciono, pido una habitación, me dan la llave, subo las escaleras y camino hasta el final del pasillo. Un cartel con el número «314» está clavado sobre la puerta. Revuelvo en el fondo del bolsillo de mi sobretodo hasta que entre papeles, monedas, pastillas de menta y algunos billetes arrugados, encuentro la llave. La coloco en el picaporte, giro dos veces hacia la derecha y pateo suavemente la puerta para abrirla. Meto la mano en la oscuridad del cuarto buscando la perilla de la luz sobre la pared. La enciendo. El interior de la habitación se ilumina por completo y no puedo evitar preguntarme cuánta electricidad se gasta para alumbrar una habitación infinita. Alcanzo a ver la cama a unos cuantos kilómetros al fondo. El descanso se va a hacer esperar.

Nota:
Hola Chicos. Antes que nada me gustaría agradecerles por seguir visitando y comentando en este espacio durante mi ausencia.
De acuerdo a lo estipulado hace un mes atrás, tendría que haber vuelto a publicar el 7 de mayo pero los tiempos se fueron retrazando un poco. «Las cosas de palacio van despacio», suele decir un amigo de la casa.
Mientras tanto, los dejo con el microrrelato de hoy.
Nos vemos en unos días. Gracias por la paciencia.

Sin dejar de escribir

Narrando su biografía, después de cientos de páginas el autor se encuentra escribiendo su presente en primera persona: «…y ahora que estoy bosquejando estas palabras de despedida y llegando al final del libro que ha narrado las historias y reflexiones más trascendentes de mi vida, me invade esta extraña sensación que jamás he vivido. Puedo sentir, en el rincón más oscuro de mi mente, cómo se gesta, crece y se ramifica por todo mi cuerpo el miedo a la muerte. Y aunque el carácter desquiciado de la siguiente declaración me pinte cierto rubor en las mejillas —nunca antes he sido un supersticioso—, debo confesar que me es físicamente imposible alejar mis dedos del teclado. Temo, por más ilógico que suene, que al dejar de escribir mi vida, sobrevenga mi muerte. Sin lugar a dudas sería un buen final para el final de mis historias, pero prefiero seguir viviéndolas, continuar escribiéndolas».

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Nota del autor:
La noticia con la que está relacionado el microrrelato de hoy, tiene como fecha el 7 de abril del año pasado, día en el que comencé a escribir en 20minutos.es. En un momento había pensado en hacer un poco más de ruido y anunciar algunos días antes la llegada de este suceso, pero finalmente preferí tomar por sorpresa a los lectores de 150xdía: contando el microrrelato de hoy, he logrado narrar los 365 microrrelatos a los que me había propuesto llegar.

La ocasión amerita un exceso de palabras.
«Terminé», dije al momento exacto de contar la cantidad de palabras del microrrelato de hoy e instantáneamente fui a la cocina y me preparé un fernet con coca para festejar.

Me sentí, nuevamente, como me sentí con los primeros 365 textos. Incluso mejor porque en esta segunda etapa, el desafío fue más complejo. El público era mayor, muchísimo más exigente, las reglas dificultaban la propuesta —microrrelatos inspirados en una noticia de la actualidad—, y los compromisos eran mayores. Fallar ante tanta gente, fallar en el segundo medio español más leído del mundo, me daba un miedo espantoso. Felizmente salió mejor de lo esperado.

A razón de 1 historia por día, fueron 365 las historias escritas en este blog. Y sin lugar a dudas hay otros centenares de historias si contamos los comentarios microrrelatados que los usuarios más fieles de 150xdía narraron a lo largo del año. Se siente sinceramente bien que la gente lea y aporte tantas cosas a los textos. Mi más sincero agradecimiento a todos ellos, así como también a los lectores inactivos que coronaron este blog con un promedio de 100.000 usuarios únicos mensuales.

