Diez temas para este nuevo disco de Daniel Llamas, diez dedos entre las manos con las que agarra nuestro corazón con la fuerza de un mordisco de guitarra española, un quejido que arrastra el comienzo de “Campanas del olvido” para dejar que se inunde la percusión con la distorsión religiosa y eléctrica, entre flores y fuego que valen como almas enamoradas. Abrimos la garganta con la cuchilla del amanecer en “Solo en lo profundo”, el ritmo en primera línea de combate, con cajón y batería mientras desliza un arreglo de pop profundo, como un Pepe Robles seducido por un amor sintético.
Amenazante como sería un esqueje de Lagartija Nick suena “El color de los días” y hay un momento de amenazantes guitarras que avisan de la tormenta, contenidas junto al quejido bajo la sombra de una pared, la de las murallas de Babilonia. Y se abre el coro como una buganvilla que se despereza, con la voz de Rocío Márquez que es un confeti de almas. En “Una moneda al aire” hay un poco de rumba, sapiencia del medio tiempo, como un Carlos Cano encendido de sed, ahí, Dani se acompaña, se deja abrazar en mitad de la trinchera. El folk es una luz de aceite en mitad de una mina, es lo más básico y, en “Sangre”, Llamas construye con el ladrillo de su arte un corpus de originalidad que deja claro su esencia, pero no reniega de los efluvios de la psicodelia y el pop. La mejor pureza es la que viene de la mezcla, así que los bajos oscuros de “Ruido que nunca calla” es como pasar a Gualberto y Manuel por el filtro after-punk, estamos en la zona intermedia, donde la nobleza no obliga y la plata es más resina que moneda.
Detenerse en la vesícula de Luzbel para elevarse, en barra libre, camino del cielo, allí donde se vislumbra “La luz de Trento”. Y abre con guitarras de Movaje 3 “La guerra ha terminado”, la revuelta ha terminado, los muertos se han unido y vuelven, apoyándose los unos con los otros, sostenidos por un órgano hammond y una batería lúcida que se eleva como una nube narcótica hasta la mañana de “Que un rey me juzgue”, casi con toque lúdico, de palma y Veneno, por Kiko y Raimundo, guitarras españolas con púa y eléctricas a mano abierta y, otra vez la divina Rocío Márquez, que da un contrapunto lorquiano para definir una vez más la palabra belleza. Un disco que termina con el silbido espacial de “Trilla del tiempo”, con una rítmica de sensible de seguidilla y faunos, pegamento gaditano, ácido y base, la sal de la vida, si se mezcla.
Un disco sobresaliente, un trabajo nutritivo, básico de sentimientos, convulso, donde la mano de Paco Loco, la voz de Rocío, la banda de Llamas, bregada en mil bolos polvorientos, otorga un decálogo de esperanza que mira al mar.