Le escuchaba boquiabierto ese ‘todo Madrid’ que siempre se deja ver en las ocasiones que presume importantes. Estaban los constructores de rigor y con bigote como Del Rivero el de Sacyr, adeudados promotores inmobiliarios como Fernando Martín, más conocido por su sobrenombre futbolístico de El Breve, viejas glorias de la banca como Sánchez Asiaín, amigos navieros del estilazo y el nivelón de Fefé Fernández Tapias, ex empresarios desmejorados como Alfonso Cortina, que en Repsol y con Aznar siempre vivió mejor, abogados liberales a más no poder como Garrigues, y altos ejecutivos como el eléctrico Sánchez Galán, que además pagaba la fiesta en el Casino que organizaba el diario ABC. Frente a ellos y ante una nutrida representación del PP, que va con la lengua fuera entre desayunos, comidas, conferencias e intervenciones de sus prohombres ante sus correspondientes comunidades de vecinos, se presentaba Alberto Ruiz-Gallardón con un objetivo: mostrar al mundo entero su disciplina de partido y su sincera admiración por Mariano Rajoy. Casi lo hunde, si no lo ha hecho ya.
Y es que el alcalde no tuvo bastante con sortear con habilidad la crisis del PP y hacer un discurso apañadito para ponerse, luego, a las órdenes del timonel Rajoy. No. Gallardón tenía que lucirse, tenía que mostrar a la concurrencia que el cerebrito de la derecha no había perdido facultades. Y, por eso, ante el asombro general, se permitió el lujo de elaborar un programa de Gobierno –un discurso de investidura en opinión de un colega de la prensa- como quien rellena el 7/39 de la ONCE con el ‘boli bic’ de Chikilicuatre.
El alcalde mostró que tiene un proyecto de país, un plan o, en sus palabras, una “agenda de asuntos urgentes” que tendría que permitir que en 12 años España alcance en renta per cápita a Alemania. ¿Qué cómo se consigue? Aumentando la población, fundamentalmente con originarios nativos de la UE –“un jubilado europeo que pasa 11 meses en España equivale a 50 turistas”-, haciendo frente común social y económico con Portugal y apostando sin excusas por Iberoamérica. A su juicio, a ese gran proyecto se debe convocar a los partidos nacionalistas, dentro de una política de “planteamiento abierto”, aunque ni su rechazo ni sus trabas deberían impedir este tránsito hacia la modernidad. Según explicó el desarrollo económico favorecerá la cohesión, algo que ya se vislumbra en Cataluña, donde se habla menos de lengua y de bandera y más de ferrocarriles, metros y PIB.
Gallardón se permitió citar a Felipe González para mostrarse partidario de la energía nuclear –“un país con una dependencia energética del 85% no puede despegar”-, de un plan hidrológico que conecte las principales cuencas, del diálogo social y del actual marco institucional. Hizo aquí una defensa cerrada de la Corona y, de paso y sin citarle, le dio un mandoble al radiopredicador Losantos, que “no puede pasar por compañero de viaje del PP”.
Rajoy ya debía de andar anonadado cuando su ‘humilde’ colaborador se permitió utilizar las figuras de Aznar y Fraga para sostener que el mejor de los caminos para que el PP retorne al Gobierno es que ocupe el centro, “nuestro espacio característico”, que no podía ser un paréntesis en la historia del PP, un “centro reformista”, tolerante y “aconfesional”, alejado del conservadurismo y de las actitudes doctrinales.
Gallardón gustará o no, pero mientras desgranaba su plan cualquiera se hubiera preguntado qué tipo de miopía o de tiranía impera en el PP para que sea imposible que este hombre pueda regir alguna vez los destinos de la derecha (perdón, del centro). “No soy el tapado para ser secretario general” afirmó primero en respuesta a una de las preguntas del coloquio. “Yo no he pedido nada ni quiero nada”, manifestó a continuación. Parecía que todo estaba dicho sobre este asunto hasta que pronunció la frase final: “Eso sí, nunca he estado fuera de la colaboración que se me ha pedido por quien ha dirigido el PP”. En definitiva, que si Rajoy se lo pide será el secretario general del PP. Y Botella, alcaldesa. No todo puede ser perfecto.