Gracias a todos por hacer este proyecto posible: 1 año sin descanso, escribiendo 1 microrrelato por día y cada uno de ellos con 150 palabras, ni una más, ni una menos.

Ahora se viene un merecido descanso y calculo que en un mes regresan las 150 diarias con imagen renovada y varias novedades.

Abrazos para todos.

La segunda extinción

Al morir de viejo el último panda que quedaba sobre el planeta, se logró conseguir, mediante un polémico debate internacional, una aprobación que permitía la clonación de tan bello animal extinto. De esta forma, la especie que había desaparecido, no solo reapareció sino que además aumentó significativamente en número. Finalmente, lo que fue una gran cantidad de ejemplares —exentos de peligro de extinción y bajo protección internacional— no tardó en convertirse en un exceso. La anomalía en el proceso reproductivo de la especie, producto de una modificación genética llevada a cabo para aumentar la población en el menor tiempo posible, tuvo sus obvias consecuencias. El oso panda terminó por convertirse en una gran epidemia y por supuesto, para mantener el equilibrio del ecosistema, se necesitaron medidas drásticas: la caza furtiva hizo lo que mejor sabe hacer. No pasó mucho tiempo hasta la solicitación de una segunda aprobación para la clonación.

El encargue de la cigüeña

Tocaron timbre y la futura madre corrió ansiosa hacia la entrada para abrir la puerta.
—Hola, traigo un encargue su familia. ¿Me firma estos papeles por favor? —consultó la cigüeña.
Mirta asintió, firmó la entrega y recibió un pequeño paquete envuelto en tela blanca.
—¡Juan José! ¡Juan José! ¡Llegó nuestro hijo! —gritó Mirta a su marido y juntos, entusiasmados como pocas veces lo habían estado, desenvolvieron la tela y abrieron la cajita donde viajaba su bebé.
—Es hermoso, ¿no? —preguntó Mirta no tan convencida. —Creo que tiene tus ojos —dijo dudando mientras miraba a su marido, quien trataba de encontrar alguna similitud.
—¿No es verdoso? —preguntó Juan José mientras especulaba sobre una equivocación de la cigüeña, pero el posible origen extraterrestre del niño poco importó cuando el pequeño, recién llegado a casa, emitió sus primeras palabras.
—Mamá, papá —dijo en perfecto castellano, y a sus padres no les quedaron dudas.

Las leyes de la física

Tenía una obsesión con los objetos viejos. Por más que reflexionara y comprendiera la innecesidad de conservarlos y atesorarlos en el ático, no podía desprenderse de ellos. Durante toda su vida guardó trastos, cachivaches, chirimbolos, cascajos y todo tipo de porquerías rotas, inútiles e inservibles hasta que cierto día —culpa de las molestas leyes de la física— se quedó sin espacio. Subió al ático para guardar un armatoste inservible y se vio casi obligado a seleccionar algunos objetos para deshacerse de ellos. Mientras buscaba entre los más rotosos, se encontró con un baúl cúbico de madera que ni siquiera recordaba haberlo tenido. Las caras del baúl medían cerca de un metro por un metro pero al abrir la tapa, el contenido parecía infinitamente más amplio y extrañamente profundo. Al instante se le vino a la cabeza su tatarabuelo que, de joven, ejercía de mago. Nunca más tuvo problemas de espacio.

Un millonario excéntrico

El excéntrico millonario llega a su palacio y abre la puerta usando un código de voz. Enciende las luces, también con código de voz, y le pide a la orquesta situada en el escenario de la sala que toque algo de jazz. Camina hasta la cocina, se pone una abrigada campera de invierno y entra a su heladera para buscar una cerveza. Después de esquivar unas cuantas estanterías, sale y le entrega el abrigo a una de sus mujeres que lo espera semidesnuda sobre la mesada. Regresa a la sala, se sienta en el sillón y le pide a la orquesta que le ceda el espacio al grupo de teatro para que improvisen alguna obra. Al rato pone a los artistas en pausa usando otro código de voz: —Aguántenme un segundo que voy al baño —ordena, y luego se sienta en un inodoro como el que tiene todo el mundo.

