El camino de Adiós Amores (2023)

Es el disco del año para Motel Margot ¿Cuánto queda? ¿Dos meses? ¿Cuántos discos has escuchado estos últimos 365 días, Octavio? Da igual. Me lo dijo un amigo. Se marchó mi amigo, pero yo seguí escuchando a Adiós Amores. Porque era lo que necesitaba, para ser feliz y olvidar que mi amigo ya no estaba. El disco, publicado por Sonido Muchacho (una discográfica que ha aparecido con mucha frecuencia en este Motel Margot y en alguna de las escapadas de su gerente en su faceta obrera) y Ground Control es el ejercicio más auténtico de metales fronterizos, voces empastadas, reivindicación de la modernidad autóctona, poesía lorquiana, Malaventura de Fernando Navarro, rumba, cumbia negra, tormentas y trompetas. Es tan bello que duele, que te pone el alma dura.

Adiós Amores (Iman Amar y Ana Valladares, con la ayuda de Guille Briales) ya no son uno de los secretos mejores guardados del pop español, son la realidad que se encuentra sonando en el viento. El disco se abre con “Ave Rapaz” con unos metales nutritivos, señal inequívoca de buen hacer, de sapiencia orgánica, para pasar a “Caras nuevas”; con unas melancólicas guitarras acústicas, dominadas por las pinceladas de la frontera, como si el desierto avisara del desembarco de un enemigo, para un viraje magnético hacia el costumbrismo lírico y el primer aviso de unas macarras guitarras twangs. Hay un “Humo negro”, como una Cecilia intimista, como un piano saudade que crece hacia ese “Frente a frente” tan oscuro que sedujo primero a Julio y luego a Enrique, donde Jeanette, más Gainsbourg que France Gall, escupe la canción desde los gitanes que fuman los grandes. Casi hay un reguero de instrumentación industrial que nos recuerda a las malas semillas, esa ambigüedad que masticaba Anita Lane cuando se iba hacia el lado más mediterráneo y partisano de Bella Ciao.

Y claro, «La culpa», el sencillo que repitió amor oscuro, una foto sepia de Nastassja Kinski sobre el piano que es una reivindicación del sonido «Caño Roto» pasada por las actualizaciones, Alonso Díaz da las GRECAS 2.0, una maravilla de pop racial y psicodélico, de Melody’s Echo Chamber o los teclados de juguete de Napoleón Solo. Los violines de “Ese lugar” son un bucle de pop infinito, un tema atemporal que se podría grabar en una cinta TDK de euro-yeyé. Como “El camino”, con jinetes cabalgando en la tormenta, como la vida de Suzi Jane Hokom sin el hombre del bigote, embriagada de tinto de verano, con un vestido vaporoso lleno de arena del desierto. Más violines, más Leone, más Almería y sarcasmo. Y llegamos a la bella “Soleada”, uno de los temas que habían servido de aperitivo, que habían provocado la salivación del oyente, con la elegancia de las vampiresas que rodeaban a Jane Moneypenny mientras sostenía partituras de elegancia en el Londres de Mina Harker, la sensualidad vuelve a acicalarse de metales y con unos coros desmenuzados que son la tormenta perfecta para completar el toque sesentero. Estamos pasando hojas y hojas del grimorio del pop y seguimos sedientos.

Así que cuando llega la “Serpiente” con la pollera colorá, cuando el tropicalismo se transforma en cumbia, entendemos que no hay límites más allá del buen gusto y la belleza, radiantes al recordar cuando éramos jóvenes y creíamos en que Devendra Banhart llevaría de gira a Rita Lee para hacer la mejor bailanta de la historia. Trompeta del señor, cuando no hay señor y sí hay trompeta. Llega una nana, una caja de música efímera y sacrílega, como un xilófono de lágrimas, ahogado entre los rumores del mar, poco más allá que volver al tiempo en el que todo lo que unía a la noche y el día era el verano. “La sirena” es una oración, es Alfonsina mirando al reloj, es todo lo que guardamos en la caja de metal de los recuerdos, oxidada de tanta sal. Breve y cálida, el disco termina con “Canción de despedida”, chasquidos de nubes, frases que te recuerdan otros tiempos, otras canciones, “si la distancia es el olvido”, y un hammond de regalo para el que uno espera volver, sabio y valiente, al mundo que ofrece Adiós Amores.

Una instrumentación perfectamente elegida, unas voces que empastan hasta ser angelicales y provocar el deseo, de llevarnos al pecado y a la química, a la arena y al sabor puro de la sangre, desde un rastro hasta un tianguis, desde Kumbia Queers hasta Lorena Álvarez escribiendo canciones para Soleá Morente mientras envidian los tatuajes sacados de un sueño de David Lynch que luce Mon Laferte. Lole en canto de miel y rumba. Paquita la del Barrio por Calexico, Ixeya, Sandra Mihanovich y Celeste Carballo, Gloria y Carmen en un pueblo vaquero de Almería haciendo las voces de “El bueno, el feo y el malo” para Los Amaya. Se me ocurren tantas cosas y ninguna, en realidad, define en ángulo recto y cuadrícula, el alcance de estas canciones.

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