A Gallardón lo peor se le ha pasado. Parecía derribado después de un mandoble descomunal pero como los tentetiesos de los niños ha recuperado la compostura y se yergue milagrosamente derecho. Poco después del día de autos en el que le dejaron compuesto y sin escaño, uno de sus adversarios políticos realizaba la mejor descripción de su estado de ánimo: “Es como la viuda a la que, pasado el óbito, se le ha olvidado llorar”.
En su visita de esta semana a La Coruña, invitado por otro Alberto, Núñez Feijoo -el hombre al que Rajoy designó para que el PP gallego hiciera la travesía sin Fraga y aún va por el desierto-, el alcalde se presentó como un brazo de mar. Nada más llegar le tenían preparado un estimulante paseo electoral, mercado incluido, y Gallardón no sólo demostró que es un profesional del reparto de octavillas sino que desmintió esa leyenda urbana, según la cual aborrece tanto el contacto con la plebe que se frota con Scoth Brite cada vez que da un apretón de manos por la calle.
Gallardón empezó a besar a eso de las 11 de la mañana y dejó de mover los labios seis horas más tarde. Su primera parada fue en la carnicería Halal, más árabe que La Meca, y le dejó al dueño la fotografía de Rajoy sobre el mostrador, al tiempo que le deseaba buena suerte, quizás recordando el contrato de integración para inmigrantes que propone su partido.
Prosiguió sin desmayo saludando comerciantes, dedicando cumplidos a las madres, y dejándose estrujar por las abuelas. Del educadísimo Gallardón tendría que tomar nota Sarkozy. ¿Es posible siquiera imaginar a este hombre espetando a un ciudadano eso de “pírate pobre gilipollas”? Como sería, que un dálmata, que seguro que estaba afiliado al PSOE, empezó a ladrarle y logró calmarle con sus caricias. Eso es mano izquierda.
Concluyó el paseo. Tocaba parada en la Torre de Hércules, que para ser de la época de Trajano se conserva divinamente, donde el programa le conminaba a firmar la petición de que fuera declarada patrimonio de la humanidad y atender a la Prensa. La primera le fue directa a la frente: “¿Qué le parece las declaraciones de Esperanza Aguirre de que se puede ser jefe de la oposición sin estar en el Congreso?”. Levísima mueca de enojo. “A esa pregunta tendría que contestar el PSOE, que es quien va a estar en la oposición”. Prueba superada.
La verdad es que se le ha cogido gusto a encontrar doble sentido a sus palabras. Si le dice a Raúl que no se preocupe porque tiempo tendrá de estar en otras listas, se le buscan las cosquillas. Y si afirma que ha venido a Galicia “a pedir el voto para un gallego, Mariano Rajoy, para que sea presidente del Gobierno”, pues directamente da la risa.
La escala final tenía lugar en un hotel frente a la playa, en una comida-mitin con unos doscientos militantes del partido. El regidor madrileño se recrea en la suerte –o sea, en la suya- al dirigirse a los presentes. “Somos un gran partido y, por encima de todo, una gran familia que sabemos estar a las duras y a las maduras”, dice primero. “Aquí los duelos duran quince minutos, y a la media hora siguiente nos ponemos a trabajar para conseguir nuestros objetivos”, afirma después. “No sé si alguno podía pensar que no figurar en la lista electoral iba a conseguir que mi boca permaneciera cerrada”, remacha finalmente.
Gallardón no escatima a elogios. De Fraga asegura que es “el político al que más debemos todos desde la Transición”. A Aznar le define como “el mejor presidente del Gobierno de la democracia”. Y de Rajoy alaba su modelo “que es el que yo quiero para la España de mis hijos”. En cada uno de los discursos intercala un amago de despedida: “Haga lo que haga siempre estaré con el Partido Popular de Galicia”; o bien: “Desde la responsabilidad que sea, me comprometo a impulsar la alta velocidad para Galicia”. El alcalde no llora pero sigue de luto riguroso. Y se le ve triste cuando la brisa de Riazor le levanta el velo.