La imposibilidad del descanso

«Algo peor que no despertar después de acostarse a dormir, es no volver a dormir nunca más», piensa, y se imagina en esa situación, con los ojos inyectados en sangre, abiertos en la oscuridad de su cuarto, esperando inútilmente a que sus párpados logren cerrarse. Le preocupa llegar al extremo de encontrarse físicamente imposibilitado para dormir. «La falta total de descanso seguramente es la peor de las torturas», reflexiona ante la ausencia de sueño y paranoico se desvela, preso del temor a vivir esa desgracia. «La peor de las muertes», continúa maquinándose e insiste dando vueltas en la cama, girando el cuerpo para un lado, para orto, boca arriba, boca abajo, con las manos debajo de la almohada. Luego, sin darse cuenta, duerme. Se entrega al glorioso descanso aunque sólo sea durante unos pocos minutos hasta que, finalmente, despierta ante la recurrente pesadilla de no volver a dormir nunca más.

Psicología inversa

Algo tenía que hacer. Al principio y mientras duró, no lo niego, funcionó a la perfección. Pablo era tan maleducado y desobediente que al ordenarle algo, nunca obedecía y de puro mal llevado, hacía exactamente lo contrario. Al decirle que hiciera tal cosa, para él, significaba lo opuesto casi literalmente. Susana fue la primera en usar la psicología inversa. «¡Nunca limpies tu cuarto!», gritó mi mujer con voz de enojada y al día siguiente, la pieza de nuestro hijo amaneció mejor que si la hubiese limpiado ella. «No comas verduras», «no hagas la tarea», «no te cepilles los dientes» y «jugá al fútbol en el comedor», fueron solo algunas de las muchas órdenes y consejos que dieron resultado. Habíamos logrado que Pablo, al querer portarse mal, terminara portándose bien; pero finalmente tuve que intervenir. Cuando Susana lo mandó a meter los dedos en el enchufe me pareció una verdadera exageración.

Minifalda a cuadros

Con la pastilla haciendo efecto, besa su estilizado cuello. Ansioso, pero manteniendo la calma, lentamente desabrocha los botones de la camisa blanca lisa y la tira fuera de la cama. El corpiño negro también termina en el suelo. Siente el frío de su piel sobre su pecho, la juventud de sus senos, la firmeza de sus pezones. «Por fin una colegiala con trencitas y minifalda a cuadros», piensa entusiasmado y se le eriza la piel al observar las medias largas que recorren sus piernas, se tensan sus músculos cuando ella roza los labios sobre su cuello, se tildan sus ojos en el ventilador de techo al sentir la estremecedora humedad de una lengua escurridiza penetrando su oreja. Su corazón se acelera. Luego estalla.
La intensa luz roja del cartel de neón que entra por la ventana ilumina su mandíbula torcida. El desesperado grito de terror parece salir desde su boca.

El vendedor de caras

Mire, qué le parece este rostro de acá. Tiene una hermosa tez morena, se broncea fácilmente con el sol y resiste a las arrugas que genera el tiempo. También cuenta con un año de garantía y por si fuera poco, si lo paga al contado y en efectivo, le podemos hacer un buen descuento. Es una oferta única; yo que usted no me la perdería. También viene asegurado contra cualquier tipo de incidente que pueda sucederle. Ya no va a tener que preocuparse por las marcas de cachetadas de mujeres despechadas, por un severo ataque de acné, ni mucho menos por tropezarse y romperse la nariz contra el suelo. No hay que pensarlo mucho. Sólo tiene que colocarse este precioso rostro, sacarse una foto con el móvil y mandársela a todos sus familiares, amigos y conocidos diciéndoles que cambió de cara. Ellos la agendan, y usted empieza una vida nueva.