Leo a Marta. La lee Ferrer Lerín. Él sabe la verdad. Él conoce los porcentajes mejor que yo. Una primera parte. Ella. Allí volvemos al terruño, a lo básico: «Granland ha aprendido rápida e inconscientemente/que los escarabajos tienen la fórmula de los caballos». Pienso que todo es combustible, metano orgánico, vida en disolución. Aquel lugar es maldito y es, también, familiar, es tan real como un sueño repetido: «Es posible entretenerse entre las ruinas».
Busca entre la geografía inexacta y encuentra una luz súbita entre las almas, que lucen azules como fuegos fatuos, como fósforos que crecen, pequeños brotes entre la tierra que se desmenuza: «Recordándonos que la ciudad vino para quedarse en nosotros». En la Gran Depresión, unos centavos, sopa para el dinosaurio de todos los hijos de Granland, el demiurgo perfecto: «Marchó al grito para regresar humana». Como aquella historia de una santa india laica Catherine Takakwitha, que en 1963 hizo que su hermano le lanzara tierra y ella buscó entre los osos una oportunidad para compartir el festín. Y pienso en el whisky que se fabrica en Yukón, cristalino y transparente, de un amarillo alma, madre superiora de todo lo nuevo, del giro innecesario y mareante de 360º: «Y la vida es un lugar donde jamás estuvo».
Llegará el enemigo y llegarán los lobos, porque Granland tiene que arder y llevarnos a la boca sus cenizas: «Estas criaturas van a quemarnos Granland/como los flacos héroes que somos». Flores muertas, flores de asesino que exhalan cianuro y monóxido de carbono y, en esa pelea, los muertos son los vencedores. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? «Soy la cabra y su leche materna/la torre más alta entre todos los espejismos». Alguien perdido, un desconocido, niño que se resiste a ser hombre. Qué es el hombre, qué queda de él: «Suprimirse la lengua como se suprimen los días», y es inequívoca la lucha, «Permitir que el tiempo te soborne/con la boca babeantemente abierta».
Él es ella o, en realidad, ella es él. ¿Quién viene? La muerte, la vida, él, ella: «Un inundación del cuerpo decreciente». La soledad es una compañera inesperada mientras hacemos tiempo hasta la llegada de la muerta. Vivo y viudo, la bocanada que espero, Marta, es un verso, mañana llega la segunda parte.
En la segunda parte llega el mundo. La carne cruda se está acumulando, bajo mis uñas y en mis lecturas. Los insectos que se quedan atrapados en ella reciben el tratamiento de semillas y ahora son plaga: «A nombrar la palabra ausente/a batallar en ejército/contra lo que se obstina en matarnos». Personajes desaforados, una niña y los alcoholes, susurrada, supurada, destilada. Y el frío que es adjetivo de ausencia: «Lo sé/tuvimos que subir al tránsito frigorífico/para no pudrirnos/solo que de esta forma sacrificamos todos nuestros incendios» Sin ojos no hay más que una noche que sigue y sigue, que se construye sobre palabras, que se queda detenida: «Es cada vez que la ciudad está llena/y nadie responde».
EL final es el tercer acto, el tercer corte, el tercer mundo. Todos usamos vestidos anchos de pánico. Tropezamos en el barro de la saliva ajena. Jugamos, cuidado, en pasillos hechos a nuestra medida y escribimos en el vaho que dejan los ducados de otros poemas muertos: «De este mundo no nos vamos/nos echan».
Un maravilloso e hipnótico libro de Marta Fuembuena, su laberinto enésimo, el más complejo y bello hasta ahora. Cicatrizamos la espera con gusto ante el fuego de Granland, incorporado a nuestro panteón de personajes, de lugares, de ideas que nos permiten el sacrificio. Editado por RIL EDITORES