Una distopía cercana y paranoica, entre el Chaco y el conurbano bonaerense, ahí donde triunfa Mairal y Rodrigo Fresán no se atreve a entrar. Eso es La infancia del mundo, editado por Anagrama. Directo y salvaje, con mapas explicativos, como esas antiguas revistas de videojuegos a casete. Guía hacia George Langelaan y otras Historias del Antimundo. Es eso, el Cronenberg austral: las Malvinas sumergidas han dejado de importarnos, ahora el mundo es un compendio de simulaciones truchas que uno puede comprarse en un tianguis por un puñado de patacones.
El tiempo detenido en un espacio sensitivo y artificial. Michael Nieva juega con los años y la sangre. Y el hambre: los alimentos prefabricados, la comida chatarra, las conservas con química, los excitantes saborizantes. El aceite usado callejero como potaje esencial donde se mezcla un mundo de coimas, desesperanza y maternidad disfuncional (social y biológica). Entre la incontrolable utopía de privilegio que presentaba George A. Romero en Land of the dead (sin producción no hay sentido para el dinero, solo vale el canje en un mundo de muertos vivientes) y las pasiones entomólogas del siempre tóxico William S. Burroughs.
Esas sensaciones pulp, básicas y airadas, con la muerte como una planta que crece desmesuradamente, sacada de la más evidente El mundo sumergido de J. G. Ballard pero yo sintiéndome más atraído por la ensoñación capitalista de Compañía de sueños ilimitada. Así que es posible elegir. Aquí sabemos dónde empieza la Antártida, lo tocaba al piano John Cale.
Nieva nos presenta en la parte final de la novela la otra Tierra, alejada, la Tierra que quema, la que se cubre de podredumbre orgánica. Desde la opción de un Xanadú extraterrestre, allí donde la simulación hija de Philip K. Dick no llegue, lo harán los otros zombis, los de Bonezzi, en una gran broma final. ¿Quién quiere vivir así? El que quiera, simplemente, vivir.
¿Es la infancia del mundo un libro sobre la maternidad? ¿O lo es sobre la lucha de clases? Huevos frente a mamíferos, la Avispa que se inventó Mark Millar en The Ultimates o aquel libro de relatos cortos El tercer mundo después del sol (Minotauro-Laberinto, 2022), donde encontramos las huellas a seguir, el camino de la nueva ciencia-ficción anticipatoria. Latinoamérica es el foco de todas las fantasías perniciosas, la modernidad truncada, la Gran Serpiente.
El nuevo Panteón es el de los dioses antiguos y, por eso, escondido en una copia trucha de un videojuego, en el cartucho que agarras en un tianguis, están los dioses primigenios, los de Lovecraft, los que adora Alan Moore, los que han evolucionado de la magia a la ciencia. Comprarlo trucho en la feria de Victoria. Vidas, discos, libros de magia, fotocopiados, todos está a la venta, hasta esta Tierra, ¡Vieja de mierda! (“Las personas con guita abandonan de una buena vez, para siempre, esta puerca anciana”).
La infancia del mundo tiene algo de sexo disforme, mutaciones no binarias, ficción ralentizada por una tecnología mal copiada, la vida como ingeniería inversa, torsiones temporales que hacen que las cajas dejen de encajar dentro de otras cajas. ¿Qué será lo siguiente? Nos estamos ahogando. Pero yo estoy vivo y ustedes están muertos. O no.