Editado por Los Libros del Mississippi el nuevo libro de Fernando Vallejo es un compendio de lírica arrebatada, de extrañamiento y pasión. “El tiempo besa los pies de los muertos”, la vida y la poesía son, para Vallejo Ágreda, una mezcla sin posibilidad de decantación. El tranvía es una arteria negra de sangre podrida, arrasa la ciudad a su paso. Su ciudad que era la mía, done la noche y la muerte fueron hermanas gemelas en el silencio, ciudad donde la enfermedad vació las calles: “Ya han muerto los tranvías/en el sudor frío/de un paracetamol”. La sibila vuelve, siempre vuelve, enterrada en el olvido es una flor de belleza extraña, en acorde primero de la lluvia al chocar contra el suelo: “He abierto la ventana/para confundirme con el otro”. La imagen de Pessoa, el mortal y rosa de Francisco Umbral, el miedo en la voz: “En ocasiones me duelen las venas de la garganta”. Poesía que avanza hasta lo más puro que hay en el hombre.
En las cartas a Leonora, hay una casa arriba, más arriba de donde acaba la vida, una bestia que apaga la luz, una lágrima, una cruz. Enumeración como días que pasan. Como en la carta a Álvaro, donde la lubricidad de la espuma que en su misma naturaleza se deshace entre nuestras manos, como el amor: “Yo en la noche/te oigo llover/en el cuerpo frágil de un pájaro”. La correspondencia como motor de la poesía, como este libro que se enrosca alrededor de una extraña sucesión de nombres: Eurípides, al que el poeta comunica que en la ciudad reina la confusión. Así los versos “Tengo la lengua seca de burbujas de alquitrán”. La carta a Gayo es una muestra de poesía de hostales, donde la luz de Madrid es confusión, un dandy en autobús, rescatando la mañana del deseo o el deseo por la mañana. Esa es la esperanza del nuevo día, de la tarde que llega en un lugar mítico, panteón de Madrid, como es Libertad 8. Allí, ahora, Eugenio, el amigo con el que compartir el insomnio: “El punto y la retina ciega de los perros callejeros”.
Nos preguntamos cuál es esa ciudad amarilla (vieja y aturdida). Un trasunto temporal del poeta, que escribe: “Me abraza la noche/con mil paseantes de rostro desconocido”. Rimbaud, aquel que completamente ebrio, insultaba al universo, el niño que construye el Belén sin la fe en Dios. Fe en el poeta, en el otro poeta. Quizá sea un poeta mediocre, mucho más que el que escribe los versos. Compañeros que son luceros cavernosos. Para el poeta nocturno la luz es bomba del vampiro y la mañana no siempre una promesa: “Escribo todas las mañanas/para fumigar/los monstruos de la noche”. Dice Fernando Vallejo que la tierra roja de Dios, la buena, no es roja. Él, “Un hombre de carne y asfalto/como después de un sueño”. Beatniks, poetas en Nueva York, tumbas blancas y negros en las barras : “¿Quién va a traducir mi aullido?”
Entre la ceniza y la ducha caliente, así avanza el libro: “Un instante. /Siento haber quemado todas las noches”. El Coso, el Dyc, Dios, el poema que es fuego: “Cristo crucificado en las venas de los tranvías nocturnos”. Julio Antonio Gómez, Tánger, el amor de la voz ronca, “Un pequeño tripulante de la ciudad de los perros”.
Otras reseñas sobre la obra del poeta: Julio en invierno (Libros del Mississippi, 2020)
Un libro notable. Con momentos de ciudad perdida, de misivas sobresalientes, algunos versos que son garfios para el urbanita perdido. El amor de Fernando Vallejo es un círculo de cuerda y fuego que atrapa y arde.