Debe de ser cierto que el poder desgasta porque a Aznar, que sigue mandando mucho pero ya sólo en su partido, se le nota rejuvenecido con su media melena, su jersey verde manzana y su pulsera de adolescente a juego. Descartado el pacto con diablo y el lingotazo de la fuente de la eterna juventud, cabe deducir que el ex presidente se cuida y que, además, se deja un pico en Just for men o en Grecian 2000, porque es imposible que quien exhibe un bigote tan blanco no tenga ni una sola cana en la cabeza.
Mantenerse en plena forma es casi un requisito imprescindible para quien lleva cuatro años justificándose, que es un ejercicio cansadísimo. En esa tarea ha embarcado a todo el partido y, por eso, en cada intervención ante los suyos, como la de este pasado fin de semana en Valdemoro (Madrid), se siente obligado a insuflarles ánimos para recompensar sus esfuerzos: “A pesar de lo que digan muchos, podéis andar con la cabeza muy alta y la conciencia tranquila”, les dice sin más. ¿Cabe mayor sutileza para referirse a la participación española en la guerra de Irak y a los atentados del 11-M?
Él mismo ha predicado con el ejemplo, pese a haber arrostrado “todas las descalificaciones del mundo” en estos años “de rencor, de retroceso y de revancha”. El sufrimiento, al parecer, es consustancial a la militancia en el PP, donde uno se juega el físico a cada paso, aunque sea virtualmente. “No somos un partido de oportunistas. Tenemos una cara, la ponemos, y a veces nos la rompen por defender nuestros principios”, les asegura antes de utilizar la primera persona del singular y despejar cualquier duda: “No he tenido más ambición que el servicio a España”.
Iba el día de aclaraciones. La primera fue para glosar lo obvio: “Soy un ciudadano preocupado”; la segunda, para lo mismo: “Voy a hacer de Aznar químicamente puro”. En resumen y para los no iniciados, el ex presidente iba a mostrarse como el ser preocupado y cabreado que ha sido en la última década, del que no pueden esperarse “ni chascarrillos, ni tonterías”, ni siquiera insultos, que él no es González ni llama imbécil a Zapatero aunque lo piense.
“De tus ideas vivimos” le había dicho un poco antes Pizarro, cuyo concepto de mitin consiste en pasarse diez minutos dando las gracias a todo lo que se mueve. Y empezó a desgranarlas: que la nación es una y no cincuenta y una, que lo mínimo que se le exige a un presidente es que crea en España, que los ricos no se pueden quedar con todo –se refería a los catalanes-, que hay que dar de beber al sediento, que lo de descentralizar se había acabado y que él no había edificado una de las mejores democracias del mundo para que ahora se mandara a la gente a remover las tumbas de la Guerra Civil.
No faltó, lógicamente, el capítulo dedicado a ETA, que ya se sabe que es una palabra que Aznar nunca menciona, lo cual provoca que, en su esfuerzo elíptico, el Zidane de la política –como le definió el alcalde de Valdemoro- dé alguna que otra patada al castellano del estilo “no se puede dialogar con el terrorismo”, como si el terrorismo fuera un señor con capucha, metralleta y acento de Bermeo.
Aquí volvió a derrochar finezza. Pudo haberse equivocado -“claro que nos hemos equivocado”-, cuando llamó MLNV al “terrorismo” –y esto se presume, porque no lo dijo-. Pero una cosa es equivocarse y otra engañar, “y aquí se ha mentido; llevan negociando desde 2002 con los terroristas y seguirán si no lo impedimos”.
Aznar se reivindica. Fue él quien sentó a España a la mesa de los grandes y no a la de los niños, como ahora; fue él quien obtuvo ingentes fondos europeos mientras Zapatero se iba a dormir, fue él quien dejó en herencia “el país más rico y próspero de la historia”. Nadie con dos dedos de frente se atrevería a llamarle “antipatriota” y menos después de escuchar sus últimas palabras: “Hay que votar con la cabeza alta; hay que llevar bien alta la bandera del PP y la de España”. Sólo falta el himno para erizar el vello.